sábado, 25 de abril de 2015

Benditos políticos


Hace unos días me compadecí de nuestro sufrido gobierno al que parece que no le salen las cuentas. Para ver si podía ayudar un poco, decidí seguirle la pista a un recibo que expedí por honorarios de diez mil pesos.

El buen Videgaray me sustrajo electrónicamente y de inmediato mil pesos como adelanto del impuesto sobre la renta y 1067 como adelanto de IVA en un acto de barbarie que se llama retención. Yo sé que al final mis gastos no serán deducibles, así es que guardo bajo el colchón el resto del IVA y del ISR, los cuales habré de pagar al final del mes o del año, respectivamente. O sea que de manera directa Papá Gobierno se estará cobrando cuatro mil seiscientos pesos de mi recibo.

Me siento tan contento de haber cobrado esos diez mil pesos, de los cuales por restas fiscales me quedan siete, que decido gastármelo todo en tequila para celebrar con mis amigos.

El tendero me hace ver que el tequila lleva 53% del Impuesto Especial sobre Producciones y Servicios y además hay que cargarle el IVA. Eso da un total de 69%. Noto entonces que de mis siete mil pesos, 4830 se van a las arcas de Hacienda. “Tu borrachera sale barata”, me dice el tendero, “la que cuesta caro es la de los servidores públicos”.

Entonces veo que mis honorarios de diez mil pesos le han redituado a Hacienda 9,430. Y eso sin tomar en cuenta otros impuestos que pagaron los fabricantes del tequila, como el de nómina o las cuotas al IMSS.

Pero hasta ahí, soy todavía un patriota. Y sé que debo compartir mi riqueza con los desposeídos, que debo abonar a las bien planeadas obras de infraestructura que requiere mi país, pagar los sueldos de la incorruptible policía que tan bien nos protege, los salarios de los ilustrados maestros siempre al servicio del saber y la cultura, los boletos en clase turista y el hospedaje en hoteles de tres estrellas para que la clase gobernante asista a los foros mundiales, mantener nuestros óptimos servicios de salud que son ejemplo para todas las naciones, afinar nuestra ya de por sí fina democracia.

Por eso quedé muy sorprendido cuando el ángel Auditor se me apareció en sueños para decirme que el desglose presupuestario de los 9,430 pesos generados por mi trabajo había sido el siguiente:

Casas blancas y de otros colores: 2,000
Compras en Rodeo Drive: 1,500 (o su equivalente en USD)
Vida de reyes para diputados: 1,000
Cuentas en paraísos fiscales: 750
Desfalcos estatales: 750
Fraudes diversos: 1,000
Monederos electorales: 1,000
Subsidio de multas PVEM: 1,000
Educación: 200
Servicios médicos: 230


Pero yo no creo en los ángeles. Entonces supuse que había sido un mal sueño. No era posible que mis impuestos tuviesen tal destino en un país donde los políticos luchan abiertamente contra la corrupción, el presidente fortalece el Estado de derecho, los partidos son fieles a sus ideales y electores, donde hasta tenemos una inflexible Secretaría de la Función Pública que vigila celosa y estrictamente a cada funcionario. Y la prueba es el modesto tren de vida que llevan nuestros políticos y, sobre todo, sus cónyuges e hijitos. Dios los bendiga por construirnos una patria tan bonita.

sábado, 18 de abril de 2015

Lecturas al azar

Hace alrededor de veinte años estaba conduciendo por una carretera de Minnesota. Al pasar por un pueblo de cuyo nombre quisiera, pero no puedo acordarme, vi que la biblioteca pública anunciaba un remate de libros. Me detuve y entré.

Como ya estaban a punto de cerrar, habían cambiado el sistema de venta de los libros. Pagué cinco dólares por el ingreso. Me dieron una caja de cartón y me dijeron: “Todo lo que quepa en la caja, es tuyo”. Si hubiese sido de un bufet de pizza me habría parecido un buen negocio; pero no me sentí muy cómodo tratando los libros como mercancía a granel.
La escena en el salón de lectura tenía más de rapiña después de un huracán que de congregación de lectores. Sobre las mesas aún había pilas de libros, pero se podía ver cómo desaparecían saqueadas por familias que habían entrado con cinco o más cajas, sin que siquiera leyeran los títulos.

