viernes, 21 de diciembre de 2012

Clásicos vivos y muertos


Los clásicos no son inmortales. Hace falta que esa minoría de lectores silenciosos les dé impulso, continúe pedaleando la bicicleta que podría desplomarse algún día.
No pienso en Dostoievski, Cervantes, Kafka, otros tantos autores que gozan de movimiento perpetuo. ¿Pero alguien querrá leer a José Donoso dentro de cincuenta años? ¿A Onetti? ¿A Carpentier? ¿Joseph Roth? ¿Bruno Schulz? ¿Será Rulfo un autor que tan solo se lea en español? ¿Tan solo en Latinoamérica? ¿Tan solo en México?
Alguien dirá: si un libro o autor cae en el olvido es precisamente porque no era clásico. Me queda claro que esa es la razón por la que muchos éxitos editoriales de hoy serán desterrados mañana de librerías y bibliotecas; sin embargo, quiero pensar que la condición de clásico o de universalidad de una obra está en la obra y no en el lector; pero ya esta idea abre la puerta a una posibilidad descabellada: que haya clásicos inéditos.
O quizás no tan descabellada. Recordemos, por ejemplo, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Fue rechazada por incontables editoriales. Publicada al fin, por insistencia de la madre cuando el autor tenía once años de muerto. La novela pinta para ser un clásico. ¿Lo era ya cuando se trataba de un manuscrito multirrechazado?
No dudo que haya en la historia de la literatura muchos manuscritos que nunca llegaron a la imprenta, que no tuvieron esa insistente madre del autor.
Esta semana leí que apareció un cuento inédito de Hans Christian Andersen. ¿Bastará incluirlo en la siguiente antología para que sea un clásico?
En el multitudinario entierro de Manuel Acuña, el país despidió a uno de sus grandes poetas. Un clásico, habría dicho cualquiera de sus amorosos lectores. Mas oh, nuestro temperamento ha cambiado a través de las generaciones, y hoy el “Nocturno a Rosario” es emblema de la cursilería.
Al mismo tiempo, esos lectores de corazón duro tienen un espíritu de condescendencia con lo escrito en el pasado. Si un escritor contemporáneo tuviese un personaje con la visión religiosa de don Quijote, nos reiríamos de él. En cambio nada de eso nos molesta en Cervantes. Hoy, una novela con la gravedad del tema de Madame Bovary apenas podría salir del mundo puritano gringo, pero está muy bien que la haya escrito un francés del siglo diecinueve.
A mí me gustaría que La familia Golovliov, de Mijaíl Saltykov-Shchedrín, fuese un clásico, pero es difícil conseguir una edición en español. Y así tengo varios otros títulos que creo injustamente relegados.
Encima, estos libros clásicos o potencialmente clásicos han de navegar en un mercado que los ahoga. A los grupos editoriales no les gustan los clásicos; con ellos no se puede hacer gran negocio. Hay que impulsar la novedad, así sea mala; apabullar el libro de ayer, así sea bueno. ¿Dije “así sea mala”? Corrijo: sobre todo si es mala; de ese modo se garantiza lo efímero de su moda y con más certeza tendrá que ser pronto sustituida por otra novedad.
Nosotros, los que hoy leemos, los que estamos vivos tenemos una doble responsabilidad: seguir impulsando a los clásicos e identificar, entre la literatura contemporánea, los clásicos de mañana.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Quanto huebos les for


En cosas del lenguaje soy conservador. Prefiero evitar los neologismos y, sobre todo, los anglicismos. Dado que no tengo Facebook ni Twitter ni televisión, me ahorro la necesidad de aprender cierta terminología. Uso el correo electrónico, pero no cometo el dislate de enviar “correos electrónicos” ni, mucho menos, “emails”. Envío mensajes, recados o cartas, pues en mi vida pasada nunca envié “correos postales”, aunque sí tarjetas postales.
En la televisión usan el “teleprompter”. Curioso, pues el teatro inglés tuvo prompters cuando el español tuvo siempre apuntadores; y colgarle el prefijo “tele” significa que andamos mal en griego.
Es larga la lista de términos que me da grima escuchar. Y sin embargo, he cometido muchos pecados. Por citar uno de los peores: he escrito “eventualmente” como sinónimo del inglés “eventually”. Ningún editor me lo señaló; fue mi traductor al francés quien me jaló las orejas.
Por supuesto, no tengo problemas con decir futbol en vez de balompié. Ni siquiera porque en México lo pronunciamos al modo anglo, con doble acentuación, como si dijéramos fut-bol.
Siempre le dije bóiler al calentador de agua y mejor paro de relatar mis gringadas.
Por muy conservador que me sienta, los conservadores de otra generación me considerarían un corruptor del idioma. Estaba leyendo a un gramático de los años veinte que se quejaba de ciertos vocablos inútiles que habían llegado al español por vía del francés. Entre cientos enlistaba: aplomo, avalancha, debutar, exilio, finanzas, hotel, mediocridad, mobiliario, obús, panfleto, placa, rango, reportaje, revancha, sensacional. Aunque son palabras que hoy consideramos perfecto español, ninguna de estas voces podemos encontrar en Don Quijote.
Según mi gusto, “desterrar” es más bello y contundente que “exiliar”, pero me siento bien con la existencia de las dos opciones; y no voy a lamentar que hayamos olvidado el término que usó el Cid con una lengua todavía pobre en afijos: me exco de tierra. Asimismo, lo que en El Cid suena como una bella amenaza: “denles quanto huebos les for”, no significa sino una cortesía: “denles cuanto necesiten”.
Ya hace cien años, los académicos luchaban contra el mal empleo de “bizarro”. En ese entonces el ataque venía desde Francia. Hoy la infame acepción nos llega por los deficientes traductores del inglés.
Igual, por débil traducción, nos ha llegado “suceso” como sinónimo de “éxito”; acepción que la RAE sólo aceptó a partir de 1884, pues don Quijote siempre diferenció entre el “buen suceso” y el “mal suceso”. Lo acepto pese a que nunca lo he utilizado con ese sentido, pues el origen de suceso como éxito es latino.
“Ínclito” solía ser un caro elogio; hoy solo se usa de manera irónica o humorosa. Lo mismo pasa con “eximio”, “egregio” y “preclaro”. Habría que ver si estamos multiplicando los sinónimos deshonrosos y dejando de lado aquellos que sirven para encomiar.
Basta, Toscana, no te metas a tratar estos temas en una columna de tres mil caracteres, cuando haría falta un libro o largas conversaciones para apenas pellizcar la cresta del gallo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Para leer hay que leer


