viernes, 27 de febrero de 2015

El lector al que no le gustaba leer


Se cuenta que un estadístico es aquel que si le pones la cabeza en fuego y los pies en hielo dice: “En promedio me siento bien”. Según las estadísticas, la economía de México no anda mal, pues tenemos un ingreso per cápita bastante aceptable. En promedio. Por eso hasta nos invitan a participar en los foros y grupos de los países adinerados.

Del mismo modo, como resultado de una estadística se diría que yo detesto los libros, pues apenas tengo capacidad para amar un pequeñísimo porcentaje de lo que se publica. Hay en cambio millones de títulos que puedo despreciar sin siquiera conocerlos. Entonces en mi tumba alguien podrá decir que dediqué buena parte de mi vida a leer, y sin embargo odiaba los libros. Y estadísticamente tendría razón.

Antes que ser un lector promiscuo, suelo ser endogámico. Me siento a gusto solo con cierta literatura, con ciertos autores. Prefiero releer que aventurarme. Si alguien me recomienda un libro de historia, actúo como madre del siglo pasado: investigo quién es el tal historiador, cuáles son sus antecedentes y si, académicamente hablando, viene de buenas familias. Acepto consejos y recomendaciones, pero no de cualquiera.

Además, confío ciegamente en mis prejuicios. Jamás he leído un libro de Paulo Coelho y no pienso hacerlo. Nunca he leído uno de vampiros y les saco la vuelta sin necesidad de siquiera enterarme de los comentarios de la contraportada. No me hace falta leer ninguna novela en cuya portada aparezca un galán descamisado. Mucho menos la de una estrella de televisión convertida en novelista. No me importa lo que digan el New York Times o Amazon o cualquiera que maneje listas de bestsellers, jamás he leído un libro que ocupe el primer lugar en ventas. Tampoco quiero conocer lo que escribe la última deidad de la novela policiaca.

Aquí el prejuicio equivale al instinto de supervivencia, pues evita desperdiciar horas y vida y dinero. Si algo huele mal, es mejor evitarlo, y hay libros que apestan. Por eso se llenan de moscas. Desde la portada parecen decir “no me leas”. Quizás esté mal criticar a una persona que no conozco, pero por suerte sí puedo despreciar un libro que ignoro. No he leído El código Da Vinci ni las Cincuenta sombras de Grey ni El alquimista. Y sin embargo tengo una opinión sobre ellos. No es que diga simplemente que no me interesan, es que tengo la certeza de que son magnos bodrios y hasta podría respaldar mis comentarios con argumentos.

Lástima que Milenio sea un periódico serio. De lo contrario les pediría que me dieran una columna semanal para poder reseñar libros que no he leído y criticar películas que nunca veré. Ya se sabe que algunos reseñistas lo hacen. Pero suelen esforzarse por aparentar que sí leyeron el libro. Yo evitaría el esfuerzo. Escribiría lleno de prejuicios, con desconocimiento de las cosas, generalizando, mintiendo y, sin embargo, en la mayor parte de las ocasiones mis juicios serían certeros.

sábado, 21 de febrero de 2015

Apariciones librescas

Los libros se agazapan en la memoria y en momentos oportunos o impropios suelen aparecerse aunque no hagamos un esfuerzo por invocarlos.

El libro Loquitas pintadas, de Ignacio Trejo Fuentes, incluye una crónica en la que a un hombre se le atora una espina de pescado. Corre adonde está su mujer y muere en sus brazos. Desde que la leí, hará cosa de veinte años, nunca he vuelto a comer pescado sin acordarme de la dicha crónica. Ahora como pescado con una precaución y un temor que otrora no tuve.

Por mera conexión parolista, ponerle mermelada a un pan o a una crepa se ha vuelto una experiencia dostoievskiana, pues invariablemente invoco al trágico Semion Zajarovich Marmeladov, que habría de morir tras ser atropellado por un coche de caballos, y a su lastimosa mujer, Sofía Semionovna Marmeladova, a quien recuerdo sobre todo en la escena en que pone a bailar a sus niños para que les den una moneda. Dado que bailan “Mambrú se fue a la guerra”, también pienso en ella cada vez que alguien mienta la canción.

