viernes, 25 de mayo de 2012

El hereje


Quizá sea correcto que un profesor de literatura hable bien de autores disímbolos y aprecie a todos los clásicos. A fin de cuentas, ha de abarcar amplios mundos y tal vez no sea su papel influir en el gusto de los alumnos, sino abrirles puertas al variado mundo de las letras.

Cuando un escritor hace lo mismo, cuando se expresa con igual entusiasmo de Borges o Rulfo, de Tolstoi o Dostoievski, de García Márquez o Vargas Llosa, entonces percibo algo falso en él, o peor aún, algo tibio.
Hace unos días me escribió un escritor alemán. “Estuve leyendo a Borges”, me dijo. “¿Qué le ven los latinoamericanos a este escritor sin alma?”. Mi respuesta fue poco ilustradora: “No lo sé”, le dije, “jamás me he conmovido un ápice cuando lo leo”.

Un amigo que conoce mi distancia con Borges me regaló un libro: El antiborges. Me quedé en la página siete. ¿Por qué un ateo necesitaría un libro que argumenta a favor del ateísmo?

Los dioses están para las masas. Los escritores podemos amar a los profetas, a los pecadores, a los parias. Hemos de ser radicales, extremistas. Irreverentes.

El crítico debe ser amplio de miras. El escritor ha de ser estrecho. El crítico sabe que todo cabe en una novela; el escritor se anda con mandamientos, con un credo. Un credo personal, claro está, no venido de las alturas.
¿Que si soy un admirador de Rulfo? Sí, lo soy. Y sin embargo hay cuentos de Jesús Gardea o de Eduardo Antonio Parra que me gustan más que cualquiera de El llano en llamas. Decir esto es una herejía, ¿pero qué le vamos a hacer?
Wagner es un gran músico; eso es indiscutible. A mí me aburre. Apenas voy en sus oberturas cuando digo “ya basta”. El sonsonete de las valquirias viene una y otra vez, como si no lo hubiésemos entendido en la primera oportunidad, como si el mero aumento de volumen le diera otro significado.

Mil veces prefiero alzar mi copa mientras canto Libiamo, libiamo ne’ lieti calici che la bellezza infiora. Con Verdi puedo celebrar que estoy vivo. Más aún con Rossini. Con Wagner me siento en una interminable misa sin fe.Tolstoi escribió una especie de Antiwagner. Ese sí lo leí entero y lo gocé.

Pero aunque disfruto leyendo a Tolstoi, me parece un autor bastante inferior a Dostoievski. El propio Isaac Bashevis Singer le lanza un reclamo. “A mí qué me importan los detalles del vestido de Anna Karenina. ¿Por qué no me hablas de su vida sexual?”.

Es larga la lista de dioses a los que no les rezo; también la de olvidados pecadores que amo. Y es que ¿de qué va a escribir un escritor que no sea un hereje? La literatura está llena de ejemplos. Libros tibios. Correctos. Inofensivos. Policiacos.

Pero no nos equivoquemos. No estoy tratando de demeritar a algunos escritores o músicos. Estoy hablando de que cuando se pasea por el Olimpo, y sólo por el Olimpo, se tiene el derecho de poner cerebro y corazón donde se sientan emocionados, conmovidos, seducidos, irritados, exaltados, iracundos. Esto no es una burda cuestión de gustos mal labrados. Quien diga que prefiere a Paulo Coelho por sobre García Márquez es un redomado imbécil sin importar el cristal con que se mire.

