sábado, 12 de septiembre de 2015

Visa en la cabeza


Tengo tres amigos sirios: un poeta, un académico y un traductor. Ellos no estaban entre las decenas de miles de desplazados en busca de un tren. Ellos encontraron pronto los atajos para llegar legalmente a un nuevo país junto con sus familias. Y es que la cultura, el arte y la inteligencia se mueven en un nivel distinto del de la gente común. Un escritor podrá ser un muerto de hambre, pero en ciertas circunstancias tiene mayores privilegios que un millonario.

Esa pequeña comunidad que ama los libros y la educación, y que puede hallarse en universidades, asociaciones e incluso en ciertas ramas de un gobierno, da siempre la cara para proteger a los suyos, y hasta la Academia Sueca ha sabido tocar con su varita mágica a escritores en peligro. Quizá no puedan hacer nada contra unos brutos que dinamitan algún templo antiguo, pero sí tienden la mano para rescatar a un poeta porque ¿qué será de nosotros sin los versos que todavía le quedan por escribir?

Un matemático, un científico, un filósofo tampoco se hallan indefensos ante las fuerzas de la barbarie. No digo que sean inmunes, pues en ciertos países o momentos de la historia es precisamente la clase pensante la que más peligra; pero sin duda tienen un bote salvavidas cuando el grueso de la gente tiene que nadar hasta la playa. Y aprovecho la metáfora para decir que el niño ahogado que conmovió al mundo no se habría ahogado si su padre hubiese sido un hombre de letras.

Pero no hay que irse al otro lado del mundo para encontrar estas historias. En el territorio mexicano mueren decenas de niños migrantes que no parecen conmover a nadie, miles y miles de latinoamericanos tratan de cruzar un terreno hostil, violento hasta la muerte, corrupto hasta el asco, riesgoso como antiguo viaje a los polos, y entre esos cientos de miles de desplazados no hallamos a nadie que haya meditado sobre el teorema de Fermat o el significado de “Primero sueño” o el imperativo categórico de Kant. Ninguno de ellos, mientras por la noche viaja en la Bestia, se pregunta si el universo se está expandiendo o si existe la materia oscura.

Me pregunto por qué no vemos a los agentes de migración apalear en las costas de Veracruz a las hordas de finlandeses que desesperadamente tratan de entrar en nuestro país. ¿Cuál fue el último noruego que saltó una valla fronteriza? ¿El último doctor en Derecho torturado en una celda del INM?

Millones de seres humanos buscan un mejor modo de vida a través de actos llenos de heroísmo, plagados de riesgos, abundantes en humillaciones, cuando hubiese sido más sencillo meterse en una biblioteca. Y si lo que buscan es mejor vida para sus hijos, entonces no hay pierde: un buen varazo para que se pongan a leer y un martillazo en la pantalla de televisión.

“Hijo mío”, diría un buen padre, “la visa, la green card, el pasaporte o el salvoconducto se lleva en la cabeza; aunque suele ocurrir que quien lleva visa en la cabeza, no la necesita”.


viernes, 4 de septiembre de 2015

El vulgo


Por suerte las palabras todavía tienen algún peso. Es más fácil que un funcionario caiga por un comentario errado que por escamotear millones de pesos. Encima la gente se ha vuelto más sensible y percibe insultos incluso donde no los hay. Lo que durante años fue gracioso ya no lo es y vocablos comunes y corrientes pasan a ser ofensivos, creando tierra fértil para cultivar eufemismos. A la gente le molesta que los gobernantes sean hipócritas, pero más les molestaría que fueran sinceros. El mundo de la política ha optado por mejor no decir nada y sus parlamentos se han vuelto más banales que un sermón católico dominical. Quizás el libro más aburrido del año sería uno titulado Antología de discursos presidenciales durante inauguraciones de obras públicas.

Quienquiera que haya estado en un evento con la clase política sabe que los discursos solo sirven para ansiar que ya terminen. En los arranques de foros, ferias y demás eventos pasa lo mismo, así sean ferias de libros, y siempre se remata con el infeliz protocolo de: “Siendo las tales horas con tantos minutos del día tal del mes tal del año tal, declaro formalmente inaugurado…”.

He estado en encuentros literarios que no dan inicio porque “el gobernador está retrasado” y el público debe esperar dos o más horas. O peor aún, se interrumpe una interesante conferencia porque “ya llegó el secretario”, y el fin de la espera o la infausta interrupción son para escuchar el burocrático bla bla mientras se mira el reloj.

Aunque algunos discurseros ganan buena lana, hay que compadecerlos un poco. Muchos son redactores sin talento que escriben de acuerdo con su nivel. Otros son escritores medianos que en verdad se esfuerzan para sustraerle al lenguaje todas sus calorías, al tiempo que se busca la grandilocuencia. “Es a través de las políticas públicas, del marco normativo y de las reformas estructurales que hemos impulsado, a partir de las cuales queremos lograr que nuestro país entre en un mayor dinamismo económico”, o bien: “Esto acredita que las acciones que se llevan a cabo son parte de un proceso que eventualmente va tomando tiempo, pero que al final de cuentas se van concretando los objetivos para los cuales emprendemos estas acciones”.

La banalidad, las redundancias, los circunloquios y los errores abundan.

Sin embargo, la prensa dedica harto tiempo o espacio a reproducir esas peroratas, y hay quien las lee quesque para estar enterado. Y dado que la prensa dedica ese tiempo o espacio, hay que organizar más inauguraciones y ofrecer más discursos triviales con aplauso seguro.

Al principio dije que las palabras todavía tienen peso. Mas en el mundo de la política y de la cotidianidad solo pesan cuando son erradas, descarriladas, ofensivas. Su peso solo puede ser lastre.


