viernes, 16 de noviembre de 2012

Bellas letras


De vez en vez aparece alguna ociosa convocatoria para elegir la palabra más bella del español. En algún lugar leí que era “cristal”, en otro, “Querétaro”, y cuando se abre la selección al público ignaro, suelen ganar palabras como “madre”, “cielo” o “vida” porque los votantes no piensan en la belleza de la palabra sino en el concepto.
¿Pero en qué consiste la beldad de una palabra? ¿En su mero sonido? ¿O también en su grafía?
Si se toma en cuenta el sonido, habrá que ver que las palabras no suenan igual si las pronuncia alguien con buena voz o un gangoso, una mujer sensual o un frío locutor, un cubano o un chileno.
En el segundo caso, no es lo mismo una palabra en Garamond que con artística caligrafía; no será igual con tinta negra que con algún tono amarillento.
Acaso puedo suponer que en cuanta encuesta se haga, nunca ganará un monosílabo, aunque algunos futboleros piensen que “gol” es la gran cosa, y los religiosos voten por “dios”. Tampoco ganaría un multisílabo, ni aunque votaran los desparangaricutirimicuarizadores.
Es difícil pensar en palabras bellas por sí mismas. Por lo general, la belleza se encuentra en la encadenación de varios vocablos.
Es más fácil pensar en palabras desagradables. Lo primero que viene a la mente son los nombres. Si una muchacha dice “Me llamo Ergastulondia”, la suma de esas trece letras se vuelve un tanto repulsiva. La palabra “estufa” no provoca ni atracción ni rechazo. Pero la cosa cambia si conocemos a una vecina que se llame Estufa Saldívar.
Si se trata de vocablos feos, hay que consultar a los médicos o anatomistas. Lo que podría ser una bella escena erótica en manos de un novelista, ellos la echarían a perder con términos como: glande, prepucio, epidídimo, uretra, vestíbulo vulvar. ¿Qué sería para ellos una situación amorosa sin mencionar las glándulas parauretrales de Skene?
Ahí donde mi pobre corazón sentía una pena muy grande, muy grande, para ellos sería cosa del endocardio, miocardio y pericardio. Allá donde el buen Gutierre de Cetina hablaba de los ojos claros, serenos, de un dulce mirar, el oculista vería retinas, escleróticas y humores acuosos.
Quizás el peor nombre de un fragmento del cuerpo lo tengan las trompas de Falopio. Con tantos anatomistas italianos de apellidos más agraciados, tuvo que ser el buen Gabriel Falopio quien las bautizó. Si un tal doctor Rossi se le hubiese adelantado y hubiese cambiando la trompa por un sinónimo, hoy se les podría conocer como los conductos de Rossi o los rossiductos.
En fin, mejor que los literatos no pierdan el tiempo con las palabras bellas así como los músicos no se preguntan si hay una nota más hermosa que otra. Podrá haber quien tenga colores favoritos, pero no es tema para los pintores.
En el mundo de las palabras, no existe la belleza aislada, pero sí la fealdad. Ningún hombre ha conquistado una mujer pronunciando palabras supuestamente bellas de manera reiterada y desconectada; así sean “flor” o “anillo” o “boda”. En cambio se me ocurren muchas del lado antiestético que por sí solas enfrían, apagan o matan una relación.
La belleza necesita al menos un verso; la fealdad sabe andar sola.

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