Desde su creación, en 1921, la Secretaría de Educación ha estado encabezada por una mezcla de políticos, administradores e intelectuales.
Por ahí han pasado humanistas como José Vasconcelos, Moisés Sáenz, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez y Jesús Reyes Heroles.
Han pasado también militares, ex presidentes, futuros presidentes, políticos y administradores que no destacan precisamente por su labor intelectual o por una previa vocación educativa. Recordemos los casos recientes de Ernesto Zedillo, Josefina Vázquez Mota, Manuel Bartlett, Porfirio Muñoz Ledo…
Yo había imaginado varios personajes que podrían ocupar el puesto en el gabinete de Peña Nieto. Pero, ingenuo de mí, pensaba en intelectuales, humanistas, gente que ya había demostrado su valía en el mundo de la cultura. ¿Chuayffet? Ni en tres mil oportunidades se me hubiese ocurrido.
Y sin embargo el nombramiento de un ex secretario de Gobernación no es descabellado, pues la SEP se ha convertido de un tiempo para acá en la Secretaría de Conflictos Magisteriales, y tal vez el quinazo de este sexenio se esté cocinando por ese lado. Dios mediante; o el diablo.
En su protesta o toma de posesión, mal llamada “toma de protesta”, el propio Peña Nieto habló de sus planes para la educación sin mencionar a los alumnos, sino solo a los maestros.
Sea como sea, venga lo que venga, los intelectuales, artistas y pensadores de este país debemos distraernos menos con el Conaculta y enfocarnos más hacia la SEP. La educación debe ser el asunto al que más dediquemos nuestros comentarios, críticas, propuestas y esfuerzos. Esto va también para los jóvenes indignados: hay que exigir educación de verdad. Lo demás se dará por añadidura.
La pregunta aterrante es: ¿Por qué luego de nueve años en manos de la SEP el estudiante promedio sigue siendo un iletrado?
Las respuestas son tantas que es difícil saber por dónde empezar. ¿Por los maestros? ¿Por los programas? ¿Por las instalaciones? ¿Por la mera voluntad de hacer algo? ¿Por el presupuesto? ¿Por los nombramientos? ¿Mano dura o mano blanda?
Entonces vienen nuevos programas, más lemas, reestructuraciones, otras reglas, y al final… la misma gata, nada más que revolcada.
Y resulta que el problema no es tan complejo. Es más, resulta bastante sencillo de resolver.
En vez de realizar múltiples pruebas y llevar incontables índices para evaluar la mediocridad, habrá que ir con niños, adolescentes y adultos que destaquen por su actividad intelectual. A continuación se les pregunta: ¿Por qué no son ustedes como la manada? Y la respuesta será invariable: Leemos.
Así, no hace falta otro programa, año o sexenio de la lectura. Simplemente hace falta una hora al día en que los alumnos lean, lean y lean. Así es como se forman los lectores, las conciencias; así es como crece el espíritu, así es como se fomenta la educación: leyendo. No hay atajos, no hay recetas, no hay nuevas tecnologías para sacarle le vuelta al bulto ni técnicas de especial motivación ni valen apapachos que eviten la acción: para leer hay que leer.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Plagio cervantino


Advierto al lector que este texto es un plagio. Para ser exactos, he plagiado del Quijote de Cervantes, segunda parte, capítulos XLII y XLIII.
En una ceremonia de toma de posesión de cualquier cargo público, no estaría de más leer en voz alta, a manera de manifiesto, los consejos que don Quijote le da a su escudero. Así sean los que atañen a su aspecto personal: “Lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos… No andes, Sancho, desceñido y flojo; que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería… No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estomago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de eructar delante de nadie”.
Como aquellos que se refieren a la honra del cargo: “Préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Mira, Sancho, si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen, príncipes y señores; porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Si acaso enviudares (cosa que puede suceder) y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal que te sirva de anzuelo y de caña de pescar… Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre… Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlos en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más veces serán sin remedio, y, si le tuvieren, será a costa de tu crédito y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio sin la añadidura de las malas razones. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible”.
Esto es apenas una selección. Bueno sería que el funcionario en cuestión leyese Don Quijote de pe a pa.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Slow books


A veces envidio a la gente que lee a alta velocidad. A veces, no. Los textos literarios prefiero leerlos lentamente, dándole a cada palabra su sonido; a cada frase su ritmo. Más aún, me gusta leerlos en voz alta.
De un escritor se dice que debe encontrar una “voz propia”. También el lector ha de hallarla. Pues bien, la mejor forma de dar con ella es voceando a los grandes poetas y prosistas, a ver qué tanto nos contaminamos con ellos. Personalmente, he encontrado que el mejor ejercicio es la literatura del Siglo de Oro, más específicamente: el teatro.
Salto de una obra a otra, de un personaje a otro. Actúo y dirijo, y aunque nunca pronuncio como gachupín, sino como el vil norteño que soy, mi ego acaba por decirme que soy mejor que Garrick.
Entre las prosas contemporáneas para leerse sonoramente están las de García Márquez, Daniel Sada, Juan Rulfo y las letanías de Carlos Fuentes o Fernando del Paso. El buen lector sabe descifrar el ánimo, tono y cadencia que exige cada texto sin necesidad de que el autor lo señale con indicaciones de andante, allegro o adagio, tropo o non tropo. Aunque siempre queda espacio para la interpretación.
La parte del poor Yorick en Hamlet, la leo “alla Richard Burton”, con tono ligero y burlón; en cambio me parece descarrilada la interpretación trágica y susurrante que le da Kenneth Branagh.
Si veo a alguien leyendo Cien años de soledad, y noto que pasa las páginas con celeridad, pensaré que está convirtiendo la excelente prosa en una práctica de narración de carreras de caballos.
Vargas Llosa cuenta que leyó Los hermanos Karamazov de un tirón. Caramba. Cuando me aplico en ese mismo asunto, yo me llevo una semana. Y no quisiera tardar menos, pues aunque Dostoievski no es un músico con las palabras, sí es un demonio con el alma. Y esta es una novela con la que quiero dialogar y meditar. Quiero detenerme un rato y alzar mi copa con los discursos de Iván y Dmitri. Pronunciarlos en voz alta. Aunque más parezca una pierna de puerco que una copa de vino, no es una novela para devorar, sino para degustar.
Es el caso con toda la buena literatura. Y entre más bella, más hay que regodearse. Nada de echarse un rapidín.
Así como la llamada fast food suele ser pésima, podríamos decir que hay fast books: esas cosas bestselleras en las que no hay arte, y lo único relevante es el “qué va a pasar”. Pero todos los clásicos literarios han de ser slow books dignos de una comilona interminable que se va celebrando a mordiscos.
En esta mesa cambian los modales. Aquí vale hacerlo con la boca abierta, hablar al masticar. Aquí vale jugar con la comida.
Y volviendo a Dmitri Karamazov… En algún episodio dice: “No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”. ¿De qué me sirve darme por enterado? De poco. Aquí interrumpo la lectura mientras pienso si yo haré lo mismo.
Los grandes libros no fueron escritos para monologar. Si el lector no acepta diálogo, voz y prosa será un pobre lector aunque su biblioteca sea más extensa que la de los buenos lectores.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Bellas letras