Hay otro universo, donde está la poesía, la novela y demás literatura; ahí la palabra tiene peso y vuela, tiene carbohidratos y alimenta; tiene sustancia y precisión; tiene belleza y significado. Lástima que, estando abierta la puerta de ese universo, apenas unos cuantos quieran entrar. Lástima que afuera se quiera quedar el vulgo, que, sin perdón, así se llama.

viernes, 21 de agosto de 2015

Fanfarria para el mexicano común


Ya vamos para tres años en que nuestro gobierno hace cuanto puede para que el país se hunda. La corrupción, ya lo sabemos, es una epidemia entre los políticos. Los gobernadores desfalcan a los estados impunemente. Ahí está Coahuila, Tamaulipas, y ahora tenemos al casi saliente gobernador de Nuevo León, Rodrigo Medina, que estuvo sangrando el estado mientras su familia se enriquecía, llegando a gastar la criminal suma de 1,168 millones de pesos en rentar avioncitos, o sea, lo que 45 mil mexicanos ganan en todo el año o bien, unas 7,500 casas de Infonavit o quince Casas Blancas. Y hablando de esto último, Peña Nieto ni siquiera puede poner control ni en su círculo más cercano. Es fecha que le apuesta al olvido con el asunto de la Casa Blanca y de paso hace ver a Virgilio Andrade, secretario de la Función Pública, como el más incompetente de los funcionarios públicos, pues lo que cualquier hijo de vecino sabría determinar con el puro olor, él requiere de meses para evaluar de modo erróneo. En economía, a Videgaray no se le ocurrió mejor cosa que subir impuestos y bajar cada mes las expectativas de crecimiento. El peso pierde fuerza delante del dólar como siempre ocurre cuando gobierna el PRI y a ver si no se está cocinando una de esas crisis a las que nos tenían tan acostumbrados. En asuntos de justicia, ni se diga, muere gente, mueren periodistas, mueren activistas sociales, mueren estudiantes y no pasa nada. No hay pistas de nada, y las pocas que existen se hacen perdedizas. Si el único logro había sido la captura del Chapo, ahora hasta eso se fue por la cloaca. Y en un Estado tan alicaído, lo imperdonable acaba por perdonarse. La política, también por los suelos: en las elecciones cada quién hace lo que quiere y pisotea las leyes que le incomoden sin que paguen precio en votos o registro, sino solo en dineros que terminan solventando los ciudadanos. La educación sigue por los suelos sin que se vea interés de la SEP o de los maestros por resolver el asunto. Se está gestando una de las peores generaciones de alumnos, incapaces de leer tres libros, dignos de ocupar los puestos más altos en las instituciones públicas. La lista de problemas sin resolver es interminable. Cada quien agregue lo mucho que me faltó y lo que se suma cada día. El barco hace agua, está a la deriva e infestado de ratas, y sin embargo no acaba de hundirse. Por eso hoy quiero aplaudirle a ese montón de mexicanos que, lejos de la política, trabajan, trabajan y trabajan para mantenerlo a flote y, de paso, mantener los lujos y despilfarros de los funcionarios y sus hijitos; para tapar los hoyos financieros que dejan los constantes desfalcos; para comprar casas ajenas en las Lomas o Malinalco o California o Florida, aunque ellos mismos se queden sin lana para reparar la grietas en los muros de sus casuchas. Hoy pido una fanfarria para el mexicano común, ése que mira tanta hijoeputés a su alrededor, y se encoge de hombros, y vuelve a su trabajo y espera con paciencia y sin ilusiones a que acabe el sexenio. Una fanfarria para esos mexicanos comunes que cada vez trabajan más aunque cada vez ganen menos porque ellos no se suben el salario por decreto como viles diputados o alcaldes. Una fanfarria en especial para todos esos mexicanos comunes, que sin robar ni abusar del presupuesto ni  extorsionar ni engañar, sino solo haciendo su trabajo lo mejor posible, terminaron con una bala en la nuca; una de esas balas que nunca se sabe de dónde vienen. Una fanfarria porque así como muchos mexicanos causan asco en el mundo, también se siente gran respeto por esa mayoría silenciosa.

Anda, Peña, tú también toma una trompeta y sopla una fanfarria.

viernes, 14 de agosto de 2015

Mi juego favorito


Ahora que estoy en Lisboa me puse a leer y releer a algunos escritores en lengua portuguesa; entre ellos, uno de mis preferidos: Machado de Assis. Ya cerca del final de su novela Memorias póstumas de Brás Cubas, aparece la frase: “meu espírito era naquela ocasião uma espécie de peteca”. El símil es tímido. Quizás un escritor contemporáneo hubiese escrito derechamente que su espíritu era una peteca. Machado de Assis le llama comparación de “uma criança”, de un niño. Pero ya la mera mención de una peteca me había lanzado a mi infancia.

Cualquiera que tenga más o menos mi edad, recordará que algún empresario aprovechó la afinidad con lo brasileño después del Mundial de 1970 para ponernos a todos a jugar con la peteca. Bastó que Pelé la declarara “mi juego favorito” para que todos quisiéramos poseer eso que la publicidad llamaba “un artículo deportivo novedoso y atractivo para todas las edades”. Se podía echar en la mochila. En los patios de las escuelas se miraba ir y venir por los aires las petecas durante el recreo.

Por aquellos días tuve también una bicicleta Chopper, cuya rueda delantera era más pequeña que la trasera. Dado que el diseño rompía con el modelo estético, la publicidad enfatizaba que era “bella como la juventud”. Al principio padecí burlas por montar una Chopper. Luego fue normal y hasta deseable poseer una.

Supongo que fue por aquellos días cuando calcé orgulloso unos zapatos con plataforma y mucho tacón.

Más allá de los años setenta, me cuesta trabajo ubicarme en el mundo de alguna moda. Hoy mismo, sin televisión y sin ver cine, puedo entrar en un centro comercial con la actitud de Sócrates cuando dijo: “Cuántas cosas hay que no necesito”. Distingo la abundancia de fealdad en lo contemporáneo porque nadie me calienta la cabeza con las “tendencias” que deben seguirse. Como amante de lo clásico, siempre me ha parecido más elegante Frida Kahlo que cualquier primera o segunda dama que acuda a los modistas de moda.

Jamás me he sacado una selfie en tanto veo que gente pierde su empleo y hasta su vida con tal de sumarse a esa moda. No tengo ni Facebook ni Twitter por mucho que me aconsejan que los tenga.

Con estas líneas no pretendo despotricar contra las modas. Sí, en cambio, me gustaría saber cómo operan esos mecanismos para que alguien desee algo indeseable, para que le parezca bello lo horroroso y hasta emocionante lo aburrido. Me gustaría que esos llamados genios de la moda y la publicidad buscaran el modo de que la educación estuviese en boga para que el estudiante promedio quisiera derrotar la ignorancia de su maestro y se aceptara que la nacura nada tiene que ver con la cartera sino con la ignorancia.

