jueves, 28 de marzo de 2013

Valiente mundo nuevo


“Los Trotta no eran de antiguo linaje. El fundador de la dinastía había obtenido el título de noble después de la batalla de Solferino.” Así comienza Joseph Roth su novela La marcha de Radetzky.
Más allá de su importancia militar, la batalla de Solferino pasó a la historia como la última en que los jefes de Estado beligerantes estuvieron en el campo de batalla dirigiendo sus tropas. Ahí estaban Francisco José I, Vittorio Emanuele II y Napoleón III.
Si retrocedemos en el tiempo veremos al primer Napoleón en Guerra y Paz encabezando su ejército en Rusia. Tolstói nos da una de las mejores escenas de la novela cuando, tras la batalla de Austerlitz, Nikolai Rostov encuentra a su zar Alejandro derrotado, desorientado, desamparado y no se atreve a hablarle.
Mucho más atrás está el relato de la batalla del puente Milvio en la que se enfrentaron dos emperadores romanos: Constantino I y Majencio. La victoria del primero y la muerte del otro en las aguas del Tíber marcarían el posterior establecimiento del cristianismo como la religión oficial del imperio romano.
Hurgando en la historia y la literatura del pasado hallaremos múltiples ocasiones en que los jefes máximos acompañaban a sus ejércitos. En México, incluso un hombre tildado por la historia de cobarde, como Antonio López de Santa Anna, dejaba la seguridad y los lujos de la presidencia para meterse entre balas y cañonazos. No perdió la pierna jugando a la matatena.
La marcha de Radetzky termina con el inicio de la Primera Guerra Mundial, una guerra con más sacrificio que heroísmo. Para entonces, ningún personaje de novela ni de la vida real mostraría la devoción que Rostov muestra por su zar. El sinsentido de esa guerra se expresaba con el canto emblemático de los ingleses: “Estamos aquí porque estamos aquí porque estamos aquí porque estamos aquí…”. No había razones de patria ni admiración por los líderes, sino algo emparentado con el absurdo. Entonces se escribieron novelas como Los generales mueren en la cama.
Los ejércitos continúan hoy haciendo juramento de lealtad a los jefes de Estado, aunque estos jefes puedan ser cobardillos que huyen al sonoro rugir del cañón; petimetres que evaden el servicio militar y luego firman edictos que sentencian a millones de personas a sufrir las calamidades de una guerra.
Estaríamos más cerca de evitar los conflictos bélicos si en alguna Convención de Ginebra se hubiese redactado el siguiente artículo: “Cualquier jefe de Estado que declare una guerra deberá acompañar a su ejército al país invadido durante la duración del conflicto.”
Alguien dirá que en el pasado remoto esto no ayudó a mantener la paz. Y ha de tener razón. Pero vivimos en el presente, y hoy las agallas están en vías de extinción. ¿Acaso en este departamento son comparables Napoleón con George W. Bush? ¿Los nobles difuntos del Titanic con los despavoridos paseantes del Costa Concordia? ¿Los mexicanos de 1910 con los de hoy? ¿Porfirio Díaz con Calderón? ¿Los gladiadores con los futbolistas? ¿Cervantes con el Toscana?
Esto último me convenció. Y quien se crea que los tiene bien puestos, lea Don Quijote y comprenda así la diferencia entre la valentía y la temeridad.