De vez en vez aparece alguna ociosa convocatoria para elegir la palabra más bella del español. En algún lugar leí que era “cristal”, en otro, “Querétaro”, y cuando se abre la selección al público ignaro, suelen ganar palabras como “madre”, “cielo” o “vida” porque los votantes no piensan en la belleza de la palabra sino en el concepto.
¿Pero en qué consiste la beldad de una palabra? ¿En su mero sonido? ¿O también en su grafía?
Si se toma en cuenta el sonido, habrá que ver que las palabras no suenan igual si las pronuncia alguien con buena voz o un gangoso, una mujer sensual o un frío locutor, un cubano o un chileno.
En el segundo caso, no es lo mismo una palabra en Garamond que con artística caligrafía; no será igual con tinta negra que con algún tono amarillento.
Acaso puedo suponer que en cuanta encuesta se haga, nunca ganará un monosílabo, aunque algunos futboleros piensen que “gol” es la gran cosa, y los religiosos voten por “dios”. Tampoco ganaría un multisílabo, ni aunque votaran los desparangaricutirimicuarizadores.
Es difícil pensar en palabras bellas por sí mismas. Por lo general, la belleza se encuentra en la encadenación de varios vocablos.
Es más fácil pensar en palabras desagradables. Lo primero que viene a la mente son los nombres. Si una muchacha dice “Me llamo Ergastulondia”, la suma de esas trece letras se vuelve un tanto repulsiva. La palabra “estufa” no provoca ni atracción ni rechazo. Pero la cosa cambia si conocemos a una vecina que se llame Estufa Saldívar.
Si se trata de vocablos feos, hay que consultar a los médicos o anatomistas. Lo que podría ser una bella escena erótica en manos de un novelista, ellos la echarían a perder con términos como: glande, prepucio, epidídimo, uretra, vestíbulo vulvar. ¿Qué sería para ellos una situación amorosa sin mencionar las glándulas parauretrales de Skene?
Ahí donde mi pobre corazón sentía una pena muy grande, muy grande, para ellos sería cosa del endocardio, miocardio y pericardio. Allá donde el buen Gutierre de Cetina hablaba de los ojos claros, serenos, de un dulce mirar, el oculista vería retinas, escleróticas y humores acuosos.
Quizás el peor nombre de un fragmento del cuerpo lo tengan las trompas de Falopio. Con tantos anatomistas italianos de apellidos más agraciados, tuvo que ser el buen Gabriel Falopio quien las bautizó. Si un tal doctor Rossi se le hubiese adelantado y hubiese cambiando la trompa por un sinónimo, hoy se les podría conocer como los conductos de Rossi o los rossiductos.
En fin, mejor que los literatos no pierdan el tiempo con las palabras bellas así como los músicos no se preguntan si hay una nota más hermosa que otra. Podrá haber quien tenga colores favoritos, pero no es tema para los pintores.
En el mundo de las palabras, no existe la belleza aislada, pero sí la fealdad. Ningún hombre ha conquistado una mujer pronunciando palabras supuestamente bellas de manera reiterada y desconectada; así sean “flor” o “anillo” o “boda”. En cambio se me ocurren muchas del lado antiestético que por sí solas enfrían, apagan o matan una relación.
La belleza necesita al menos un verso; la fealdad sabe andar sola.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Un toque de locura


Cuando Dmitri Karamázov toma una troika rumbo a Mókroye, pudo charlar con el cochero de igual modo como hoy lo hacemos con los taxistas: qué calor, ganó el Necaxa, cuánto tráfico; sin embargo, sus arrebatos lo llevan a encadenar una idea tras otra, hasta que termina preguntándole si lo perdona.
“¿Yo qué tengo que perdonarle a usted?”, responde el cochero. “¡Usted a mí nada me ha hecho!”
“No”, interviene Dmitri, “por todos, por todos, tú solo, ahora mismo, aquí, en el camino, ¿me perdonas por todos? ¡Habla, alma sencilla!”
Algo hierve en su cabeza y ese hervor produce un elenco de emociones difíciles de descifrar. A cada página sorprende la mente y el corazón de los Karamázov, de Katerina Ivanovna, de Grúshenka, de Sansónov, de Smerdiákov. El dinero, la carne, el alcohol, los celos, el amor, el deseo, la piedad, la fe, la incredulidad, la estupidez, la sabiduría… se mezclan en un caldo que solo Dostoievski sabe preparar.
“Y no de desesperación he de llorar”, proclama Iván Karamázov, “sino sencillamente porque seré feliz derramando esas lágrimas. De mi propio fervor me embriagaré… Aquí no se trata de la inteligencia ni de la lógica: aquí amas con lo más íntimo, con las entrañas; amas tus primeras fuerzas juveniles”.
“Yo habría consentido en matarme en el vientre de mi madre antes que venir al mundo”, dice Smerdiákov.
“Usted ríe como una chiquilla, mientras en sus adentros piensa como una mártir”, le dice Alíoscha a Lise.
Katerina Ivanovna necesita a Dmitri “para estar contemplando siempre su heroísmo de lealtad y recriminándole a él su traición”.
Parlamentos que no caben en una película, pues en ellas el amor es meramente: te amo o te odio; los estados de ánimo son: estoy triste o estoy feliz. Nietzsche hubiese detestado Hollywood, y en cambio amaba las novelas de Dostoievski. “Es el único sicólogo de quien tengo algo que aprender”, aseguró.
Bonito aprendizaje, dirán los detractores de Nietzsche y recordarán que murió loco. Ellos, detractores ordinarios. Él, bendita locura.
La pregunta que brota es: ¿acaso el mundo dostoievskiano lo creó Dostoievski o es que así se las gastaba el alma de los moradores de aquella época y lugar? Si es una invención, ¡qué gran invención! Pero si fue mera observación aguda, cuán pobre se ha vuelto nuestra psique educada en la moral sin contrastes; en la superficialidad del cine; en el blanco y negro de las telenovelas, en el monótono sermón dominical, en la chabacanería del presente donde el gran pecado es romper la norma.
Hay que leer y releer a Dostoievski para huir de una existencia de pacotilla, para darnos el lujo de amar por razones desusadas, de odiar a alguien por su peinado, de aceptar o rechazar a dios por razones espirituales y no de costumbre, de pecar por conciencia. En fin, hay que darnos una cuota de dostoievskización, o raskolnikovización o karamazovización o como le quieran llamar.
Olvídense de ensayos intelectuales sobre Dostoievski, su tratamiento del tiempo, los problemas de su poética o el qué sé yo estructural. Dostoievski es grande porque cada vez que lo leemos nos trastorna, nos empuja hacia la locura. Y locura es lo que necesitan las almas para no ser almas muertas.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Lamentación de octubre


Con frecuencia les cae una pregunta a los lectores: si tuvieras que pasar largo tiempo en una isla desierta, ¿qué libro te llevarías? Es un mero ejercicio de selección de libros, pues nadie se ve a sí mismo en esa situación robinsoncrusoesca. Y no vale decir que se llevarían uno de esos lectores electrónicos, ya que no funcionan con baterías solares.
Hay, sí, muchos que se vieron sometidos a una situación similar; no en una isla sino en alguna prisión. Millones de hombres que fueron a Siberia tuvieron permiso de poseer sólo un libro: el Nuevo Testamento.
Me espanta pensar en la situación. ¿Cuántas veces lo habrán leído quienes estuvieron allá cinco, diez, veinte años o más? ¿Acaso llegaban a memorizarlo? Dostoievski pasó cuatro años con esa Biblia mocha.
A la tal pregunta, yo siempre respondo del mismo modo: Don Quijote. Además de ser mi preferido, es un libro gordo. Por mucho que me gustara Pedro Páramo, me parecerían pocas páginas para mi aventura solitaria en medio del mar.
Y sin embargo, en una isla, en Siberia o en cualquier situación que impidiera el acceso a los libros, me recriminaría el no haber memorizado más poesía. Me sé unas pocas del tesoro del declamador, y un puñado de las más contemporáneas.
Es que la memoria no da para tanto, me justificaría. Pero luego vendría mi conciencia a reclamarme: ¿Ah, no? ¿Y cómo es que de José José, José Alfredo, Roberto Carlos, Los Beatles… y otros muchos te has de saber quinientas o mil canciones?
Es verdad, bajaría la cabeza, avergonzado ante mí mismo. La memoria da para mucho, pero la usé en fruslerías.
Una de mis anécdotas preferidas sobre la capacidad de recordar la cuenta George Steiner. Él habla de un judío en el campo de concentración de Birkenau que tenía una memoria toratalmúdica y dice a su gente: “Si necesitan consultar algo, consúltenlo conmigo; abran el libro que está dentro de mí”. Me gusta, pero mi predilecta es otra venida del mismo Steiner:
En el congreso soviético de escritores de 1937, las autoridades han amenazado a Boris Pasternak. “Si hablas, te vamos a arrestar; si no hablas, también, por insubordinación irónica”. Durante tres días se escuchan apologías a Stalin. Al final, los colegas piden a Pasternak que hable. “De cualquier modo te van a arrestar, así que di algo para que el resto de nosotros se lleve algo en el corazón”. Pasternak se puso de pie. Hubo expectativa. En medio de un silencio expectante, el poeta ruso dijo sólo una palabra: “Treinta”.
Dos mil personas en el foro entendieron y se pusieron de pie. Comenzaron todos a recitar el soneto 30 de Shakespeare, I summon up remembrance of things past, en la traducción al ruso hecha por el propio Pasternak. Un soneto que habla de la memoria, un acontecimiento que demostró la importancia de la memoria.
“Somos lo que recordamos”, dice Steiner. “Lo que llevas por dentro, nadie te lo puede quitar”. Y a Pasternak no lo arrestaron.
A veces estoy sin libro en una isla desierta: un embotellamiento, la peluquería, una sala de espera, una fila en el banco… Caramba. Si desde niño me hubiese aprendido un poema a la semana, ahora me sabría dos mil. Suficiente para leerme y releerme esa antología personal de aquí hasta la eternidad.
Pero la vida está pasando y ya no es hora de aprender.