Supongo que es posible, pues allá en esos días cuando jugaba peteca, pedaleaba una Chopper y calzaba esperpénticos zapatos, también tenía televisión. Entonces miraba El gran premio de los 64 mil pesos. Era un programa con altos ratings, o sea, programa de moda. Muchos de nosotros admirábamos muy sinceramente al conductor y a los participantes, y queríamos emularlos. Para jugar ese juego, había que leer, acumular información, dominar un tema, hacerse de cultura general y específica.


Hoy, todavía gozo de las prestaciones de la moda que impuso Pedro Ferriz y su concurso de conocimientos. En cambio, los cientos de miles de petecazos no sumaron nada y se fueron todos al carajo.

viernes, 7 de agosto de 2015

Sin piedad


Recuerdo aquel día de mayo de 1972. Iba yo en el asiento trasero de un Studebaker, cuando mi madre dijo: “Destruyeron la Piedad, de Miguel Ángel”. En ese entonces yo no estaba muy interesado en el arte del Renacimiento, pero me sentía cercano a Michelangelo Buonarroti. En Monterrey había sido todo un escándalo al final de los años sesenta cuando se levantó sobre una fuente una réplica del David. En la prensa y las conversaciones se mencionaban los nombres de Miguel Ángel, de David y de Toscana. No faltó quien me llamara “el David de Miguel Ángel” y me hiciera bromas por la estatua desnuda, que nosotros llamábamos “chirunda” porque mi familia paterna venía de la Costa Chica de Guerrero.

Aunque comprendí que el acto de vandalismo contra la Pietà era cosa grave, mi reacción no se acercó a la del escultor italiano Giacomo Manzù, que se puso a llorar delante de los comensales en un café cuando se enteró de la noticia. Se sabe que también hubo mucho llanto entre los testigos del hecho y que el papa Paulo VI llegó prontamente a arrodillarse delante de la escultura.

El ataque había sido contra María, no contra Jesús. El informe de los restauradores parecía un dictamen médico: “Fractura de la nariz a la altura de las fosas nasales. Estragos en el párpado y en el ojo izquierdo. Muchos daños a modo de rasguños en la cabeza. Fractura del brazo izquierdo, que resultó arrancado”.

La obra de arte se había tallado de un solo bloque de mármol de Carrara. Hoy es un pegote con cientos y quizá miles de piezas. Muestra una escena irreal: Cristo ha sido desclavado de la cruz y ahora yace casi ingrávido sobre una madre con rostro de adolescente, vestida con tan abundantes ropajes que no podría dar un paso sin tropezarse, cuantimenos llegar hasta el monte Calvario. Pero esto no importa en el arte: lo importante es la armonía y la belleza. Lo importante es el modo en que exalta el alma humana, la manera en que mueve a la reflexión y nos hace sentir parte de algo más grande que nosotros mismos. Nos hace sentir hombres.

El arte hay que defenderlo. Aquel 21 de mayo de 1972 varias personas se lanzaron desesperadamente sobre el vándalo que pretendía arruinar la Pietà. Solo imbéciles sin alma se hubiesen mantenido indiferentes ante la destrucción. El arte, a fin de cuentas, vale más que una vida. El día que alguien nos dé un martillazo en la cabeza y nos arranque un brazo, no recibiremos tanto esmero, tantos recursos, tanta especialización para curarnos. No esperemos que un papa se arrodille delante de nosotros.

Dos tipos de personas conocen el valor y el poder del arte: los que lo aman y los que lo destruyen. Cosa rara, se pueden dar ambos rasgos en la misma persona. Muchos papas compartían esta dualidad; si bien debo decir que Paulo VI, seis años antes de arrodillarse delante de la golpeada María de mármol, fue quien por fin canceló la existencia del índice de libros prohibidos del Vaticano.


El problema es que aun quienes más aman el arte tienen apenas capacidad para apreciarlo, pero no para crearlo con la intensidad y belleza que le dieron nuestros antepasados de hace trescientos, quinientos, mil y más años. Y entre las artes, ninguna ha desaprendido tanto como la arquitectura. Por eso cada vez que de lo antiguo cae un techo, un muro, una columna, una torre, un campanario o un edificio completo nos volvemos más burros, más innobles, más vacíos, más desalmados, más de hoy y menos de siempre.

viernes, 31 de julio de 2015

Y es por el libro que tú escribiste


Allá cuando estaba en la secundaria y el Tesoro del declamador era un instrumento más mnemotécnico que poético me dio curiosidad por leer La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. Esto, por supuesto, fue consecuencia del poema de Amado Nervo titulado “A Kempis”. Me preguntaba qué clase de libro podía ser éste para que nuestro querido poeta dijera: “ha muchos años que vivo triste, ha muchos años que estoy enfermo, ¡y es por el libro que tú escribiste!”.

Otras curiosidades me asaltaban con aquella antología de recitaciones. Por ejemplo, quería ver a Garrick, actor de la Inglaterra. O me preguntaba qué diablos significa que un cielo impasible despliegue su curva. ¿Qué era el spleen? Dado que desconocía el gentilicio de las mujeres de Salamanca, suponía que una salmantina de rubio cabello era una monja güera de la orden de las salmantinas que hacía natillas en sus ratos de ocio. Aun mientras escribo esto no sé qué es el trigo garzul.

Hasta la fecha sigo empleando expresiones anacrónicas, como “magrecita del alma” o “manque me lleven los pingos” o “cambiadme la receta”.

Pero volviendo al poema de Amado Nervo… En aquel entonces no capté el tono irónico del poeta. Pensaba que el poema en verdad estaba dedicado a un gran libro que podía marcar una vida. Durante años evité leer La imitación de Cristo por temor a que su influencia me convirtiese en un asceta. Después de todo, no sería gratuita su fama de ser el libro cristiano más vendido en la historia, con excepción de la Biblia.

Pues bien, yo necesito decirles que el librito de marras parece un mal chiste. Un llamado a la mediocridad, a la ignorancia, al oscurantismo. A un montón de cosas guangas, pero jamás a algo noble, enaltecedor y, por supuesto, no induce para nada a imitar a Cristo. El libro debería titularse La imitación de una estúpida abuela católica. Yo había supuesto que Kempis podría tener la profunda visión de Boecio en La consolación de la filosofía, pero no.