Sancho Panza me viene con mucha frecuencia por sus múltiples proverbios y su sabiduría rústica. También pienso en él cada vez que me inquietan ciertos asuntos gástricos que prefiero no mencionar. La semana pasada estaba preparando un conejo. Cuando le corté la cabeza me vino la imprecación del buen Sancho: “La cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás”. Y, por supuesto, siempre que como con hambre me digo sanchescamente que el hambre es la mejor salsa.

Sin salirme del libro de Cervantes, hace poco comí un insufrible bacalao, y recordé ese “mal remojado y peor cocido bacalao” que le sirvieron a don Quijote en la venta que él creyó que era castillo, de donde también saqué que “la ternera es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón”.

Ciertas conexiones son más obvias e inevitables: como comer una magdalena y pensar en Proust. Esto lo hace incluso cierta gente que no ha leído En busca del tiempo perdido. Lo curioso es que, mientras la magdalena le traía recuerdos a Proust, a nosotros la magdalena nos recuerda a Proust, pues para un mexicano remojar una magdalena nada tiene que ver con la infancia, sino con Proust.

Cuando tengo el estómago vacío al punto de no tener otro deseo que comer, me surgen esas palabras en el evangelio de Mateo que son bellas por ingenuas: “Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre”.

Si me sirven un caldo donde flotan carnosidades no identificadas pienso en Crónica de una muerte anunciada. No sé si exista la sopa de crestas de gallo, pero yo sueño con comerme una.

Nunca me han gustado las manzanas porque no me gusta el ruido, pero cuando escucho a alguien comerse una, no pienso en Adán y Eva sino a la que se le incrustó a Gregorio Samsa en el costado y acabó por matarlo.

Imposible abarcar en el espacio de esta columna las incontables formas en que se aparecen los libros en la vida cotidiana. Apenas comenté algunas que surgen por motivos gastronómicos. Mas lo cierto es que los libros se manifiestan en la mesa, en la cama, en la calle, en la cantina y en todas partes. Y sea donde sea, sea como sea, son bienvenidos.

viernes, 13 de febrero de 2015

Realidad y ficción


Ahora que aparecieron los cadáveres en el crematorio que no cremaba, volví a escuchar aquella frase de que la realidad supera la ficción. Y lo cierto es que se dice y se escucha con mucha frecuencia, pues cada semana amanecemos con alguna nueva noticia sobre otra maquinación original o perversa o sorprendente o las tres cosas de esa gente que se mueve más allá de la ley.

Entre las más memorables está aquella del fiscal Pablo Chapa Bezanilla en la que mandó enterrar unos restos mortales en la finca El Encanto, propiedad de Raúl Salinas de Gortari, para endilgarle el crimen del diputado Manuel Muñoz Rocha. Entonces la vidente Francisca Zetina, alias “La Paca”, señaló con el dedo el lugar justo en que los huesos estaban enterrados. Perfecto. Caso resuelto. Solo por un momento.

Cuando el asesinato de Colosio, hubo suficientes pruebas para demostrar una acción concertada, y a la vuelta de unas semanas hubo también suficientes pruebas para demostrar que todo había sido planeado y ejecutado por cabeza y cuerpo de un asesino solitario.
Desde entonces y dendenantes estamos más que acostumbrados a esas realidades que superan la ficción o ficciones que se nos presentan como realidades.

Entre muchos otros están los casos del cardenal Posadas Ocampo, el de la niña perdida que luego apareció muerta entre las sábanas, el famoso embrollo de la francesa Cassez, el pozolero y, por supuesto, el de los normalistas de Guerrero.

También hay hechos extraordinarios que luego se vuelven lugar común, como la aparición de ahorcados en puentes.

¿Por qué estos eventos parecen superar a los escritores de novelas? Muy sencillo: para empezar, por razones de volumen. En México habrá dos o tres centenares de escritores, pero tenemos millones de personas que están tramando cómo delinquir. Además, es cuestión de alicientes. El escritor aspira a una edición de tres mil ejemplares, el malhechor suele perseguir varios millones de pesos o de dólares.