Los académicos van al cielo


La RAE suele ser católica. Si se busca “karma”, dirá “En algunas religiones de la India, energía derivada de los actos que condiciona cada una de las sucesivas reencarnaciones, hasta que se alcanza la perfección”. Por el mismo camino van con el “nirvana”: “En algunas religiones de la India, estado resultante de la liberación de los deseos, de la conciencia individual y de la reencarnación, que se alcanza mediante la meditación y la iluminación”.
En cambio, la palabra “verbo” no tiene asegunes, regionalismos o nacionalismos. El diccionario expresa con convicción que es “la segunda persona de la Santísima Trinidad”. En “paraíso”, nos dicen sin empacho: “Cielo, lugar en que los bienaventurados gozan de la presencia de Dios”.
Comoquiera ya es un avance con respecto al diccionario de 1737, en el que “paraíso” era “huerto amenísimo adonde Dios puso à nuestro primer padre Adám, luego que le crió. Es mui ventilado entre los Escritores y Doctores la parte donde estaba este huerto, y si dura y permanece ò no. Llámase freqüentemente Paraíso terrenal… Se toma asimismo por la gloria de los Bienaventurados, ò el Cielo, como lugar de todas las delicias”.
Si mi fe estuviese en los dioses del Olimpo, la Academia me definiría como pagano e idólatra. Para ellos, el “averno” es cosa de mitología, pero el “infierno” es de religión; específicamente es “el estado de privación definitiva de Dios”. Claro, Dios con mayúsculas, pues solo hay uno. En un sentido más amplio, nos dice el DRAE que es el “lugar en que estaban detenidas las almas de los fieles que habían pasado de esta vida en la fe y con esperanza del Redentor”. También Redentor hay uno.
“Evolución” no es una tesis científica, sino una “doctrina” filosófica; en cambio “creación” es el “acto de criar o sacar Dios algo de la nada”.
Si bien, hay que aceptar que la RAE ya dio su brazo a torcer, pues define Corán como “libro en que se contienen las revelaciones de Dios a Mahoma y que es fundamento de la religión musulmana”. Un dios que ha de ser el mismo, pues está en mayúsculas. Todo un cambio con respecto a la edición de 1726, que a la sazón dice: “Recopilación ò libro en que se contienen los falsos ritos, y muchas ridículas leyes y ceremonias de la abominable secta de Mahóma”.
A la hora de limpiar, fijar y dar esplendor, al judaísmo no le iba muy distinto: “Se toma oy por la supersticiosa y terca observancia, que tienen los Judíos, de los ritos y ceremonias de la Ley de Moisés”. Además incluían una acepción insolente para “judío”: “Voz de desprecio y injuriosa, que se usa en casos de enojo o ira”.
Por su parte, en la definición de cristianismo, no evitaron la primera persona del plural: “El gremio de los Fieles Christianos, que profesamos la Religión Christiana”. Y enviaron su mensaje moral al definir “ateísmo” como “la impiedad nécia, que niega la existéncia de Dios”. Ya para la edición actual no incluyen algún adjetivo denostativo, si bien el ateísmo apenas llega a ser una “opinión o doctrina”.
Aunque viéndolo bien, estoy de acuerdo con esto último, pues aunque yo tuviese certeza de la existencia de Dios, esta no dejaría de ser una opinión.

viernes, 19 de octubre de 2012

El noble y el siervo



Imaginemos la siguiente novela: un padre amoroso sale de la oficina. Ese día cobra su sueldo, el cual le basta y sobra para mantener a su bella familia. Así es que le quedan muchos billetes para ahorrar. Llega a casa. Su mujer lo recibe con un beso. La cena deliciosa está ya preparada y sus hijos adolescentes se sientan a la mesa luego de lavarse las manos. Hablan de lo bien que les va en la escuela. Planean salir de vacaciones de verano. Como la hija está por cumplir los dieciocho años, el padre le pregunta qué coche le gustaría de regalo. La madre le da un beso…
El lector comienza a desesperarse. ¿A qué hora el maldito marido-padre perfecto se volverá loco? ¿Cuándo va a estrangular a la mujer? ¿En qué capítulo comenzarán a notarse sus deseos por la hija? ¿Y el hijo bueno para nada? ¿Es narco? ¿Tiene alguna adicción? ¿Acaso la mujer se entrega a cualquier amante mientras el marido está en la oficina?
Y es que ¿a quién diablos le interesa la armonía, la felicidad? A todos, nos diremos si hablamos de nuestras vidas. A nadie, responderemos si nos referimos a una novela.
A los escritores nos gusta la democracia, pero escribimos sobre la dictadura; preferimos la paz, pero se novela la guerra; amamos la libertad, pero narramos las cadenas; condenamos la tortura, pero nos solazamos al precisar las técnicas de un torturador. Y en la misma sintonía están los lectores. ¿Por qué nos seduce lo patético?
¿Acaso disfrutamos las penurias de los personajes porque son ajenas? ¿No será que también disfrutamos las desgracias de nuestros vecinos, amigos o desconocidos? ¿De cualquiera que no seamos nosotros? Dostoievski asegura que sí.
Además, entre más intelectual o educado o adinerado es el ser humano, resulta menos compasivo. Para muestra tenemos toda la literatura rusa del siglo XIX. El campesino sufre sin chistar, muere sin temor, ama sin conveniencia. En cambio, los sentimientos de los nobles son menos nobles.
Cuando los nobles empobrecían o enfermaban o caían en desgracia, eran abandonados por todos los de su clase. Solo los fieles siervos seguían a su lado; como sirvientes y como familia amorosa. El desdichado Iván Illich es una muestra. O podemos verlo muy claramente en la novela Los señores Golovliov, de Mijaíl Saltikov.
En sus dudas existenciales, espirituales y religiosas, Dostoievski y sus contemporáneos llegaron a pensar que la única salvación era “adoptar” el alma de los campesinos. Ahí es donde cabía la bondad, posibilidad de salvarse, si es que existía la vida en el más allá. Romantizaron el alma rusa en el alma campesina.
Como nada se demostró sobre la esencia del hombre, vino el desencanto y los campesinos pasaron a ser en las novelas otra vez seres salvajes, aunque sí, con su dosis de religiosidad absurda y capacidad para amar.
En términos espirituales, yo no sé si vengan mejor la ingenuidad y sencillez que la ilustración y la reflexión. Luego de leer incontables novelas al respecto, sumo más dudas que respuestas. Lo que sí me queda claro, es que si me dieran a elegir una vida, prefiero la del bribón noble ruso que la de sus bondadosos siervos. Así me vaya al infierno.