viernes, 22 de marzo de 2013

El peoresventas


Tengo un hermano que suele enviarme los peores regalos de cumpleaños y Navidad. Cuando recibo de su parte un paquete de Amazon, me comienzo a reír aún antes de ver el espantajo que contiene.
Este diciembre recibí My Beloved World, de Sonia Sotomayor. Y en distintas ocasiones me ha obsequiado Going Rouge, de Sarah Palin, así como Not Afraid of Life, de la adolescente hija de los Palin, y un libro de Ann Coulter, una mujer que solo entre los republicanos gringos pasa por intelectual.
Por obra y gracia de estos obsequios me hice de una basura del oportunismo editorial: Let’s Roll, de Lisa Beamer, una de las viudas de los pasajeros del avión que iba rumbo a la Casa Blanca, pero fue derribado antes por un caza de la fuerza aérea gringa.
Libros malísimos hay en cualquier parte, pero la gracia de estos es que mi hermano los elige entre los best sellers. Sobra decir que no he leído ninguno de sus regalitos y hasta vergüenza me da ponerlos en un librero, no sea que alguien me juzgue por ellos.
Como escritor, no tengo alma de best seller; eso lo saben mis editores. Como lector me pasa lo mismo. Soy worst sellero por ambos flancos, o peoresventas, para decirlo en español correcto.
Para comprobarlo, hoy revisé la lista de mejores ventas de Amazon. Entre los primeros cien, no encontré ninguno que me atrajera. Sería un tormento que me tiraran en una isla desierta con el Amazon Top 100.
¿En qué me habría convertido para cuando llegara un barco a rescatarme? Antes que nada en un charlatán de las dietas. Habría leído miles de páginas de remedios, recetas y consejos dirigidos a la gente que desea adelgazar sin dejar de tragar. Pero no solo eso: sabría prolongar la vida a través del estómago, así como embellecer la piel, mejorar la memoria, engendrar bebés más sanos y otras monadas.
Me transformaría en un triunfador, pues encontraría la libertad personal, dejaría de ser quien me obligan a ser para poder ser yo mismo, conocería el valor de ser vulnerable, aprendería las reglas para ganar en el mundo real, le soltaría las riendas a mi alma, conocería los secretos de las familias felices, comprendería el poder de los hábitos, en especial los siete hábitos de la gente altamente efectiva.
Con suerte también me convertiría en un buen creyente. Sin necesidad de un libro sagrado, tendría varias waltdisneyzaciones de la Biblia. Me construiría una fe a prueba de infieles. Escucharía el llamado de Jesús. Disiparía todas mis dudas, pues al fin se tiene la prueba contundente de la existencia del cielo: el viaje de un neurocirujano al más allá. ¿Quién necesita a Dante?
Ya en ese estado de beatitud, me daría miedo asomarme a las novelas llenas de princesas mecánicas, infiernos, espadachines, muertos vivientes, dragones, guerra de zombies y hermandades del puñal negro. Caramba. ¿De veras voy a tener que leer las Sombras de Grey? No, por favor.
Al final, en la soledad de mi isla, preferiría los libros de dietas porque suelen tener en la portada mujeres bonitas. Utilizaría la mayoría para hacer fuego, aunque digan que los libros no deben quemarse.
Con el tiempo escribiría mi aventura en la isla, publicaría el libro y lo vería navegar en las listas de ventas, más o menos entre la posición quinientos mil y un millón.

