viernes, 31 de julio de 2015

Y es por el libro que tú escribiste


Allá cuando estaba en la secundaria y el Tesoro del declamador era un instrumento más mnemotécnico que poético me dio curiosidad por leer La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. Esto, por supuesto, fue consecuencia del poema de Amado Nervo titulado “A Kempis”. Me preguntaba qué clase de libro podía ser éste para que nuestro querido poeta dijera: “ha muchos años que vivo triste, ha muchos años que estoy enfermo, ¡y es por el libro que tú escribiste!”.

Otras curiosidades me asaltaban con aquella antología de recitaciones. Por ejemplo, quería ver a Garrick, actor de la Inglaterra. O me preguntaba qué diablos significa que un cielo impasible despliegue su curva. ¿Qué era el spleen? Dado que desconocía el gentilicio de las mujeres de Salamanca, suponía que una salmantina de rubio cabello era una monja güera de la orden de las salmantinas que hacía natillas en sus ratos de ocio. Aun mientras escribo esto no sé qué es el trigo garzul.

Hasta la fecha sigo empleando expresiones anacrónicas, como “magrecita del alma” o “manque me lleven los pingos” o “cambiadme la receta”.

Pero volviendo al poema de Amado Nervo… En aquel entonces no capté el tono irónico del poeta. Pensaba que el poema en verdad estaba dedicado a un gran libro que podía marcar una vida. Durante años evité leer La imitación de Cristo por temor a que su influencia me convirtiese en un asceta. Después de todo, no sería gratuita su fama de ser el libro cristiano más vendido en la historia, con excepción de la Biblia.

Pues bien, yo necesito decirles que el librito de marras parece un mal chiste. Un llamado a la mediocridad, a la ignorancia, al oscurantismo. A un montón de cosas guangas, pero jamás a algo noble, enaltecedor y, por supuesto, no induce para nada a imitar a Cristo. El libro debería titularse La imitación de una estúpida abuela católica. Yo había supuesto que Kempis podría tener la profunda visión de Boecio en La consolación de la filosofía, pero no.

No terminé de leer el libro. Es aburridísimo y revuelve la misma idea cien veces con casi iguales palabras. Lo leí a saltos, por saber si en algún momento se decía algo provocador; mas me topaba con ideas como ésta: “Todos los hombres, naturalmente, desean saber; pero ¿qué aprovecha la ciencia sin el temor de Dios?”. O sea, un llamado a la ignorancia. También dice: “Prepárate a sufrir muchas adversidades y diversas incomodidades en esta miserable vida; porque así estará contigo Jesús adondequiera que fueres; y de verdad que le hallarás en cualquier parte que te escondas”. ¿Qué recabrones quiso decir Kempis? O este galimatías: “También algunas veces conviene usar la fuerza, y contradecir varonilmente al apetito sensitivo, y no cuidar de lo que la carne quiere o no quiere, sino andar más solícito, para que esté sujeta al espíritu, aunque le pese. Y debe ser castigada y obligada a sufrir la servidumbre hasta que esté pronta para todo, aprenda a contentarse con lo poco y holgarse con lo sencillo, y no murmurar contra lo que es amargo”. Por si fuera poco, emplea la palabra “abundantísimamente”, que solo puede usar el peor prosista del mundo.


Cristo siempre me ha parecido un personaje fascinante. Kempis simula pedirnos que lo imitemos; mas quien siga los consejos kempisianos se volverá estúpido, timorato y tibio a tal punto que, por no ser caliente ni frío, habrá de ser vomitado. Si a Cristo le gustara la Inquisición, habría quemado a Kempis en la hoguera. El problema es que a la Inquisición nunca le gustó Cristo.

viernes, 24 de julio de 2015

Saberes y sinsaberes


Esta mañana estuve en una terminal camionera de un pueblo de Cantabria. Mientras esperaba el autobús, dos malandros conversaban a mi lado. Se notaba que nunca se habían parado en una escuela, y sin embargo conversaban con la suficiencia de un Ignacio Burgoa vuelto de entre los muertos. ¿Sus temas? Los derechos de un preso, el comportamiento que debían mostrar los policías, las obligaciones de un juez o del defensor de oficio. Era obvio que nada habían aprendido en libros y todo en ellos era experiencia. Si por alguna mala pasada me tocara estar en una celda con ellos, mis lecturas de poesía mexicana se volverían una frivolidad y en cambio el conocimiento de ellos sería oro puro. “Todo en ella encantaba, todo en ella atraía, su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar...”, podría decir yo. En cambio ellos me enumerarían los derechos fundamentales de un detenido según la legislación española y de la Unión Europea.