viernes, 12 de octubre de 2012

Tengo orgullo de ser del norte


Hace veinte años, cuando publiqué mi primera novela, comenzaba a hablarse de un supuesto fenómeno llamado “Literatura del norte”. Nunca supe bien de qué se trataba. Por supuesto Monterrey estaba en el septentrión mexicano, pero ¿qué tiene que ver la geografía con la palabra?
Si hay más distancia entre Monterrey y Tijuana, que entre Monterrey y el D.F., ¿por qué nos gusta la división norte-sur y no la oriente-occidente?
¿Que yo soy escritor del norte? ¿Qué significa eso? ¿Acaso significa que me he de poner un sombrero vaquero, una cuera tamaulipeca y gritar “ajúa” cada vez que me sale una buena frase?
Sin embargo acepté el mote de escritor del norte, pues eso me llevaba a encuentros y congresos donde bebíamos mucha cerveza y la pasábamos bien.
Nos hacía gracia cuando alguien mencionaba que la norteñés era una estrategia comercial, ya que no solemos agotar las primeras ediciones ni ganar premios de relumbre. Otros lo tomaban como un intento del centro de decir que éramos regionalistas, de pocos alcances, pues siempre había que cargar con una etiqueta que minimizaba el cosmos. Los escritores del centro eran mexicanos; nosotros éramos meramente tijuanenses o regiomontanos o culichis. A Jesús Gardea, un narrador excepcional, lo sepultó la crítica al llamarlo “narrador del desierto”.
Si bien, luego de mucho repasarlo, acabé por aceptar una característica en los narradores del norte: somos bárbaros y primitivos, como el resto de los norteños. Esta revelación me llegó con la anécdota que ahora cuento:
En cierta ocasión leía el libro de un célebre narrador capitalino. En una de las páginas me topé con este enunciado: “una puerta de cristal biselado”.
Hube de interrumpir mi lectura para llamar a Felipe Montes. Ni siquiera tuve que hacerle una pregunta. Tan sólo dije: “Puerta de cristal biselado”, y él de inmediato me respondió: “Puerta de vidrio”. Claro que sí, le dije, no hace falta más. Y colgamos.
A los dos minutos me llamó para preguntar: “¿Por qué no simplemente puerta?”.
Le expliqué que quienes estaban fuera, miraban hacia dentro; y los de dentro miraban hacia fuera. Colgamos.
Volvió a llamarme a los dos minutos. “Pues deja la puerta abierta”.
En el contraste entre una puerta abierta y otra de cristal biselado, entre echarse un trago y degustar un Château La Fleur-Pétrus 82, entre ponerse los zapatos y calzarse unos botines Salvatore Ferragamo de piel de becerro, entre simplemente “ir”, y “abordar una Cadillac Escalade color negro para dirigirse a”, está la esencia de la diferencia entre la narrativa del norte y la del centro.
¿Que somos bárbaros? Sí. ¿Poco sofisticados? ¿Secos? También. La frase es bien conocida: “Donde comienza la carne asada termina la civilización”.
Tal vez sea verdad; pero ¿a quién no se le hace agua la boca nomás de pensar en una arrachera con aguacate, chiles toreados, tortilla de harina y una cerveza bien helada?

viernes, 5 de octubre de 2012

Otra vez el Nobel


Por estas fechas se vuelven a renovar las apuestas sobre el Nobel de literatura. Mi preferido, Ismail Kadaré, no aparece por ningún lado. En cambio ahí está otra vez el eterno Bob Dylan con su numeroso apoyo de profesores universitarios sesentaiocheros, seguro en su mayoría de Berkeley. Según las casas de apuestas, el músico seudoliterato tiene momios de 10/1.
A Kadaré no sólo lo admiro. Lo envidio profundamente. Más allá de una obra inteligente, sensible, extraña, provocadora y bella, tiene una novela que me hubiese gustado escribir: El general del ejército muerto. Para mí, leer esa novela fue como enamorarme de una mujer ajena e inalcanzable. Un amor triste, una obsesión.
Para quien no la haya leído, resumo el tema: en los años sesenta, un general es comisionado para que vaya a Albania a recuperar los cadáveres de los soldados caídos en la Segunda Guerra Mundial. La aventura se convertirá en un grotesco símbolo de la inutilidad, tanto de su misión, como de la guerra. Quizá también de la vida.
Mejor aún, quien no la haya leído debería dejar en este punto mi texto, el suplemento Laberinto y dirigirse a una librería. Pero hay que apurarse, pues en todo México no habrá más de veinte ejemplares de esta novela. Ya conocen a los lectores que mandan en las librerías: en vez de buena literatura, quieren leer novelas de chupasangres y detectives de pacotilla.
El mismo Kadaré mostró este tipo de envidia por otra novela: Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, solo que en vez de verla como mujer ajena, se puso a cortejarla. Acabó escribiendo El puente de tres arcos, un texto valioso sobre la construcción de un puente y las historias y leyendas en torno a él, aunque sin la ambición de la obra maestra del escritor bosnio.
Amigo lector, si no consigue El general, puede llevarse alguno de los excelentes premios de consolación de Kadaré. Por ejemplo, Abril quebrado. Un mundo donde la tradición es más poderosa que la conciencia; la historia de familias que tienen siglos matándose unos a otros, pues así lo ordena el Kanun.
Quizás en alguna librería encuentre El nicho de la vergüenza. Ahí se enterará de los cuidados que se le dan a la cabeza de un decapitado para poder exhibirla en una plaza.
O la Crónica de la ciudad de piedra, un terrible y bello relato sobre un pueblo albanés durante la Segunda Guerra Mundial.
O alguna de las novelas donde nos narra los absurdos y las angustias de la vida en Albania durante los años del comunismo.
Es difícil hallar un autor que nos haga reflexionar sobre las extravagancias de la historia, el poder y el individuo de modo tan atinado y profundo como lo hace Kadaré. Que nos haga comprender nuestra también extravagante situación a través de relatos que parecen lejanos en la geografía, el tiempo y la cultura. En Kadaré hay verdad. Esa verdad que sólo puede decirse con novelas.
Si yo fuera académico sueco no dudaría en darle el Nobel. No para inflarle el ego y colgarle una medalla y entregarle su chequezote. Sino porque es importante darle aire a sus libros. Porque es necesario que un habitante de este mundo no se vaya al otro sin antes haberlo leído.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Si yo fuera presidente