No terminé de leer el libro. Es aburridísimo y revuelve la misma idea cien veces con casi iguales palabras. Lo leí a saltos, por saber si en algún momento se decía algo provocador; mas me topaba con ideas como ésta: “Todos los hombres, naturalmente, desean saber; pero ¿qué aprovecha la ciencia sin el temor de Dios?”. O sea, un llamado a la ignorancia. También dice: “Prepárate a sufrir muchas adversidades y diversas incomodidades en esta miserable vida; porque así estará contigo Jesús adondequiera que fueres; y de verdad que le hallarás en cualquier parte que te escondas”. ¿Qué recabrones quiso decir Kempis? O este galimatías: “También algunas veces conviene usar la fuerza, y contradecir varonilmente al apetito sensitivo, y no cuidar de lo que la carne quiere o no quiere, sino andar más solícito, para que esté sujeta al espíritu, aunque le pese. Y debe ser castigada y obligada a sufrir la servidumbre hasta que esté pronta para todo, aprenda a contentarse con lo poco y holgarse con lo sencillo, y no murmurar contra lo que es amargo”. Por si fuera poco, emplea la palabra “abundantísimamente”, que solo puede usar el peor prosista del mundo.


Cristo siempre me ha parecido un personaje fascinante. Kempis simula pedirnos que lo imitemos; mas quien siga los consejos kempisianos se volverá estúpido, timorato y tibio a tal punto que, por no ser caliente ni frío, habrá de ser vomitado. Si a Cristo le gustara la Inquisición, habría quemado a Kempis en la hoguera. El problema es que a la Inquisición nunca le gustó Cristo.

viernes, 24 de julio de 2015

Saberes y sinsaberes


Esta mañana estuve en una terminal camionera de un pueblo de Cantabria. Mientras esperaba el autobús, dos malandros conversaban a mi lado. Se notaba que nunca se habían parado en una escuela, y sin embargo conversaban con la suficiencia de un Ignacio Burgoa vuelto de entre los muertos. ¿Sus temas? Los derechos de un preso, el comportamiento que debían mostrar los policías, las obligaciones de un juez o del defensor de oficio. Era obvio que nada habían aprendido en libros y todo en ellos era experiencia. Si por alguna mala pasada me tocara estar en una celda con ellos, mis lecturas de poesía mexicana se volverían una frivolidad y en cambio el conocimiento de ellos sería oro puro. “Todo en ella encantaba, todo en ella atraía, su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar...”, podría decir yo. En cambio ellos me enumerarían los derechos fundamentales de un detenido según la legislación española y de la Unión Europea.

Ya cuando el autobús avanzaba hacia Oviedo, escuché que la transmisión emitía ruidos poco sanos. Ociosamente me puse a pensar que entre los miles de libros que he leído, ninguno me informa cómo reparar un Mercedes Benz OC500RF.

Por la ventanilla miré muchas ovejas pastando. Me dije que no sabía trasquilar ni ordeñar ovejas. No sé si se reproducen en cualquier momento del año o tienen ciclos. No sé a qué edad se vuelven adultas ni de qué suelen enfermarse. Me confundo con los términos oveja, borrego, carnero y cordero. Apenas sé que cuando aún maman leche se les llama “lechazo”, y que cuando lo preparo al horno me queda delicioso.

Todo conocimiento es situacional. Alguien puede tener buena opinión de mí si el tema de conversación es Don Quijote. Estará seguro de que soy un ignaro si se habla sobre las series de HBO.

Los médicos gozan de privilegios situacionales, pues suelen estar bien informados de aquello que su interlocutor desconoce. Por eso hasta los charlatanes parecen genios.

Especialmente en España la gente habla en los bares como si fuesen autoridades incuestionables del tema que están tratando. A cinco mesas de distancia oigo sus categóricas afirmaciones. Todos orgullosos de saber lo poco que saben.

Supongo que la cantidad de conocimientos disponible es infinita. Eso haría que, matemáticamente, alguien a quien llamemos culto abarca tanto conocimiento como el ignorante. Pero más allá de una proporción matemática, lo cierto es que sí hay pocos sabelomuchos y muchos sabelopocos.

Se ha dicho que Da Vinci, Leibniz o Bacon llegaron a dominar todo el conocimiento de su época, cosa facilitada porque entonces nada podía saberse sobre física cuántica o telecomunicaciones o futbol, y la medicina era un embrión. Pero aun al hablar de estos polímatas resulta exagerado suponer que dominaron siquiera el uno por ciento de cuanto se podía saber.

Entonces la gran pregunta es: de esa infinidad de conocimientos disponibles, ¿qué debe formar parte del currículo en las escuelas? No lo sé. Pero hay que replantearse la pregunta desde cero y no desde la tradición. Lo que sí consta es que cualquier tipo de conocimiento se acumula y disemina en forma de palabras. Entonces la escuela debe enseñar letras, letras y más letras. Cualquier sistema que luego de doce años de estudio le entregue certificados a iletrados es absurdo e inútil; digno de la SEP, de políticos incompetentes, de maestros que no quieren ser evaluados. Digno de un país que cada vez tiene más especialistas en derecho penal, por experiencia, no por libros.


viernes, 17 de julio de 2015

Antes y después de Gardenia Davis


Ahora que se volvió a pelar el Chapo, se comentó en muchos artículos de prensa que se trató de una fuga “de película”, haciendo mención de El conde de Montecristo, Papillón o Shawshank Redemption. La gran mayoría de los textos se referían precisamente a sus versiones fílmicas y no a las literarias. Las mismas referencias hollywoodenses se dieron un mes antes, cuando dos presos gringos se fugaron de una prisión en Nueva York; y seguirán dándose cada vez que alguien se fugue, ya sea con un túnel tecnológicamente avanzado o a punta de pistola o en helicóptero o con cañonazos de cincuenta mil pesos o mediante el inverosímil truco del carrito de lavandería.

Tres cosas ocupan obsesivamente la mente del ser humano: la comida, cuando se tiene hambre; el sexo, cuando se anda ganoso; la libertad, cuando se está en prisión. La primera es la peor. Por eso en gulags y campos de concentración se mataba a la gente de hambre; así los obligaban a pensar más en comer que en fugarse. Claro que muchos también terminaban soñando con la fuga para poder comer.