Me uní a los pocos que mirábamos rápidamente las portadas para hacer una selección.
Luego de un rato salí con la caja casi vacía. Apenas eché seis libros, pero seis libros que sí pensaba leer. Dos eran ensayos antiguos sobre el arte de la novela. Otro era Volpone, de Ben Johnson. Mi prima Raquel, de Daphne du Maurier, novela que había leído cuando era niño en una condensación del Reader’s Digest. También dos antologías de poesía norteamericana.

Regresé la caja, puesto que no me hacía falta. La bibliotecaria debió suponer que no había comprendido el alcance de la gran oferta y me recordó que podía llevar más libros. En una mínima conversación me comentó que habrían de destruir los libros que sobraran. La biblioteca ya no tenía espacio para ellos, pues debían hacer lugar para todas las novedades. Además, los libros desechados llevaban cinco años sin que nadie los solicitara.
Con tantos títulos que se publican cada año, es natural que muchos terminen en la basura; o en estantes donde conservarán su virginidad. Pensé en esas familias Burrón que habían echado con los ojos cerrados cinco o seis cajas repletas de libros. Los imaginé en casa repasando su nueva biblioteca y dándose cuenta de que no les seducía prácticamente nada de lo que habían comprado por kilo. Y tendrían que hacer con ellos lo que la biblioteca no hizo: tirarlos.

Ahora me puse a pensar qué hubiera pasado si en aquella ocasión, en vez de elegir libros, hubiese dejado las cosas al azar. Confeccioné un generador de libros aleatorios, y lo puse en práctica con Amazon. Confiando en la Diosa Fortuna, estos habrían sido mis seis libros:
• Morfología de la naturaleza: un atlas del aspecto y la forma de los dientes, de Shigeo Kataoka.
• Cuando una mujer ama a un hombre: al acecho de su corazón, de James Ford.
• Tablas de los logaritmos comunes de números y funciones trigonométricas hasta seis cifras decimales, de Bremiker.
• Cara a cara con el Padre: una crónica de los hombres y mujeres que vieron el rostro de Dios y sobrevivieron, de Russell Walden.
• Schmidt retrocede: una novela, de Louis Begley.
• Manual para jugar Dungeons and Dragons, del Wizards RPG Team.

Como se ve, el azar no es buen consejero para hacerse de libros. Sin embargo, por mera ley de probabilidades podría aparecernos una obra maestra. Y eso ya es más de lo que ofrecen las listas de best sellers.

sábado, 11 de abril de 2015

Toscanadas: Kant vandalizado

Por: David Toscana
dtoscana@gmail.com

Hace unos días corrió la noticia de que alguien había grafiteado la antigua casa de Immanuel Kant con una leyenda en ruso que podría traducirse así: “Kant es un imbécil”. La policía se puso a buscar al responsable de tal sacrilegio o al menos dijo que lo buscaría. Un medio gringo incluso bromeó al reportar: “Dado que Schopenhauer murió hace ciento cincuentaicinco años, las autoridades carecen de un sospechoso”.

Junto con la noticia, circuló la fotografía de la casa donde habitó Kant, y tal parece que el más inocente acto de vandalismo fue el que cometió el grafitero. Mucho peor vándalo es el gobierno de esa óblast rusa con su indolencia. El edificio está en perfecto abandono y deterioro, con agujeros en el techo, sin ventanas, huecos en las paredes, cristales quebrados donde todavía existe algo parecido a una ventana, muros desmigajados. Lo que un día fuera un jardín ahora es un mero lodazal. Se le pueden augurar dos inviernos más en los que el agua se filtre por los muros para luego convertirse en hielo y acabe por derrumbarlo todo.

Vandalizar la casa de Kant también es poca cosa porque toda la ciudad de Kaliningrado es un acto de vandalismo. Es un aborto arquitectónico y urbanístico. Un esperpento heredado de los comunistas que tumbaron cuanto hallaron de bello y demolieron más allá de lo que exige un bombardeo, para luego levantar monstruosidades, incluyendo el espantajo de la Casa de los Soviéticos.

Así como está, a punto de venirse abajo, el edificio kantiano funciona como símbolo categórico de la Ilustración que tuvo su auge por aquellos años y que hoy es también una ruina.

El comentario del periodista sobre Schopenhauer vale como chiste, pero chiste malo. Solo un imbécil podría escribir “Kant es un imbécil”, y Schopenhauer distaba de serlo. Además, Schopenhauer jamás pensó que Kant fuese un imbécil. La gente brillante prefiere los argumentos a las descalificaciones.