Si por alguna mala jugada del destino este diciembre amaneciera yo en Los Pinos, miraría con desolación los 2191 días que me quedaran por delante. Caramba, le diría a mi primera dama, ¿por qué no dejamos que ganara Quadri?
Luego de un café bien cargado, sostendría una reunión con mi gabinete. Me preocuparía notar que así, adormilado y diciendo sandeces, esa gente me miraría con atención y asentiría como si fuese yo una especie de gurú. Esto no me pasaba cuando era escritor, me diría, pues cualquier lector de medias luces solía criticar mis novelas y llenarme de consejos que nunca pedí.
A mi secretario de Educación le exigiría un plan ambicioso, pues le duplicaría el presupuesto. Al de Hacienda le diría que viera a qué dependencias vamos a castigarles el gasto para mandarlo a la SEP.
“No me importa ver las calles llenas de baches. Primero los estudiantes, luego los automovilistas. Y pon a los diputados a medio sueldo”.
Para no hacerme cargo de las cosas, les diría “Confío en ustedes”, y los despacharía a sus distintos ministerios. Apenas me viera solo, me pondría a buscar la biblioteca.
Una vez ahí, miraría con desilusión las colecciones empastadas en piel, señal de que no son libros para leer. En ningún estante hallaría algún clásico de la literatura. De inmediato tomaría una decisión: Voy a Gandhi.
Al dirigirme al metro Constituyentes, el jefe del Estado Mayor Presidencial me recordaría el esplendor de mi investidura. Acordaríamos mandar al chofer con una lista de compras. “Quiero Guerra y paz en pasta dura”. La lista sería larga. Aprovecharía que vivo del erario para comprar álbumes de arte y varios libros del Acantilado que nunca estuvieron al alcance de mi bolsillo. Por fin tendría toda la colección de Artes de México.
Inevitable sostener audiencias con gobernadores, líderes sindicales y senadores que me arrancarían más de un bostezo. Cuando viera entrar a mi chofer con las bolsas de Gandhi, dejaría a los políticos lamebotas con mi secretario particular. Me iría a la biblioteca a desparramar los libros nuevos. “Al fin, el álbum de Remedios Varo”. Tanto que me había dolido el codo cuando compraba los libros con el sudor de mi frente.
Esa noche convocaría a mis colegas escritores para que vieran cómo vive un presidente. “Bola de muertos de hambre”, les diría mientras les sirvo un Château Petrus. A los del Crack, el guardia les habría impedido la entrada. A mis amigos les daría becas. Al que más mal me cayera lo nombraría presidente del Conaculta.
Mi desinterés en la economía, en la política, nos llevaría a otro error de diciembre. Mi imagen caería al suelo, pero nada que no se pueda arreglar con un amplio gasto en imagen.
Al final de mi presidencia, habría ganado todos los premios literarios, excepto el Mazatlán. Habría muchos muertos más en México. También más pobres más pobres y menos ricos más ricos. Gobernadores más ratas. Mis discursos, más huecos que mi prosa. Mi doble presupuesto en educación se lo habría chupado el sindicato. Guerra y paz se quedó intacto en el librero.
Al final, me preguntaría lo mismo que puedo preguntarle a cualquier presidente que ha transado, arañado, matado y jalado cabellos con tal de ser presidente: ¿Para qué, señor presidente? ¿Para qué?

viernes, 21 de septiembre de 2012

El chocorrol


En febrero del 2006 paré un par de noches en el hotel Century de la Zona Rosa. Apenas entré en la habitación, me topé con una papeleta en el centro de la cómoda, la cual guardo como un documento preciado: “Estimado huésped: Disfrute de nuestra promoción. En la compra de dos malteadas le obsequiamos un chocorrol”.
Me sentí profundamente conmovido y mi mente novelesca me trajo tres imágenes. La primera tenía que ver con la reunión mensual de los ejecutivos del hotel.
“La gente sólo viene a desayunar al restaurante”, diría el gerente. “¿Qué podemos hacer para atraer más clientela?” Pensé en el proceso de deliberación, discusión y lluvia de ideas entre graduados de algún instituto de hotelería o licenciatura en turismo, entre meseros y amas de llaves hasta dar con el seductor perfecto: un chocorrol. ¿Cuáles serían, entonces, las ideas que se desecharon? ¿Qué antojadiza persona supuso que lloverían los clientes dispuestos a engolfarse dos malteadas con tal de obtener el empalagoso premio?
En la segunda escena hay incontables chocorroles en el mostrador. Nadie los toca.
En la tercera pude ver el restaurante al anochecer. Una pareja triste sorbía con popote sus malteadas. Miraban sin hablar el chocorrol al centro de la mesa. Quizás el hombre hubiese preferido una cerveza, pero eligió darle gusto a su mujer. ¿Quién se iba a comer el chocorrol? ¿Mitad y mitad? Habían pedido una vela en la mesa para dar luz a algún recuerdo de juventud. “¿Te acuerdas…?”, diría él. Ella miraba el chocorrol, a punto de llorar.
Aunque no supe meter ninguna de estas escenas en alguna de mis novelas, pues nunca he alcanzado tales niveles de sensualidad, sí compuse un pasaje en el que una pareja ha de enfrentarse a la idea de comer un pan esponjoso con betún rosado.
Quienquiera que la haya leído sabrá que me quedé muy lejos de poder transmitir la fragilidad de la condición humana sugerida en la papeleta promocional.
Me arrepiento de haber desdeñado la oferta. Si tuviese una segunda oportunidad, bajaría al restaurante cuando ya casi fuera hora de cerrar. Pediría las dos malteadas. Supongo que de vainilla y fresa, pues no me apetece el chocolate con chocolate. Es probable que el mesero, ante la nula respuesta de los clientes, olvidara traerme el chocorrol. Entonces yo sentiría una vergüenza enorme de recordárselo; si bien, al final lo haría. “¿No se le olvida algo, señor?”
“Ah, sí”, diría él, un poco turbado. “Su recompensa”.
Ahí, de cara a la pared, bebiendo un par de malteadas, decidiéndome a morder un chocorrol que no sería de marca conocida, sino elaborado por una mujer al borde de la desilusión, sin ganas de burlarme de mí mismo, habría comprendido algo sobre la vida y la muerte, algo que apenas intuyo leyendo a Dostoievsky, a Kafka, a Onetti. Morder ese chocorrol habría resultado en una epifanía, y entonces yo no sería un mero contador de historias sino, tal vez, un artista, y mis novelas dirían lo que no dicen y harían sentir al lector la sutil, la casi imperceptible distancia entre el ser y el no ser, entre el yo y la nada.