También resulta que al escritor se le considera una conciencia de sus días, de modo que se ve impelido a defender ciertas causas nobles. Por eso el gremio condena al ostracismo al escritor que plagia o al que se acerca más de la cuenta al poder o al que se calla cuando hace falta denunciar. Y siempre habrá desconfianza delante de los escritores funcionarios, pues no todos han salido de esa prueba con las manos limpias.

Pero hay otro impedimento aún más importante por el que el escritor se ve superado por la realidad.

Un alto funcionario dice que él no tiene cuentas en Suiza. Un líder sindical dice que él no se beneficia de la ordeña de petróleo. Una primera dama dice que compra mansiones con el fruto de su trabajo. Un gobernador dice que no tiene propiedades ni en Texas ni en California ni en Florida.


Como se ve, en el mundo real no importa la flagrante mentira. En cambio a una novela se le exige verosimilitud.

sábado, 7 de febrero de 2015

Libros gordos


Cualquiera sabe distinguir entre una novela corta y una larga, aunque nadie sepa decir dónde está la frontera entre las dos. La cantidad de páginas no siempre es un buen indicio, pues hay ediciones de letra pequeña y tupida, así como otras que agrandan la tipografía, aumentan la distancia entre líneas y reducen los márgenes para dar la fantasía de mayor contenido y así poder cobrar más caro el libro.

Soy un lector lento, entonces miro con recelo las novelas extensas. A veces leo diez páginas con cronómetro, calculo el tiempo promedio por página y lo multiplico por el total para saber cuánto tiempo voy a invertir en la lectura. El resultado es una mera escala de magnitud, pero no una buena aproximación, pues si la lectura me interesa me ocuparé también en subrayar, reflexionar, hacer apuntes y releer algunos fragmentos.

Tengo un audiolibro en inglés de Los hermanos Karamazov. El tiempo total de lectura es de treinta horas con treintaiocho minutos. Otro también en inglés de la Biblia del rey Jacobo. Ahí la duración es de casi setenta y dos horas.

Son libros largos, pero nótese que el clásico de Dostoievski reclama mucho menos tiempo que una telenovela, va sin comerciales y se deja leer a la hora y en el lugar que uno prefiera. Por su parte, la Biblia puede leerse en lo que duran doscientos veinte rosarios, y quizás Dios lo agradezca mejor que la repetición de letanías.

El joven puede despilfarrar el tiempo como el rico hace con el dinero; pero entre más edad se tiene más se vuelve uno tacaño con los minutos y las horas y los días. En mis años mozos me entusiasmaba cuando el locutor de radio decía que pondría al aire la versión completa de “In–a–gadda–da–vida” y más de la mitad del placer de escucharla estaba precisamente en que me haría perder diecisiete minutos sin pena ni gloria. Hoy me parece un dispendio. Hoy miro con cada vez más recelo los libros gordos.

Casi todas las novelas extensas contemporáneas que han caído recientemente en mis manos las abandono luego de cincuenta o cien páginas, pues para atrapar al lector los autores no confían en la prosa o los personajes o las sorpresas estéticas o la inteligencia o la variación de juegos o la sutil filosofía o una extraña mayéutica, sino simple y llanamente en el argumento. Como no soy lector de tramas sino de literatura, termino por aburrirme cuando la novedad de las primeras páginas se vuelve repetición. En cambio Don Quijote tiene poco argumento. No es sino una sucesión de aventuras, pero cada una es un juego nuevo y fascinante. Tal como algunas piezas clásicas duran más de diecisiete minutos, pero no se basan en el mismo sonsonete, salvo en casos como el insufrible Bolero de Ravel o La cabalgata de las valquirias.

Vargas Llosa suele decir que las grandes novelas son novelas grandes. Y entonces puedo responder con la obviedad de que Pedro Páramo o El extranjero o La metamorfosis o La risa roja o El viejo y el mar y tantas otras son también maravillosas. Pero el Nobel peruano tiene razón, pues cuando la prosa se sostiene fuerte y sana durante cientos y cientos de páginas, queda la sensación de haber experimentado algo sublime, de haber vivido intensamente. Entonces yo haría una contracorriente de la consigna popular sobre la brevedad, para decir que, en casos de novela: “si lo bueno es extenso, dos veces bueno”.