Primo Levi estuvo preso en Auschwitz y con mala prosa escribió: “El concepto de evasión como obligación moral está continuamente reafirmado en la literatura romántica (¿se acuerdan del conde de Montecristo?), en la literatura popular, en el cine, donde el héroe, injustamente (o justamente) encarcelado, intenta siempre evadirse, aun en las circunstancias menos verosímiles, y su tentativa se ve siempre coronada por el éxito”. Y en verdad, por severos que fuesen los campos de concentración alemanes, hay muchas historias de gente que se fugó.

Hoy mismo, con más de diez millones de presos en el mundo, todos soñando con fugarse, lo más natural es que se realicen muchos intentos fallidos y algunos exitosos.

Hace tiempo me interesé en la historia del Gardenia Davis, un glamoroso luchador texano que participó con éxito en la lucha libre mexicana de los años cuarenta y cincuenta. Cuando su hijo fue arrestado en México por narcotráfico y echado en una prisión de Piedras Negras, el Gardenia se dedicó a maquinar la fuga. Para su sorpresa, se enteró de que en México no era delito participar en una fuga, siempre y cuando no hubiese heridos o muertos ni daños en propiedad ajena. Se puso a reclutar mercenarios, género que abunda en Estados Unidos. Él mismo tuvo que desechar a algunos que le proponían entrar a México con toda clase de metralletas, explosivos y bazucas. Al final, contrató a un ex marine que había luchado en Vietnam.

Siempre que voy contando esta historia, alguien me interrumpe en este momento con el comentario: “Ah, como Rambo”. Y se me quitan las ganas de continuar. “No”, digo. “Un ex marine que luchó en Vietnam no es como Rambo; acaso Rambo sea como un ex marine que luchó en Vietnam”.


En México se pierde la cuenta de los reos fugados. Si a un periodista, historiador o escritor le interesa, podría escribir un libro muy gordo. Estas incontables fugas son vida cotidiana. Solo son “de película” para el que subvive delante de una pantalla. Cualquiera que se fugue, es hombre de acción. El cinéfilo, lo sabemos, es cuasi un vegetal. Sin el cuasi. Cosa paradójica, porque según la etimología griega “cine” significa “movimiento”.

viernes, 10 de julio de 2015

Mucho deporte y poca cabeza


No falta quien critique la costumbre de los mexicanos de gastarse fuertes cantidades en las famosas fiestas de quince años. Al final queda un vestido inútil, algunas fotografías y muchas deudas. Los políticos del mundo sueñan con sus equivalentes fiestecitas, que en este caso son Olimpiadas, campeonatos mundiales de futbol y Eurocopas. Brasil llevaba una buena marcha económica y se echó encima dos estúpidas fiestas. Y recordemos que parte de los problemas de Grecia comenzaron en el 2004, cuando algunos políticos también quisieron sus jueguitos.

El problema de la FIFA y del COI no es que sus directivos se roben una lana; su verdadera nocividad radica en que se comporten como niñas ricas exigiéndole al país anfitrión lo más lujoso, moderno y superfluo en cuestión de estadios e instalaciones. A su vez, el país anfitrión gasea a quienes salen a pedir un salario digno, pero trata como enviados de Dios a los embajadores deportivos.

Qué importa si después hay que hacer recortes a las pensiones y a la educación; lo importante en esta vida es tener un estadio grandote y nuevo. Si se agrega que el país está plagado de corrupción, como los casos de Grecia, Brasil y Rusia, la factura tarda mucho en pagarse; y ya sabemos que no la pagan los bancos ni las constructoras ni los políticos.

Hoy, buena parte del complejo olímpico ateniense es una ruina sin belleza ni historia. En una década se deterioró y avejentó más que el Partenón en dos mil quinientos años. Miles de millones de euros se fueron a la cloaca para nada, pues el único recuerdo de las mentadas Olimpiadas es el de aquel imbécil cura católico tacleando a Vanderlei de Lima en el maratón.

No voy a decir que las Olimpiadas causaron el problema económico griego, pero son un buen indicador de lo que suele ocurrir en las economías que se hunden: malos presupuestos, trato con constructoras estilo OHL o Higa, gastos en inútil infraestructura, sobrepoblación de especuladores, endeudamiento para proyectos no redituables y corrupción, mucha corrupción. Tanta corrupción que el gobierno griego tuvo la desfachatez de reportar números negros; como si un estadio se pagara con diez días de taquilla.

Grecia gastó el presupuesto de Educación de todo un año en una verbena para que los muchachos corran, brinquen y se dopen. Por eso el mejor regalo que el COI le hizo a España fue elegir a Río de Janeiro como sede de las Olimpiadas. Ahora Dilma tiene la papa caliente, no Rajoy. Ya veo las protestas de los españoles si les dicen: “Vamos a recortar aún más el presupuesto de la universidad para construir un bonito estadio de hockey sobre hierba”.


En fin, seguiré despotricando y seguiré sin entender en qué momento el deporte se volvió el centro del mundo. Varios estudios dicen que el exceso de interés en los deportes es síntoma y causa de un bajo cociente intelectual. Eso se sabía sin necesidad de estudios. Y entre más imbécil se vuelva un país, más contentos estarán los políticos. Las universidades se siguen viendo como nido de oposición; los estadios como corrales para borreguitos. Por eso vimos el domingo pasado a Bachelet apoyando a sus once analfabetas del modo como no apoya a los estudiantes. Por eso en México maestros y gobierno fingen ser antagonistas cuando lo cierto es que bailan pegados en su objetivo común de mandar al carajo la educación.

martes, 7 de julio de 2015

Perdidos en Tokio


Siempre he tenido un gran interés por la traducción. Valoro a quienes se dedican a tal oficio con ganas de hacerlo bien. Además, traducir es mucho mejor ejercicio para un escritor que el mentado periodismo. Comparo versiones de textos y me emociono o desilusiono tal como a otros les ocurre mirando algún deporte. Me da erisipela toparme con ciertas pifias. Algunas son de lenguaje; otras, meros vacíos de cultura general. En una novela que leía esta semana, Best Western Motels se convirtió en “los mejores moteles del Oeste”. Con tal criterio, una Apple Store sería una tienda de manzanas. Más adelante, se hablaba de los Pueblo Indians, y el traductor los convirtió en “indios de aldea”, sin que algún editor captara los gazapos.