viernes, 14 de septiembre de 2012

El baño de mujeres


Los escritores no solemos ocuparnos de las necesidades fisiológicas de nuestros personajes. Si bien, hay muchas excepciones.
La mejor recordada es la penosa situación de Sancho Panza en aquel capítulo de los molinos de batán, cuando “le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él”. Así, en lo que exoneraba el vientre, don Quijote le pregunta si tiene miedo.
—Sí tengo —respondió Sancho—; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
—En que ahora más que nunca hueles y no a ámbar —respondió don Quijote.
En el cuento “Como el mundo”, Jesús Gardea nos cuenta la historia de dos hijos que deciden dejar a su gordo padre encerrado en una letrina. El hombre sobrevivió ahí apenas un día, y “la noche siguiente, de madrugada, un soplo de viento nos trajo una hedentina atroz, como si se estuviera pudriendo el mundo entero”.
Luis Arturo Ramos se ocupa de la micción en su novela La casa del ahorcado, mientras que en Palinuro de México, Fernando del Paso dedica un buen tramo a necesidades más etéreas.
Luego de pasar hambre, Eric María Remarque relata en Sin novedad en el frente el afortunado encuentro de unos soldados con un lechón. “Pasamos una mala noche. Hemos comido demasiada grasa. La carne fresca de lechón recarga los intestinos. Es un continuo entrar y salir del refugio. Fuera hay siempre dos o tres hombres en cuclillas, con los pantalones bajados y blasfemando. Yo mismo he de salir nueve veces. Hacia las cuatro de la mañana batimos el récord: los once hombres, centinelas e invitados, estamos agachados fuera del refugio”.
Entre más pienso más ejemplos se me ocurren, al punto de que podría olvidarme de la primera frase de este texto. No he hecho un esfuerzo ensayístico para saber hasta dónde los escritores han considerado los asuntos fisiológicos o si lo han hecho de modo elegante o vulgar, lo que sí me consta es que los arquitectos lo han hecho muy mal.
Cada vez que paso por aeropuertos, centros comerciales, salas de exposiciones u otros lugares de reunión masiva, me topo con la misma escena: el baño de hombres está casi vacío, mientras en el de mujeres hay una fila para siquiera poder entrar.
Quienquiera que escriba los nuevos libros de arquitectura, ha de dedicar algunas líneas en el capítulo sobre baños con las siguientes indicaciones:
Las mujeres tienen más motivos para ir al baño que los hombres.
Las mujeres suelen asistir en mayor número a los sitios públicos.
Ellas requieren más espacio para realizar aquello que otro no pudiera hacer por ellas.
A ellas les toma más tiempo; eso lo sabe cualquier ingeniero que conozca el análisis de tiempos y movimientos.
Y sin embargo, el área que se asigna para uno y otro sexo suele ser la misma cuando, según mis cálculos, la equidad se alcanzaría en el tres por uno.
Mientras los arquitectos prefieran la simetría al funcionamiento, el asunto quedará en la inequidad. Si yo fuese arquitecto, queridas damas, buscaría el equilibrio. Pero sólo soy un poverino escritorzuelo.

jueves, 30 de agosto de 2012

Democracia global


Al gordo Comodoro hay que llevarle chocolates; de lo contrario, no habla. Está sentado en su eterno sillón de mimbre, mirando una nube de polvo que se cuela por la ventana. Se zampa el primer chocolate, ya blando por el calor. Está descamisado, y me desagrada ver su barriga blancuzca de tres pliegues.
En nuestra conversación anterior se quedó dormido cuando hablaba de la democracia mundial. Le pido que continúe con el tema.
Ah, Toscana, otra vez con eso. Tratándose de política, el todo es menos que la suma de sus partes. Hay países, como los Estados Unidos, que internamente funcionan como una democracia, mientras por fuera se pasean con espíritu de despotismo nada ilustrado. Así, el mundo no será una democracia ni aunque todos los países del globo tengan gobiernos democráticos.
¿Tienes alguna propuesta?
La credencial de elector global. Si tanto hablamos de globalización, incluyamos también la política. Dividimos a los países en activos y pasivos; tornillos y tuercas; machos y hembras, o como quieras. Los pasivos se las pueden arreglar solos. Está muy bien que Belice tenga sus elecciones y que solo voten los beliceños.
Comodoro, le digo, usas un mal ejemplo, porque Belice…
No me corrijas, Toscana, que no somos iguales.
Guardo silencio y Comodoro continúa.
Pero si un país quiere ser protagonista, si quiere profanar con su planta mi suelo, entonces debe darme derecho al voto; para eso tendré mi credencial mundial con fotografía.
A mí me afecta quién se muda a la Casa Blanca, pues ahí se deciden cuestiones de migración, inversiones, estabilidad del peso, políticas contra el crimen o a favor de este, deuda externa; desde allá le dictan a mi presidente cuándo y cómo debe encorvarse. Ergo, yo debería tener el derecho de votar en sus próximas elecciones presidenciales.
Me parece utópica tu propuesta.
Ah, Toscana, entonces ve a escribir tus novelitas y déjame en paz; pero antes escúchame. No pretendo que mi voto valga tanto como el de un gringo, pero digamos que los votos mexicanos puedan valer un tercio de punto. A los ciudadanos de otro país más independiente, como Brasil, se les darían votos que valgan una décima de punto.
Comodoro mete la mano a la caja de chocolates y se come dos; luego se lame los dedos.
¿Qué pasa con Oriente Medio?
Los votos de cualquier país candidato a ser invadido por mero espíritu republicano valdrían tres puntos.
¿Más que el voto de un estadunidense?
Por supuesto. Para un gringo promedio, votar se reduce a asuntos de impuestos, precio de la gasolina y seguridad médica. Para otros pueblos es mucho más relevante. Ya hice los cálculos. Si en las elecciones gringas del 2004 hubiese votado el mundo entero, Bush habría obtenido solo el dos por ciento de los votos. Y sin embargo, en su país, y con ciertas técnicas priistas, logró la mayoría.
¿Y en las siguientes elecciones?
Pregúntame hasta noviembre, y entonces estaré seguro. Por lo pronto estimo que los electores mundiales le darían a Obama el 90 por ciento. Sin embargo, de aquí a noviembre no podremos empadronar al mundo, así que Romney tiene posibilidades de ganar. Pero no me gusta hablar de política, sino de mujeres.
Yo asiento y me despido, aunque viéndolo ahí, obeso y enchocolatado, estoy seguro de que su tema no son las mujeres.

sábado, 25 de agosto de 2012

Muerte por asilo


En la novela de Mijaíl Bulgákov, El maestro y Margarita, la sociedad de escritores tiene su sede en una casa que llaman “Griboyédov”, pues supuestamente ahí habría vivido Alexandr Serguéyevich Griboyédov, autor de una de las más populares obras del teatro ruso, cuyo título se ha traducido de distintos modos, entre los cuales mi preferido es La desgracia de tener talento.
El zar Nicolás I nombró a Griboyédov su ministro plenipotenciario en Persia, sin saber que el escritor pronto tendría el final más trágico de la literatura. Militar de agallas y recién casado con la duquesa Nino Chavchavadze, de dieciséis años, a quien dejó embarazada, ejerció una breve misión diplomática.
Y es que al poco tiempo de llegar a Teherán, se presentaron en la embajada tres armenios para pedir asilo: un eunuco y dos mujeres del harén del sultán. Griboyédov los recibió, pese a que ninguno de los tres perseguidos representaba lo más selecto de la sociedad ni lo más relevante de la intelectualidad.
Los persas, azuzados con argumentos políticos y religiosos, reunieron una numerosa turba frente a la embajada para gritar consignas y amenazas. Ante la decisión de Griboyédov de respetar el derecho de asilo, la muchedumbre atacó la embajada.
Aunque los rusos defendieron durante un tiempo su embajada, la acometida de cientos y hasta miles de teheranís se volvió todopoderosa. Las crónicas cuentan que hubo sólo un sobreviviente. El embajador cayó, espada en mano, quizá pensando en un deber o en una ética, o quizás en ese caso sean lo mismo. Su cuerpo fue arrastrado por buena parte de la ciudad. Hombres, mujeres y niños se habrán divertido con el indigno acarreo del cadáver. Más tarde, un carnicero se encargó de trozarlo.
A pedazos de carne quedó reducido un sagaz intelectual que dominaba el griego, latín, inglés, italiano, alemán, francés e incluso el persa moderno, al punto de haber escrito versos en ese idioma. Un escritor de los de antes, que conocía a los clásicos. Muy orgulloso se habrá sentido el matarife.
El zar no quiso crear un conflicto con Persia, pues en ese momento necesitaba de su apoyo en la guerra que libraba contra los turcos, de modo que aceptó un enorme diamante en calidad de disculpa. La zarina, encantada. Además, el gobierno ruso no acababa de asimilar las ideas vanguardistas del buen Griboyédov, pues al momento de su muerte, su famosa obra de teatro aún se encontraba prohibida. El propio Dostoievski reaccionó ambiguamente ante La desgracia de tener talento. El personaje principal le parecía inteligente, cultivado, ingenioso, pero tal vez demasiado europeo.
Para la duquesa Chavchavadze no hubo disculpa que valiera. Parió un niño muerto cuando llegaron las noticias de Teherán.
Según se desenvuelvan las cosas, veremos hasta dónde el gobierno de Ecuador procede como Griboyédov, y hasta qué punto el británico se comporta como una turba primitiva, linchadora y descuartizadora. Eso sí, pase lo que pase, la justicia sueca ya quedó como dócil concubina del harén anglogringo.

