viernes, 2 de noviembre de 2012

Lamentación de octubre


Con frecuencia les cae una pregunta a los lectores: si tuvieras que pasar largo tiempo en una isla desierta, ¿qué libro te llevarías? Es un mero ejercicio de selección de libros, pues nadie se ve a sí mismo en esa situación robinsoncrusoesca. Y no vale decir que se llevarían uno de esos lectores electrónicos, ya que no funcionan con baterías solares.
Hay, sí, muchos que se vieron sometidos a una situación similar; no en una isla sino en alguna prisión. Millones de hombres que fueron a Siberia tuvieron permiso de poseer sólo un libro: el Nuevo Testamento.
Me espanta pensar en la situación. ¿Cuántas veces lo habrán leído quienes estuvieron allá cinco, diez, veinte años o más? ¿Acaso llegaban a memorizarlo? Dostoievski pasó cuatro años con esa Biblia mocha.
A la tal pregunta, yo siempre respondo del mismo modo: Don Quijote. Además de ser mi preferido, es un libro gordo. Por mucho que me gustara Pedro Páramo, me parecerían pocas páginas para mi aventura solitaria en medio del mar.
Y sin embargo, en una isla, en Siberia o en cualquier situación que impidiera el acceso a los libros, me recriminaría el no haber memorizado más poesía. Me sé unas pocas del tesoro del declamador, y un puñado de las más contemporáneas.
Es que la memoria no da para tanto, me justificaría. Pero luego vendría mi conciencia a reclamarme: ¿Ah, no? ¿Y cómo es que de José José, José Alfredo, Roberto Carlos, Los Beatles… y otros muchos te has de saber quinientas o mil canciones?
Es verdad, bajaría la cabeza, avergonzado ante mí mismo. La memoria da para mucho, pero la usé en fruslerías.
Una de mis anécdotas preferidas sobre la capacidad de recordar la cuenta George Steiner. Él habla de un judío en el campo de concentración de Birkenau que tenía una memoria toratalmúdica y dice a su gente: “Si necesitan consultar algo, consúltenlo conmigo; abran el libro que está dentro de mí”. Me gusta, pero mi predilecta es otra venida del mismo Steiner:
En el congreso soviético de escritores de 1937, las autoridades han amenazado a Boris Pasternak. “Si hablas, te vamos a arrestar; si no hablas, también, por insubordinación irónica”. Durante tres días se escuchan apologías a Stalin. Al final, los colegas piden a Pasternak que hable. “De cualquier modo te van a arrestar, así que di algo para que el resto de nosotros se lleve algo en el corazón”. Pasternak se puso de pie. Hubo expectativa. En medio de un silencio expectante, el poeta ruso dijo sólo una palabra: “Treinta”.
Dos mil personas en el foro entendieron y se pusieron de pie. Comenzaron todos a recitar el soneto 30 de Shakespeare, I summon up remembrance of things past, en la traducción al ruso hecha por el propio Pasternak. Un soneto que habla de la memoria, un acontecimiento que demostró la importancia de la memoria.
“Somos lo que recordamos”, dice Steiner. “Lo que llevas por dentro, nadie te lo puede quitar”. Y a Pasternak no lo arrestaron.
A veces estoy sin libro en una isla desierta: un embotellamiento, la peluquería, una sala de espera, una fila en el banco… Caramba. Si desde niño me hubiese aprendido un poema a la semana, ahora me sabría dos mil. Suficiente para leerme y releerme esa antología personal de aquí hasta la eternidad.
Pero la vida está pasando y ya no es hora de aprender.

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