Suele ocurrir que entre mejor sea la prosa de un autor, peor le va con las traducciones. La versión al inglés de Pedro Páramo pierde buena parte de los matices. Las conocidas primeras líneas del original, dicen así: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”.

La traducción de Margaret Sayers Peden, readaptada al español por mí, dice: “Vine a Comala porque me habían dicho que mi padre, un hombre llamado Pedro Páramo, vivía allá. Mi madre me lo dijo. Y yo le había prometido que después de que ella muriera iría a verlo”.

Aunque comienza con el mismo “Vine a Comala”, para Sayers Peden, el narrador “irá” a ver a su padre, que vive “allá”, cuando el de Rulfo ya está “acá”. Además, “un tal” se vuelve “un hombre llamado” y la inmediatez del “en cuanto” se vuelve un impreciso “después”.

Luego, Rulfo nos escribe el parlamento de la madre: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.

Según Sayers Peden, dijo: “No le pidas nada. Solo lo nuestro. Lo que me debió haber dado, pero no me dio… Hazlo pagar, hijo, por todos esos años que nos dejó en el olvido”.

Las últimas diez palabras del original son contundentes. Memorables. Tanto así que “Cóbraselo caro” es el título de una novela–homenaje a Rulfo de Élmer Mendoza. Ni por asomo la versión en inglés tiene tal fuerza. Donde además “un rencor vivo” se convierte en “bilis viviente”.

Como último ejemplo, menciono otra frase golpeadora del primer capítulo. El arriero dice: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”, lo cual cambia misteriosamente en inglés a “Pedro Páramo también es mi padre”. Biológicamente son frases equivalentes. Literariamente, no.

Más allá de considerar las posibilidades del inglés y el español, o de juzgar mis propias traducciones literales, puse estos ejemplos en los que Sayers Peden cree saber mejor que el propio autor lo que se debe decir.

Además preferí hablar sobre la traducción de Pedro Páramo al inglés que de la de Don Quijote al español, lo cual parece una mala broma de Andrés Trapiello. No tuve hígado ni para terminar de leer su primer capítulo, en el que cree universalizar la obra de Cervantes con gachupinismos, y además muestra poderes para leer la mente del difunto manco de Lepanto al convertir un “sayo de velarte” en un “sayo de velarte negro”.


En fin, hay cirujanos plásticos que desfiguran rostros perfectos.

viernes, 26 de junio de 2015

Condenados a la hipocresía


Las encíclicas papales suelen ser aburridas. Igual que los ensayos académicos, no van al grano, sino que traen a cuenta mil citas que respalden las ideas que se exponen. La reciente Laudato Si, en la que el papa Francisco se ocupa del respeto al medio ambiente, es especialmente tediosa. Se ve que los padres de la iglesia ya no estudian retórica.

En sus primeras páginas dice el papa que asumirá “los mejores frutos de la investigación científica”, pero el texto termina por no recurrir a la ciencia y apenas alcanza el nivel de un texto escolar. Cualquier cita bíblica donde se hable del Sol, la Tierra o algún animalito se transforma en prueba irrefutable de que Dios nos solicita actuar por el bien de nuestro planeta.

Por ejemplo, el pontífice asegura que Jesús invita a reconocer la relación paterna que Dios tiene con todas las criaturas, cuando dijo: “¿No se venden cinco pajarillos por dos monedas? Pues bien, ninguno de ellos está olvidado ante Dios”. Pero no aclara que esos cinco pajarillos estaban destinados a que se les torciera el cuello en el templo. Jehová amaba que rociaran su altar con sangre de inocentes animales. Tan solo para inaugurar su templo, Salomón mandó sacrificar veintidós mil bueyes y ciento veinte mil ovejas.

El cataclismo del diluvio, que resultó más destructivo que cualquier calentamiento global, por supuesto no fue capricho de Jehová sino castigo bien ganado por los hombres.

Así las cosas, la encíclica llega a su clímax científico con descubrimientos como: “Porque todas las criaturas están conectadas, cada una debe ser valorada con afecto y admiración, y todos los seres nos necesitamos unos a otros”.

Hace una larga lista de problemas, entre los que evita mencionar la sobrepoblación, tan auspiciada por la iglesia; e incluso miente al apuntar que “el crecimiento demográfico es plenamente compatible con un desarrollo integral y solidario”.

Sobre todo critica el consumismo y la utilización de combustibles fósiles, sin que se perciba en el Vaticano la intención de predicar con el ejemplo. ¿Ahora el papa usará una modesta túnica de algodón? ¿Qué hay de los zapatitos rojos de su predecesor? ¿Dejarán de traerle churrascos desde la Argentina? ¿Va a pasar frío en invierno y calor en verano? ¿Van a instalar celdas solares sobre la basílica de San Pedro? ¿Seguirá coleccionando todos los regalitos que le traen la multitud de visitantes? ¿Dejarán de promover los viajes a Roma y Tierra Santa porque se consume petróleo? ¿Andará a pie o seguirá usando su papamóvil de ocho cilindros?

Poner el ejemplo no es cosa de la Santa Sede. El Vaticano consume más energéticos y genera más basura per cápita que el promedio de los mortales. Por eso la encíclica papal es el gordo aplastado que dice “sería bueno hacer ejercicio”. Es un intento por darle a la Biblia un carácter verde que no tiene. Sus autores estaban interesados en el calentamiento de las gónadas, no en el global.

Desde que Pedro murió crucificado patas arriba, todos sus sucesores han estado condenados a la hipocresía; aunque algunos sean más simpáticos que otros. Por eso la mayor mordedura de lengua en Laudato Si se da cuando Francisco dice: “Habrá que interpelar a los creyentes a ser coherentes con su propia fe y a no contradecirla con sus acciones”.


A partir de ahora el papa no solo contradice una fe, también una encíclica.

sábado, 13 de junio de 2015

Un mundo feliz


Ahora que el FBI comenzó a rascarle al asunto que ya todos conocíamos sobre la corrupción de la FIFA, tuve una visión futurista. Una visión muy feliz.