Ya cuando el autobús avanzaba hacia Oviedo, escuché que la transmisión emitía ruidos poco sanos. Ociosamente me puse a pensar que entre los miles de libros que he leído, ninguno me informa cómo reparar un Mercedes Benz OC500RF.

Por la ventanilla miré muchas ovejas pastando. Me dije que no sabía trasquilar ni ordeñar ovejas. No sé si se reproducen en cualquier momento del año o tienen ciclos. No sé a qué edad se vuelven adultas ni de qué suelen enfermarse. Me confundo con los términos oveja, borrego, carnero y cordero. Apenas sé que cuando aún maman leche se les llama “lechazo”, y que cuando lo preparo al horno me queda delicioso.

Todo conocimiento es situacional. Alguien puede tener buena opinión de mí si el tema de conversación es Don Quijote. Estará seguro de que soy un ignaro si se habla sobre las series de HBO.

Los médicos gozan de privilegios situacionales, pues suelen estar bien informados de aquello que su interlocutor desconoce. Por eso hasta los charlatanes parecen genios.

Especialmente en España la gente habla en los bares como si fuesen autoridades incuestionables del tema que están tratando. A cinco mesas de distancia oigo sus categóricas afirmaciones. Todos orgullosos de saber lo poco que saben.

Supongo que la cantidad de conocimientos disponible es infinita. Eso haría que, matemáticamente, alguien a quien llamemos culto abarca tanto conocimiento como el ignorante. Pero más allá de una proporción matemática, lo cierto es que sí hay pocos sabelomuchos y muchos sabelopocos.

Se ha dicho que Da Vinci, Leibniz o Bacon llegaron a dominar todo el conocimiento de su época, cosa facilitada porque entonces nada podía saberse sobre física cuántica o telecomunicaciones o futbol, y la medicina era un embrión. Pero aun al hablar de estos polímatas resulta exagerado suponer que dominaron siquiera el uno por ciento de cuanto se podía saber.

Entonces la gran pregunta es: de esa infinidad de conocimientos disponibles, ¿qué debe formar parte del currículo en las escuelas? No lo sé. Pero hay que replantearse la pregunta desde cero y no desde la tradición. Lo que sí consta es que cualquier tipo de conocimiento se acumula y disemina en forma de palabras. Entonces la escuela debe enseñar letras, letras y más letras. Cualquier sistema que luego de doce años de estudio le entregue certificados a iletrados es absurdo e inútil; digno de la SEP, de políticos incompetentes, de maestros que no quieren ser evaluados. Digno de un país que cada vez tiene más especialistas en derecho penal, por experiencia, no por libros.


viernes, 17 de julio de 2015

Antes y después de Gardenia Davis


Ahora que se volvió a pelar el Chapo, se comentó en muchos artículos de prensa que se trató de una fuga “de película”, haciendo mención de El conde de Montecristo, Papillón o Shawshank Redemption. La gran mayoría de los textos se referían precisamente a sus versiones fílmicas y no a las literarias. Las mismas referencias hollywoodenses se dieron un mes antes, cuando dos presos gringos se fugaron de una prisión en Nueva York; y seguirán dándose cada vez que alguien se fugue, ya sea con un túnel tecnológicamente avanzado o a punta de pistola o en helicóptero o con cañonazos de cincuenta mil pesos o mediante el inverosímil truco del carrito de lavandería.

Tres cosas ocupan obsesivamente la mente del ser humano: la comida, cuando se tiene hambre; el sexo, cuando se anda ganoso; la libertad, cuando se está en prisión. La primera es la peor. Por eso en gulags y campos de concentración se mataba a la gente de hambre; así los obligaban a pensar más en comer que en fugarse. Claro que muchos también terminaban soñando con la fuga para poder comer.

Primo Levi estuvo preso en Auschwitz y con mala prosa escribió: “El concepto de evasión como obligación moral está continuamente reafirmado en la literatura romántica (¿se acuerdan del conde de Montecristo?), en la literatura popular, en el cine, donde el héroe, injustamente (o justamente) encarcelado, intenta siempre evadirse, aun en las circunstancias menos verosímiles, y su tentativa se ve siempre coronada por el éxito”. Y en verdad, por severos que fuesen los campos de concentración alemanes, hay muchas historias de gente que se fugó.