Solo podríamos sospechar de Schopenhauer como vándalo antikantiano, si el grafiti hubiese dicho: “Kant afirma que sin pensamiento, o sea, sin conceptos abstractos, no hay conocimiento de ningún objeto, y que la intuición, puesto que no es pensamiento, no puede tampoco ser conocimiento ni nada más que una mera afección de la sensibilidad, simple sensación. Y todavía más: que la intuición sin concepto es totalmente vacía; pero el concepto sin intuición sigue siendo algo. Ésas son afirmaciones monstruosas; justo contrarias a la verdad: pues los conceptos reciben todo significado, todo contenido, únicamente de su referencia a las representaciones intuitivas de las que han sido abstraídos, es decir, formados mediante la supresión de todo lo accesorio; por eso, cuando se les despoja de la base de la intuición, son vacíos y nulos”.


Pero esto no cabe en un grafiti, ni en un tweet, ni en la cabecita de buena parte del mundo.

jueves, 2 de abril de 2015

Arlequines


Puedo ahora mismo inventarme algunas contraportadas para esas novelas que se comercializan con el nombre de Harlequin o Bianca o Deseo.

“Morgana era una periodista que recién había sufrido una decepción amorosa. Cuando su jefe le pidió que fuese a cubrir el concurso anual de alfarería en Sicilia, ella pensó que sería el más aburrido de sus trabajos…”.

“Luego de su divorcio, Tess se dijo que necesitaba una nueva vida. Vendió su tienda de antigüedades y se marchó a París. En la Rue de la Victoire, creyendo que se trataba de un taxi, habría de abordar por error el auto de Philippe Montreaux, el famoso diseñador, y desde entonces ya nada sería igual”.

“Cuando Rebeca decidió rentar una habitación en su casa junto al río, supuso que sus huéspedes serían estudiantes o parejas de clase media. Cuál no sería su sorpresa al ver que su primer cliente llegaba en un Lamborghini y no era hijo de sindicalista”.

En fin, me puedo inventar muchos argumentos más. Y hasta creo que tendría facultades para escribir una novela rosa entera, pues todos conocemos el cuento de la Cenicienta, la cual hoy no necesita ser pobre ni inmaculada. Ni tan joven, pues creo que la mayoría de las lectoras de esos libros son ñoras frustradas con el galán que se les volvió mariducho.

Hace años llegué a leer un par de esos libros. Fueron dos novelas que transformaron algunas de mis ideas. En primer lugar, porque estaban bien editadas y traducidas. En segundo, porque en aquel entonces costaron quince pesos y tenían tirajes de treinta mil ejemplares.
Desde entonces me pregunto: ¿venden treinta mil ejemplares porque cuestan quince pesos o cuestan quince pesos porque venden treinta mil ejemplares?

También me puse a pensar en un experimento. En el mundo de los clásicos hay una buena cantidad de novelas en cuya columna vertebral está la relación entre una mujer y un hombre, o sea, novelas de amor. ¿Qué pasaría si el editor de Harlequin decidiera meter en su colección, de manera casi anónima y hasta cambiando el título, alguna novela de Jane Austen o de las Brontë? O incluso, alguna latinoamericana que tuviese este texto en la contraportada: “El amor que sintiera Florentino Ariza por Fermina Daza habrá de perdurar durante más de cincuenta años, hasta que la vuelva a encontrar viuda, vieja y sola”.

O bien la historia de Mario, el aprendiz de escritor que se enamora de su tía Julia.
O hasta Madame Bovary o una novela de Turguénev o “La dama del perrito”, o Las cuitas del joven Werther o tantas otras que andan por ahí.

Me pregunto si las ñoras se sentirían decepcionadas con esos Harlequines o si ocurriría todo lo contrario.


Y ya que andamos con experimentos, qué tal si le pedimos a esas editoriales que hagan ediciones de quince pesos de Mario Bellatin, Eduardo Antonio Parra, Cristina Rivera, Fabio Morábito, Guillermo Fadanelli, Daniel Sada y hasta de Toscana. ¿Tendríamos a esos precios treinta mil lectores? ¿O es verdad que el lector de literatura se siente más contento si le sustraen trescientos pesos por libro?