viernes, 15 de marzo de 2013

Die preußische Schule


En el primer tercio del siglo XIX, el filósofo francés Victor Cousin viajó a Prusia para recolectar información sobre el entonces más exitoso sistema de educación primaria. De su visita salió un informe que habría de influir la escuela pública de muchos países. El propio Cousin escribió que la adopción del sistema prusiano representaría para Francia un mayor triunfo que las victorias napoleónicas en Austerlitz y Jena.
Ahora que soplan nuevos vientos en la SEP, no estaría mal que se le echara un vistazo a este reporte, y se le diera la categoría de un clásico, empezando por el objetivo que se le daba a la educación primaria: “Desarrollar las facultades del espíritu, la razón, los sentidos y la fuerza corporal”.
Los niños debían comenzar su educación a los cinco años. Por supuesto, se enseñaban las materias tradicionales: Lengua, Geografía, Historia, Matemáticas, Geometría. Se pone énfasis en el conocimiento de los clásicos literarios y desde muy temprano aparecen las clases de latín.
Con la herencia de Federico el Grande, los prusianos guardaban un sitio especial para las humanidades; en especial para la música. Su presencia en las escuelas tenía como objetivo “mejorar la voz de los niños, elevar sus mentes y corazones, perfeccionar y ennoblecer la música popular y religiosa”.
En la escuela yo llevé años de música que se limitaron a una mujer con acordeón que nos ponía a cantar. Jamás supe qué era un pentagrama, ignoramos las notas, no aprendí a vocalizar. En cambio, tengo aquí el extracto de un maestro prusiano:
“Habiendo dedicado el año anterior al tempo, tono y acústica, durante los últimos seis meses combinamos las tres ramas del arte de cantar… y las hemos practicado sobre todo con música vocal sagrada en un salmo de Schnabel, un coro de El Mesías de Händel, una misa de Hasslinger, y otra de Schiedermayer, un coro de La creación de Haydn, dos canciones de Von Weber…”. Caramba. Cómo me hubiera gustado tener ese maestro.
Cousin escribe en su informe: “Los estudios clásicos son, por mucho, los más importantes, pues su propósito es el conocimiento de la naturaleza humana… se estudian las lenguas y literaturas de las naciones que han dejado huellas indelebles de su paso por la tierra; también las fructíferas vicisitudes de la historia, que constantemente remodelan y mejoran la sociedad; y finalmente la filosofía”.
Remata con una advertencia: “Los estudios clásicos mantienen viva la tradición sagrada de la vida moral e intelectual de la raza humana. Recortar o debilitar dichos estudios sería un acto de barbarie, un crimen contra la verdad y la civilización, y hasta cierto punto un acto de traición contra toda la humanidad.”
Hay, por supuesto, ciertos elementos desechables en este sistema. Las clases de religión, por ejemplo, o la distinta orientación que se daba a las escuelas de mujeres; pero estos anacronismos son tan evidentes que es fácil ignorarlos y quedarse con lo valioso.
Lo verdaderamente rescatable de la educación prusiana es el espíritu de la misma, su propósito humanista. No se va a la escuela “para no morirse de hambre”, esa es una bajeza que le hemos adjudicado hoy al sistema educativo. Se asistía a la escuela, se cantaba, dibujaba, se aprendía a escribir con bella caligrafía, se leían los clásicos, se sumaba y restaba, dividía y multiplicaba, se dibujaban figuras geométricas y rostros y paisajes para convertirse en seres humanos.

viernes, 8 de marzo de 2013

Moda vivendis


Si decido llenar mi departamento con muebles viejos, eso está bien. Visito una serie de anticuarios, elijo entre vejestorios que no se consideren piezas únicas, pues están lejos de mi bolsillo, y listo. Ahora cualquier visitante me dice que vivo como antes de la guerra. Justo lo que necesita mi nostalgia.
Si confieso que no entiendo el arte moderno y prefiero visitar museos con lienzos de hace cien o quinientos años, me tildarán de conservador, pero algo hay de respetable en marcar un gusto.
Si prefiero los clásicos literarios a la literatura contemporánea, entonces soy un hombre sabio.
Ni se diga en arquitectura. Las casonas antiguas se plantan frente a calles y avenidas con una dignidad y belleza que no posee la arquitectura de hoy. Aunque los nazis destruyeron buena parte de Varsovia, tengo la suerte de vivir en un edificio de 1918 que sobrevivió de milagro. Los amigos me lo chulean, aunque tiene problemas de aislamiento y por las centenarias ventanas se mete el invierno.
En todo tenemos derecho a echar un vistazo al pasado, y se puede ganar en belleza y elegancia. Pero hay algo donde tradicionalmente se nos impone un gusto ajeno y novedoso: en la vestimenta.
A alguien le pueden gustar los muebles Luis XV, pero ay de él si sale a la calle vestido como cortesano de la época. Creo que las túnicas griegas eran cómodas, pero una cosa es leer a Aristóteles y otra es presentarse a dar un curso vestido a su manera.
Gente como Tolstói, que oponía resistencia a los modelos literarios franceses, y que al final prefirió el traje de campesino, nunca tuvo problemas para aceptar lo último de la moda en vestuario dentro de sus novelas. Sus personajes estaban siempre dispuestos a criticar a quien se pusiera un vestido o traje del año anterior. Guerra y paz y Anna Karenina son dignas de una pasarela.
En el caso de Dostoievski, él nos cuenta que Raskólnikov comete un error grave cuando se dirige a casa de la prestamista: usar un sombrero gastado y pasado de moda.
“Era el tal sombrero de copa alta, comprado en casa de Zimmerman, ya muy estropeado, raído, agujereado, muy cubierto de abolladuras y de manchas, sin alas: en una palabra, horrible.”
De hecho, cuando ya estaba muy pasada la moda del sombrero de copa, por alguna razón sentimental los diplomáticos continuaron utilizándolo. Por eso, en 1945 luce tan fuera de lugar el ministro de exteriores de Hirohito al firmar la rendición de Japón. Rodeado de militares y marineros, la pretendida dignidad de su vestimenta le inyectó un tono más humillante a la ceremonia.
Me puse a pensar en estas cosas porque ayer vi la lista de multimillonarios de Forbes y encontré algunos personajes de la moda. Normal, si tratamos de tener siempre lo último. Eso sin contar que ahora la ropa no está hecha para durar años, como el capote del personaje de Gógol, sino para lavar y tirar. Mis Levi’s solían durar años. Ahora a los pocos meses se rompen del encuarte. Eso también sin meterme en el asunto de que buena parte de los atavíos excesivamente caros se compra con dinero malhabido.
Los editores también tratan de establecer modas. Hay que leer la última novedad. También imprimen libros de menor calidad en contenido, con papel que se amarillenta a los dos meses y empastados que se deshojan. Pero cosa rara, a ninguno de ellos vi rozándose con nuestro buen Carlos Slim.