Blatter convocó a nuevas elecciones, pero muchos de los delegados no se atreverán a presentarse otra vez en Suiza, país que ya en el caso de Polanski había prestado su brazo judicial a Estados Unidos. Veremos más renuncias en el corto plazo y directivos que se mostrarán indispuestos a viajar por fingidos motivos de salud.

La visión feliz comienza cuando se desmorona la FIFA. Pierde sus patrocinadores. Se acaban los mundiales de futbol. Las ligas nacionales se convierten en torneos llaneros. Las televisoras dejan de ganar miles de millones de dólares y los televisores se vuelven aparejos inútiles.

Entonces, como aquel pez milenario que asomó su cabeza fuera del agua y se mutó en anfibio, uno de esos futbolfílicos se cansa de ver la pantalla apagada y decide asomar su cabeza en una librería. Luego son hordas las que sufren la misma evolución. No por selección natural, sino por selección libresca, el homo futbolensis se transforma en homo sapiens.

De pronto, deja de importar el entrenador de la selección nacional. Importa quién dirige la SEP. Ante la falta de resultados educativos, la gente protesta. Los comentaristas en los medios piden con suma iracundia la cabeza del secretario de Educación.

En los bares se discute acaloradamente sobre el último Premio Nobel de Literatura. Cuestionan si John Banville merecía el Princesa de Asturias. Dan sus favoritos para el Premio Cervantes. En las paredes no hay banderines de los equipos sino inscripciones con versos de Paz y Vallejo. En las paredes tampoco hay televisores. La gente conversa.

El famoso draft de jugadores ahora se realiza en la Feria del Libro de Guadalajara. Los periódicos tienen encabezados como “Fadanelli firma contrato con Tusquets” o “Mario Bellatin vestirá los colores de Sexto Piso” o “Echan a Eduardo Antonio Parra de Era por presentarse ebrio a una firma de libros”. Los medios hacen constantes reportes sobre los mexicanos que publican en Europa. Algunos mejor sellers que otros, pero ninguno en la banca. El ideal no es jugar para el Barcelona o el Real Madrid, sino para Gallimard o Feltrinelli.

No estamos pendientes de las opiniones de José Ramón Fernández, sino de las de Christopher Domínguez Michael. La revista TV y Novelas pasa a ser Libros y Novelas; en su portada aparecen las siempre bellas escritoras mexicanas en toda su sensualidad. Por pura nostalgia, Jorge Volpi publica En busca de Klinsmann. El dios de Juan Villoro pierde su redondez. Los estadios de México se llenan con los poetas, como sucedió cuando vino Yevgueni Yevtushenko en 1968. Las barras bravas son barras letradas y se agarran a golpes entre los xaviervelazquistas y nachopadillanos.

Sin titubear, los presidentes hablan de los treinta libros que más les influyeron. No solo pronuncian Jorge Luis Borges sin dificultad; también declaman alguno de sus poemas. Además, abanderan a la delegación de escritores mexicanos cada vez que parte a una feria del libro. Los desvíos de fondos son para financiar las universidades. La compra de votos se hace con monederos Gandhi. A la primera dama la pillan gastando una fortuna en cierta Barnes & Noble de Nueva York.

You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one…

sábado, 6 de junio de 2015

Príncipe extranjero


Hubo una época en que las ladronerías de los políticos se hacían en lo oscurito, cruzando los dedos, y ojalá nadie se diera cuenta. Ahora es todo lo contrario. Parece que se dieron cuenta de que el buen éxito de la corrupción radica en realizarla en todos los niveles, a manos llenas, haciéndola evidente cada día, ventilándola en la prensa. El chiste es que cada día se destapen al menos treinta nuevos fraudes o desfalcos por parte de los gobiernos federal, estatales o municipales; con constructoras, arrendadoras, bancos, cajas de ahorro, bienes raíces, restaurantes, hoteles, todo negocio imaginable. Ahí se suman los partidos políticos, los empresarios, los sindicatos, las federaciones deportivas, las iglesias, las universidades y la lista no se acaba.

Hay que multiplicar los delitos para que sobrepasen la capacidad de los jueces, los cuales comoquiera son también parte del sistema de injusticia. Multiplicar los escándalos para que la prensa no posea la capacidad de darles seguimiento, pues ni tiene tantos periodistas ni puede un periódico publicarse con quinientas páginas diarias.

De vez en cuando algún asunto merece atención especial, ya sea por el alto rango de los implicados, como la casa blanca y la de Videgaray; o porque no es un hecho meramente monetario, como el harén del rey de la basura; o por su estratosférica suma, como el moreirazo o el medinazo. Pero ni en esos tres ejemplos hay seguimiento o justicia o, al menos, restitución del daño.

Con esta secuencia de escándalos hasta podría interpretarse que existe una estrategia de tapaderas. Si el señor presidente es vapuleado por una propiedad que huele mal, llama a uno de sus secretarios para que filtre a los medios que él también tiene una. El secretario, a su vez, se comunica con un gobernador, para que haga evidentes sus raterías; y el gobernador solicita que se descubra el desfalco de un alcalde. Cuando parece que se llegó al fin del escalafón, entonces aparece un escándalo sexual. Ya cuando se sienten atrapados, piden a un funcionario de poca monta que mande un tweet misógino. Los únicos intocables en esta secuencia son los candidatos propios en época electoral.

A los políticos ya no se les ataca a periodicazos; antes bien, ellos tienen una mano larga que llega hasta los medios de comunicación. Tampoco se les acota con la ley, porque la separación de los tres poderes solo existe en los libros de texto. Ya no se les coacciona con la verdad, pues hace mucho que perdieron la vergüenza. Ya ni siquiera se cruzan los dedos para que tengan buen juicio, porque eso es pedirle peras al olmo.

Cuando veo tanta rapiña, tantos candidatos que vienen a solapar y superar a sus antecesores, no me parece tan descabellada la idea que tuvieron ciertos mexicanos allá a mediados del siglo diecinueve: traer un príncipe extranjero, un Pepe Mojica, un jefe de estado nórdico, un primer ministro que sepa vivir con su salario, un descendiente de samuráis.