viernes, 18 de mayo de 2012

Fuentes y Napoleón


Leí un periódico del día en que nació Carlos Fuentes. Habían coronado a Hirohito. Se conmemoraban diez años del fin de la Primera Guerra Mundial, que entonces se llamaba la Gran Guerra. Portes Gil estaba próximo a asumir interinamente la presidencia y se preparaba un homenaje para el mandatario saliente: Plutarco Elías Calles. León Toral y la madre Conchita estaban en la cárcel por el reciente asesinato de Obregón. También se daba cuenta del retorno al país de José Vasconcelos como candidato de oposición a la presidencia, en unas elecciones que resultarían fraudulentas y llevarían a Pascual Ortiz Rubio a la silla del águila.
En las páginas de cultura se celebraba la aparición de sendos libros de Henry Bordeaux, Tristan Bernard, Philippe Soupault.
Quizá lo único que anunciaba la llegada al mundo de Carlos Fuentes eran dos anuncios. Uno de Remington, “La mejor máquina de escribir que el mundo produce”, y otro de Smith Premier “de construcción sencilla, maciza y fuerte… construida para que funcione sin esfuerzo, reduce la fatiga producida por un largo día de trabajo, es la más suave, la más veloz”.
No sé si eran tan maravillosas como decía su publicidad. Lo que sí sabemos es que Carlos Fuentes se convirtió en el mejor y más fiel usuario de máquinas de escribir. Sus índices chuecos eran la cicatriz de sus batallas con las palabras.
Yo estaba en un bar de Bastia, en la isla de Córcega, cuando me llegó la noticia. Carlos Fuentes est mort, me susurró alguien. Sí, le dije, ayer fue García Márquez y mañana será Vargas Llosa. Seguí bebiendo como si nada, aunque me quedé pensando en la muerte.
Se confirmó la muerte de Fuentes cuando ya estábamos algo ebrios. Alguien se puso de pie y dijo de memoria: “¡Oh derrota mía, mi derrota, que a nadie sabría comunicar, que me coloca de cara frente a los dioses que no me dispensaron su piedad, que me hicieron apurarla hasta el fin para saber de mí y de mis semejantes! ¡Oh, faz de mi derrota, faz inaguantable de oro sangrante y tierra seca, faz de música rajada y colores turbios!”.
Esa noche bajó de las montañas un viento de cien kilómetros por hora. La marcha por la ciudad fue la de un cortejo fúnebre. Lentos, encorvados, sin hablar. Nos paramos frente a la estatua de Napoleón. Ahí, vaya uno a saber la razón, recordé las palabras que Emmanuel Carballo pronunció hace catorce años. “El rey ha muerto,” dijo en aquel entonces. “Viva el rey, que es Carlos Fuentes”.
“Tuna incandescente”, alcé una copa invisible. “Águila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer”.
¿Al hotel?, sugirió alguien. La respuesta fue un rotundo no. Esa noche había muerto un novelista, un fabulador, un palabrista. Allá en México y ahí mismo, en Bastia y dondequiera que exista un abecedario. Nos habíamos quedado sin vino. A como diera lugar, teníamos que encontrar una botella, así hubiera que romper el cristal de una tienda. Dirigirnos a aquella casona antigua donde Victor Hugo pasó su infancia. Brindar por Fuentes.
Más viento, polvo, polen en el aire. Uno del grupo dijo que no podía respirar. Se asfixiaba. Qué le vamos a hacer, dijimos. Y seguimos buscando la botella de vino.

viernes, 11 de mayo de 2012

La ignorancia está a la derecha


Hace unos meses apareció un informe científico con el siguiente resultado: las personas con ideas de izquierda son más inteligentes que las de derechas. Agradezco al departamento de sicología de la Universidad de Brock el esmero estadístico para estudiar el tema, pero no revelaron nada nuevo.
La revista Time fue de extrema derecha, y sin embargo contrataba mayormente escritores de izquierda. Cuando se le cuestionó el porqué a su fundador, Henry Luce, su respuesta fue rotunda: “Los malditos republicanos no saben escribir”.
La iglesia católica, una institución marcadamente de derechas, ha basado gran parte de su hegemonía en la ignorancia de los fieles. Por eso lucharon contra la lectura de la Biblia y mandaron a la hoguera a sus primeros traductores. Hoy siguen abanderando prejuicios que a cualquier juicio crítico le parecen estúpidos.
La izquierda tiene argumentos para creer en lo que cree; la derecha tiene vacíos en los que acepta lo que cree.
Estas diferencias son muy claras en los Estados Unidos. El discurso de un republicano equivale a una retahíla de tonterías. Allá se tiene muy claro que la costa este y la oeste tienen un mayor nivel de educación, y en éstas se vota por los demócratas. El centro es un nido de oscurantismo, y ahí el voto es republicano. Allá la oferta de televisoras es variada y ninguna oculta su orientación, sea al centro, a la tibia izquierda o a la extrema derecha.
En buena parte de Europa se entienden bien las diferencias entre izquierda y derecha. Pero en México la cosa es difusa. Tenemos un partido claro de derechas, otro de izquierdas y uno más al que le gusta campechanear. ¿Cómo distinguirlos si durante las campañas su discurso es prácticamente el mismo? Un discurso de izquierdas, claro, pues en un país de pobres sólo la izquierda podría ganar.
Los tres van a abatir la pobreza, ningún niño sufrirá hambre, habrá atención médica y escuela para todos, universidad para todos, impuestos a los ricos, ningún privilegio a los poderosos, apoyos para el campo, autosuficiencia alimentaria, seguro de desempleo y dignas pensiones para los jubilados. Caramels, bonbons et chocolats.
En nuestro país también existe alguna segmentación. Por ejemplo: se sabe que la Ciudad de México es más inteligente que la de Monterrey. No es de extrañar que la capital sea de izquierdas mientras que mi ciudad norteña sea de derechas. Y no es que los regiomontanos le den su voto a la derecha por convicción, sino por un miedo irracional a la otra alternativa. No distinguen entre izquierda y comunismo, entre izquierda y dictadura.
La derecha es asustadiza, tiene enemigos imaginarios, cree en el coco y es fácil sacar provecho de esta debilidad.
El detalle es que nuestro país vive con la paradoja del pobre ignorante. O sea, buena parte de nuestra población es pobre, por lo tanto le convendría votar la izquierda; pero a la vez es ignorante, así que bien puede inclinarse hacia la derecha. Aquí es donde entran las campañas, no como discurso de ideas, sino como concursos de simpatía; aquí es donde la televisión puede influir decisivamente en las preferencias de la gente.
Es verdad que dos cabezas piensan más que una; pero millones de cabezas ya no saben pensar por sí mismas.

