viernes, 21 de septiembre de 2012

El chocorrol


En febrero del 2006 paré un par de noches en el hotel Century de la Zona Rosa. Apenas entré en la habitación, me topé con una papeleta en el centro de la cómoda, la cual guardo como un documento preciado: “Estimado huésped: Disfrute de nuestra promoción. En la compra de dos malteadas le obsequiamos un chocorrol”.
Me sentí profundamente conmovido y mi mente novelesca me trajo tres imágenes. La primera tenía que ver con la reunión mensual de los ejecutivos del hotel.
“La gente sólo viene a desayunar al restaurante”, diría el gerente. “¿Qué podemos hacer para atraer más clientela?” Pensé en el proceso de deliberación, discusión y lluvia de ideas entre graduados de algún instituto de hotelería o licenciatura en turismo, entre meseros y amas de llaves hasta dar con el seductor perfecto: un chocorrol. ¿Cuáles serían, entonces, las ideas que se desecharon? ¿Qué antojadiza persona supuso que lloverían los clientes dispuestos a engolfarse dos malteadas con tal de obtener el empalagoso premio?
En la segunda escena hay incontables chocorroles en el mostrador. Nadie los toca.
En la tercera pude ver el restaurante al anochecer. Una pareja triste sorbía con popote sus malteadas. Miraban sin hablar el chocorrol al centro de la mesa. Quizás el hombre hubiese preferido una cerveza, pero eligió darle gusto a su mujer. ¿Quién se iba a comer el chocorrol? ¿Mitad y mitad? Habían pedido una vela en la mesa para dar luz a algún recuerdo de juventud. “¿Te acuerdas…?”, diría él. Ella miraba el chocorrol, a punto de llorar.
Aunque no supe meter ninguna de estas escenas en alguna de mis novelas, pues nunca he alcanzado tales niveles de sensualidad, sí compuse un pasaje en el que una pareja ha de enfrentarse a la idea de comer un pan esponjoso con betún rosado.
Quienquiera que la haya leído sabrá que me quedé muy lejos de poder transmitir la fragilidad de la condición humana sugerida en la papeleta promocional.
Me arrepiento de haber desdeñado la oferta. Si tuviese una segunda oportunidad, bajaría al restaurante cuando ya casi fuera hora de cerrar. Pediría las dos malteadas. Supongo que de vainilla y fresa, pues no me apetece el chocolate con chocolate. Es probable que el mesero, ante la nula respuesta de los clientes, olvidara traerme el chocorrol. Entonces yo sentiría una vergüenza enorme de recordárselo; si bien, al final lo haría. “¿No se le olvida algo, señor?”
“Ah, sí”, diría él, un poco turbado. “Su recompensa”.
Ahí, de cara a la pared, bebiendo un par de malteadas, decidiéndome a morder un chocorrol que no sería de marca conocida, sino elaborado por una mujer al borde de la desilusión, sin ganas de burlarme de mí mismo, habría comprendido algo sobre la vida y la muerte, algo que apenas intuyo leyendo a Dostoievsky, a Kafka, a Onetti. Morder ese chocorrol habría resultado en una epifanía, y entonces yo no sería un mero contador de historias sino, tal vez, un artista, y mis novelas dirían lo que no dicen y harían sentir al lector la sutil, la casi imperceptible distancia entre el ser y el no ser, entre el yo y la nada.

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