viernes, 1 de marzo de 2013

El arte de imaginar

Como los asistentes al cine tienen poca imaginación y casi nula inclinación artística, es necesario que el director y su equipo les digieran la mayor parte del espectáculo. Hoy día echan mano de afinados efectos especiales para que en la pantalla ocurra justo lo que debe ocurrir. Además, hay que tomar cuidado del elenco, pues si alguien decide hacer otra versión de Lolita, y para el papel principal contrata a una actriz afroamericana de cuarenta años y ochenta y ocho kilos, nadie va a morder el anzuelo.
La literatura ni siquiera se cuestiona estas cosas. Basta describir a un personaje en unas líneas para que el lector se haga una imagen. Si en una novela se dice “el edificio se derrumbó”, entonces el edificio se derrumba sin necesidad de cargas de dinamita o animaciones de computadora. Ah, benditas palabras.
En cuanto a su capacidad para imaginar y dejarse seducir por el arte, me gusta más el público del teatro. Ahí un telón de fondo mal pintado se vuelve perfectamente un bosque o una ciudad medieval. Los espectadores aceptan las reglas y la libertad del arte y miran hacia el escenario con la disposición de un niño.
Los que llevan esta actitud al extremo son los asistentes a la ópera. Serán muy exigentes en cuanto a las puestas en escena y las voces, pero ahí sí se acepta sin remilgos que una italiana de cincuenta años sea una quinceañera japonesa. El más feo de los tenores puede ser el galán y la robusta mujer un figurín.
Se acepta que Rigoletto proclame a gran voz su tragedia ante la hija muerta sin que nadie lo escuche, mientras a él llegan con claridad las notas de La donna è mobile que se cantan intramuros.
En la vida solemos silenciar o acaso susurrar la vergüenza y la culpa, pero tenores, sopranos, barítonos y demás han de proclamarlas a los cuatro vientos. Lo mismo ocurre con todos los secretos.
En la ópera, Cenicienta no tiene que ser la más bella de las hermanas, sino la que mejor canta. Los moribundos no se despiden con estertores, sino con arias intensas o dulces, así sean tuberculosos.
Se disfruta el absurdo de entonar con buen volumen canciones que precisamente llaman a guardar silencio. Ahí están los zitto y zitti. Se llega al clímax de lo irracional y del disfrute cuando el conde Almaviva y Rosina deben huir rápidamente por la escalera del balcón, pero no lo hacen porque pasan largo tiempo cantando que deben apresurarse en huir.
Algunos critican la ópera precisamente por esta incapacidad de acercarse a la vida real. Pero ahí lo que falla es la imaginación del que critica. La posibilidad de ver lo que no es, de crear y recrear en la mente es don de los niños, y la mayoría lo va perdiendo con la edad. Con el paso de los años vamos endiosando algo que llamamos realidad aunque siempre sea esquiva, y desechamos la fantasía aunque esté al alcance de la mano. Y luego nos preguntamos por qué los niños son felices y los adultos tendemos a la amargura.