Sí, alguien dirá que eso es traición a la patria, ¿pero entonces cómo llamarle a lo que están haciendo esa bola de rateros desde sus sillitas del poder?

sábado, 30 de mayo de 2015

Derecho ajeno


Esta semana en Irlanda se consultó a la ciudadanía para decidir si se aprobaban las bodas entre personas del mismo sexo. La mayoría votó que sí. Esto habla bien de los irlandeses, que pese a su fama de país católico, se quitó de encima la sombra de supersticiones heredadas al mundo por unos pastores que vivieron hace cuatro mil años.

Lo malo fue que el gobierno de ese país les preguntara a sus habitantes si debía respetar los derechos humanos. ¿No pudieron ellos solitos tomar la decisión? Poca importancia tiene lo que piense la mayoría cuando se trata de respetar lo que una minoría prefiere o no prefiere en el amor.

Cualquier gobierno que no otorgue los mismos derechos a los homosexuales que a los heterosexuales muestra una diferencia apenas de grado con aquellos países en que los primeros son perseguidos, encarcelados y lapidados. Cualquier ciudadano que en Irlanda votó “no” o cualquiera en otro lugar del mundo que simpatice con ese “no” es un inquisidorzuelo al que le gustaría tomarse una frívola revancha por aquel día en que llovió azufre.

Un jefe de Estado que consulte la Biblia o el Corán antes que la Carta Internacional de los Derechos Humanos gobierna con idolatría. El mundo ha hecho guerras para deshacerse de esos fanáticos, pero también las ha hecho para ponerlos en el poder. México tuvo las suyas y por suerte prevalecieron los liberales. Si bien algunos presidentes no saben de historia.

Este fanatismo no es exclusivo de países con tradición islámica. Es muy probable que los Estados Unidos elijan el año entrante a un presidente que no distinga entre un huracán y la ira de dios. El parlamento polaco es títere del episcopado en todo lo que tenga que ver con homosexuales y la entrepierna femenina. En Rusia, Putin y el patriarca de la iglesia ortodoxa promueven la homofobia. Y los rusos responden a esa propaganda. Un referendo en ese país hubiera dado al “sí” apenas un cinco por ciento.

En estos asuntos, el papa Francisco deja asomar una incipiente tolerancia que no llega a nada en concreto. En primer lugar porque se le amotinan los ancianos conservadores de su iglesia, y hasta es extraño que no lo hayan ya envenenado. En segundo lugar, porque le toca gobernar con una constitución que no acepta reformas a sus artículos.

Yo sería papista si Francisco, en vez de ser un simpático coleccionista de camisetas de futbol, ordenara sacerdotisas y abriera su iglesia a los homosexuales y persiguiera a sus curas pedófilos; o de una vez que el famoso voto de castidad incluyera un machetazo, pues como dijo el jefe de todos ellos: “Mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno”.

En fin, volviendo al asunto irlandés, ya va siendo hora de que todos los estados de México dejen de vivir en el pasado y den a sus habitantes derechos iguales. Y de pasada, que los más retrógradas abandonen para todo matrimonio sus prácticas obsoletas de exigir humillantes exámenes médicos y seguir recetando la estúpida epístola de Melchor Ocampo. Pero no esperen a que vote la gente. Tengan pantalones, integridad e inteligencia.

Todo lo que nos haga avanzar hacia el respeto al derecho ajeno es civilización; cualquier paso atrás es oscurantismo.

viernes, 8 de mayo de 2015

Derecho de lector

Ante los medios cada vez más accesibles para reproducir y compartir una obra literaria, va tomando más importancia el debate sobre el derecho de autor. Durante ferias de libro y otros foros se trata el tema. Sin embargo, por lo general los participantes en dichas discusiones son principalmente editores; y es que aquello que normalmente se llama “derecho de autor” es más bien derecho de editor o de librería o, acaso, derecho de viudez. ¿De qué otra forma se le puede llamar a una ley que protege la comercialización de una obra setenta años después de que el autor se volvió un cadáver?

Desde que se firma un contrato, se sabe que al autor le toca entre un siete y un diez por ciento del precio de venta; el otro noventaitantos se lo distribuyen entre editorial y librería. A esta última le corresponde la mayor parte. 

La gran masa de autores sabe que no se va a enriquecer con sus libros y prefiere tener más lectores que más dinero. Y, en todo caso, esa gran masa de autores sabe que pierde menos dinero por la piratería que por las cuentas chuecas que le hace su propia editorial. 

Muchas veces, caminando por entre los libros pirata que se venden en las aceras del centro del DF, los escritores buscan ilusionadamente alguno de sus títulos. Pues reza la máxima que solo un autor de éxito tiene el honor de ser pirateado. 

El escritor de literatura se dedica en cuerpo y alma a su oficio por razones que no obedecen al dinero o la fama, pues de lo contrario se hubiese dedicado a otra cosa. No obstante, hay veces que llegan el dinero y la fama. Aun en esos casos, los grandes autores no suelen perseguir a toda costa lo económico con sus libros. Suelen negarse a contratos jugosos con tal de permanecer con el editor que los apoyó cuando eran nadie. Son fieles a sus agentes que también les han sido fieles. Prefieren una portada elegante que una comercial. No solicitan grandes adelantos. Tan verdadero es lo que digo, que el cien por ciento de los editores prefiere tratar con los autores que con sus viudas.

Así, el tal derecho de autor está mejor bautizado en inglés, con el nombre de copyright, o sea, el derecho de hacer y vender copias. Y ese derecho hay que hacerlo armonizar con el principal de todos: el derecho de lector, que consiste en que cada quien pueda leer lo que quiera, cuando quiera a un precio módico o gratuitamente.

Desde los primeros días de la imprenta de Gutenberg, alguien podía comprar un libro y, luego de leerlo, dárselo a un amigo. La pregunta difícil de responder es: ¿al maximizar nuestra capacidad de compartir un libro, perdemos el derecho de compartirlo?


Alguien dirá que en otros tiempos se prestaba el libro; ahora se presta una copia del libro. Es verdad. Pero también puedo decir que quien hoy amanezca con ganas de leer La marcha Radetzky, de Joseph Roth, tiene el derecho de hacerlo, sin importar que las librerías le digan que no la tienen, o sin importar que viva en un sitio sin librerías, sin bibliotecas, y sin importar que no tenga cuatrocientos pesos en la cartera. Ningún editor, ningún abogado, ningún escritor tiene derecho de impedírselo.