viernes, 17 de agosto de 2012

Olha que coisa mais linda


Hace tiempo estaba con un profesor gringo en los Estados Unidos. Me llevó a su casa y me mostró su enorme biblioteca dedicada exclusivamente a literatura mexicana, pues esa era su especialidad. Entusiasmado, fui recorriendo los estantes y detectando algunas obras que tenía ganas de leer.
¿Qué te pareció ésta?, le pregunté mientras le mostraba una novela. Él hizo un gesto de quien algo huele mal. Es muy aburrida, me dijo.
¿Y ésta?, saqué un ladrillón de un estante superior. No te la recomiendo, me respondió.
Seguí revisando y le mostré una tercera. Pura violencia gratuita, me dijo. El final es ridículo.
Cuando salí de su biblioteca le dije: Eres experto en algo que no te gusta.
Para darnos idea del extremo de la especialización en las universidades, cuento que una vez conversaba con quien se dice el mayor conocedor de Don Quijote en la academia gringa. Entre café y café, le hice una pregunta sobre el Quijote de Avellaneda. “No lo he leído”, me contestó. “Sólo soy especialista en el Quijote de Cervantes”.
Y así, son numerosos los mexicanistas o latinoamericanistas que saben poco o casi nada de los clásicos rusos, franceses, alemanes… Especialistas en Rulfo no leen a los autores que leía Rulfo.
Hace ocho meses hablaba sobre esto en Sao Paulo, en una palestra sobre crítica literaria, y rematé diciendo: Por eso Toscana no da clases en universidad, pues los cursos son sobre literatura de tal país o región o época o género; y yo soy sólo especialista en las novelas que le gustan a Toscana.
Entre el público se levantó una mano. Un profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro dijo: Eu gostaria invitar você na minha universidade, para que fale dos romances que Toscana gosta.
De modo que hoy escribo esto sentado frente a una ventana que da al parque de Flamengo.
Las universidades de Brasil están en paro desde hace algunos meses; pero cuando se habló con el comité de huelga, “el señor viene de México y va a hablar de literatura”, las puertas se abrieron.
Brasil debe ser hoy el lugar más interesante, bullente y vivo del mundo. Profesores brasileños han dejado sus cátedras en países oxidados del primer mundo para volver a su país, pues se percibe que algo grande se está cocinando y no se lo quieren perder.
El entusiasmo e interés del público que asiste a los teatros no lo he visto en otras ciudades tradicionalmente teatrales, como París o Nueva York. Ahora Río y Sao Paulo son esos lugares donde si puedo hacerla ahí, puedo hacerla en cualquier parte.
Gran mentira que este sea un país de samba y futbol. Los brasileños tienen hambre de saber, tocar, probar, cuestionar, apreciar. Por eso se han volcado hacia las universidades, y la respuesta de éstas fue complicar el ingreso y la permanencia vía ataques al bolsillo.
Es una lástima que ahora Brasilia quiera gastarse una fortuna en promover a ignorantes que corren, brincan, forcejean, nadan y se equilibran en una barra; meterle una fortuna al futbol y las olimpiadas mientras deciden retirarle el apoyo a la educación.
Cualquier asalto que se haga a las universidades por parte del Estado no es una mera insensatez del gobierno. Es un crimen contra la humanidad.

viernes, 10 de agosto de 2012

Mozart y el ruido


Una de las muertes más romantizadas del arte es la de Mozart. Porque era un genio, porque era joven y porque se dice que acabó en una fosa común. Esto último lo ha convertido en el arquetipo del artista pobre, si bien aquí hay una dosis de leyenda.
Mozart terminó en algo que pudiéramos llamar tumba compartida, con otras cuatro o cinco personas. Cosa normal incluso en nuestros días, pues la mayor parte de la gente acaba en sepulcros ya ocupados por otros esqueletos.
Sin embargo, lo que ahora traigo en la cabeza no es su morada de muerto sino de vivo.
El último departamento que habitó Mozart, se ubicaba en la Rauhensteingasse, en el mero centro de Viena. Ya no existe, pero tuvo alrededor de 150 metros cuadrados. Busqué pisos equivalentes en esa zona, y la renta promedio es de 2,800 euros al mes, o sea, unos 46 mil pesos. El precio de venta se acerca a los 30 millones de pesos.
Sé que los bienes raíces no son comparables de modo directo, pero en cualquier momento de la historia, habitar un céntrico piso de Viena es señal de que no se vive en la miseria.
No me hubiese gustado ser su vecino. Podré admirar su música, pero escuchar sonsonetes y vibraciones tras las paredes dista mucho del placer de la música de cámara. Lo sé bien.
En términos sonoros, el mejor vecino es un escritor, pues nadie ama tanto el silencio y se dedica a una actividad tan silenciosa. ¿Qué batahola puede provocar con arrastrar la pluma, rasgar un papel, digitar un teclado? Y nadie sufre tanto por el ruido. Ahí está el cuento de Chéjov sobre un escritor que necesita silencio. Se titula “¡Chist!” o, al menos, así se tradujo.
Este es para mí un tema recurrente. El ruido. ¿Por qué nuestra sociedad está enamorada de él?
Los teléfonos pitan cada vez que oprimimos una tecla; la gente habla como si no confiara en el aparato sino en el volumen de su voz. La computadora dispara un sonido cada vez que abrimos o cerramos un programa, cometemos un error, y no sé cuántas alarmas más. Para trabajar en silencio, tuve que desactivarle más de sesenta sonidos. Los juguetes de los niños son un suplicio sonoro. ¿Y luego por qué hablan siempre con gritos? Se abren y cierran puertas con traqueteo de más.
Las cámaras digitales reproducen el rumor del movimiento del rollo. Algunos lectores de libros electrónicos incluyen un sonido de cambio de página. ¿La risa tiene que ser algo tan estrepitoso? ¿Por qué las damas confunden sus tacones con tambores?
En la escala de Toskanski, el sonido más desagradable es el ronquido; el más bello es el gemido de una mujer.
Cuando comencé estas líneas, tenía idea de describir el modo como han vivido los artistas pobres. Pensé en Van Gogh. Ya quisiera cualquier mortal vivir en el sur de Francia, mantenido, bebiendo vino y comiendo foie gras; en los poetas románticos ingleses, que habitaban lo que hoy son lujosas casas de campo; en Dostoievski que, pobre pobre, se la pasó viajando y apostando.
Pero se me metió en los oídos y en el hígado el sonsonete de mi vecino, que se esmera día y noche en dominar la guitarra; su voz que adelgaza para cantar como solterona católica; y terminé otra vez hablando de ese fenómeno vibratorio que un día me mandará al asilo de trastornados. Mientras que el resto del mundo seguirá cultivándolo, adorándolo, procurándolo y subiéndolo de volumen. No vaya a ser que en un momento de silencio les diera por pensar.