viernes, 4 de mayo de 2012

Desaprender

Se supone que el mundo avanza. La ciencia descubre cosas. Sabemos más de lo que se sabía antes. O tal vez no. Quizás hemos aprendido cosas a cambio de desaprender muchas otras.
Dependiendo del tema o la situación, al conversar con un maestro de secundaria del siglo XIX, podríamos apabullarlo con nuestros conocimientos, o bien, él podría hacernos sentir que somos unos idiotas.
La Nasa habrá llegado muy lejos, pero ¿cuánta gente medianamente educada sabe hoy señalar las constelaciones? ¿Podemos decir sin titubear cuándo la Luna está creciente o menguante?
Si por un lado los diccionarios han de actualizarse con neologismos, también terminan por eliminar una serie de voces que han caído en desuso. No sé cómo vendrá el nuevo diccionario de la RAE, pero recuerdo que la edición del 2001 eliminó alrededor de 6 mil voces con respecto a la anterior. Y yo me pregunto si no son precisamente esas 6 mil voces las que más pudieran interesarnos a quienes tenemos afición por leer textos antiguos en español.
Hace poco me topé con esta antigua expresión: “Sin decir oxte ni moxte” que creo equivale a nuestro actual “Sin decir agua va”. Para salir de dudas, consulté el DRAE y me encuentro con que planean desaparecer “moxte” en la siguiente edición.
Hoy sabemos treparnos a un coche, meterle la llave a la ignición y conducir por las calles transitadas. En cambio, muchos ya no sabemos ensillar un caballo, ni montarlo como se debe.
Si hoy naciera un genio de la arquitectura y quisiera construir la más bella de las iglesias, habría que decirle que ya los artesanos no saben hacer lo que sabían; que se conforme con un diseño cuadrado, planchas de concreto y estatuillas hechas en China. ¿O por qué será que entre más mano le meten los contemporáneos a la Sagrada Familia de Barcelona, más fea la dejan?
¿Qué haría un papa contemporáneo si apenas hoy surgiera la idea de decorar la capilla Sixtina?
Cuando camino por las calles del viejo Monterrey, me topo con casas que se construyeron a finales del siglo XIX o principios del XX. En su sencillez, todas muestran un gusto por las proporciones, los detalles, la selección de materiales. No son casas diseñadas por arquitectos, sino por amas de casa, maistros, oficinistas de medio pelo.
¿Por qué todas esas casas antiguas son bellas? ¿Por qué ahora esa misma gente levanta casas espantosas? ¿Qué desaprendimos acerca de la belleza?
¿Por qué patanes con dinero pagan millones por una mamarrachada de Andy Warhol? ¿Qué hubiesen pensado los Medici?
Con tantos miles de títulos que se publican cada año, resulta que el precio de conocer la literatura contemporánea es descuidar a los clásicos. ¿Por qué diablos alguien que no ha leído Don Quijote querría leer la última novedad?
Tengo que sentir agradecimiento hacia aquellos lectores que van a la librería y salen con alguna novela del Toscana. Pero también me veo obligado a recordarles que mis libros suelen estar entre los de Tolstoi y Turgueniev. De todas todas, yo elegiría a mis vecinos.
Es un hecho que como lectores nos estamos desclasicando, del verbo desclasicar, palabra que tal vez un día aparezca en el DRAE, y a cambio otra tendrá que morir.