Hoy mismo, con más de diez millones de presos en el mundo, todos soñando con fugarse, lo más natural es que se realicen muchos intentos fallidos y algunos exitosos.

Hace tiempo me interesé en la historia del Gardenia Davis, un glamoroso luchador texano que participó con éxito en la lucha libre mexicana de los años cuarenta y cincuenta. Cuando su hijo fue arrestado en México por narcotráfico y echado en una prisión de Piedras Negras, el Gardenia se dedicó a maquinar la fuga. Para su sorpresa, se enteró de que en México no era delito participar en una fuga, siempre y cuando no hubiese heridos o muertos ni daños en propiedad ajena. Se puso a reclutar mercenarios, género que abunda en Estados Unidos. Él mismo tuvo que desechar a algunos que le proponían entrar a México con toda clase de metralletas, explosivos y bazucas. Al final, contrató a un ex marine que había luchado en Vietnam.

Siempre que voy contando esta historia, alguien me interrumpe en este momento con el comentario: “Ah, como Rambo”. Y se me quitan las ganas de continuar. “No”, digo. “Un ex marine que luchó en Vietnam no es como Rambo; acaso Rambo sea como un ex marine que luchó en Vietnam”.


En México se pierde la cuenta de los reos fugados. Si a un periodista, historiador o escritor le interesa, podría escribir un libro muy gordo. Estas incontables fugas son vida cotidiana. Solo son “de película” para el que subvive delante de una pantalla. Cualquiera que se fugue, es hombre de acción. El cinéfilo, lo sabemos, es cuasi un vegetal. Sin el cuasi. Cosa paradójica, porque según la etimología griega “cine” significa “movimiento”.

viernes, 10 de julio de 2015

Mucho deporte y poca cabeza


No falta quien critique la costumbre de los mexicanos de gastarse fuertes cantidades en las famosas fiestas de quince años. Al final queda un vestido inútil, algunas fotografías y muchas deudas. Los políticos del mundo sueñan con sus equivalentes fiestecitas, que en este caso son Olimpiadas, campeonatos mundiales de futbol y Eurocopas. Brasil llevaba una buena marcha económica y se echó encima dos estúpidas fiestas. Y recordemos que parte de los problemas de Grecia comenzaron en el 2004, cuando algunos políticos también quisieron sus jueguitos.

El problema de la FIFA y del COI no es que sus directivos se roben una lana; su verdadera nocividad radica en que se comporten como niñas ricas exigiéndole al país anfitrión lo más lujoso, moderno y superfluo en cuestión de estadios e instalaciones. A su vez, el país anfitrión gasea a quienes salen a pedir un salario digno, pero trata como enviados de Dios a los embajadores deportivos.

Qué importa si después hay que hacer recortes a las pensiones y a la educación; lo importante en esta vida es tener un estadio grandote y nuevo. Si se agrega que el país está plagado de corrupción, como los casos de Grecia, Brasil y Rusia, la factura tarda mucho en pagarse; y ya sabemos que no la pagan los bancos ni las constructoras ni los políticos.

Hoy, buena parte del complejo olímpico ateniense es una ruina sin belleza ni historia. En una década se deterioró y avejentó más que el Partenón en dos mil quinientos años. Miles de millones de euros se fueron a la cloaca para nada, pues el único recuerdo de las mentadas Olimpiadas es el de aquel imbécil cura católico tacleando a Vanderlei de Lima en el maratón.

No voy a decir que las Olimpiadas causaron el problema económico griego, pero son un buen indicador de lo que suele ocurrir en las economías que se hunden: malos presupuestos, trato con constructoras estilo OHL o Higa, gastos en inútil infraestructura, sobrepoblación de especuladores, endeudamiento para proyectos no redituables y corrupción, mucha corrupción. Tanta corrupción que el gobierno griego tuvo la desfachatez de reportar números negros; como si un estadio se pagara con diez días de taquilla.

Grecia gastó el presupuesto de Educación de todo un año en una verbena para que los muchachos corran, brinquen y se dopen. Por eso el mejor regalo que el COI le hizo a España fue elegir a Río de Janeiro como sede de las Olimpiadas. Ahora Dilma tiene la papa caliente, no Rajoy. Ya veo las protestas de los españoles si les dicen: “Vamos a recortar aún más el presupuesto de la universidad para construir un bonito estadio de hockey sobre hierba”.


En fin, seguiré despotricando y seguiré sin entender en qué momento el deporte se volvió el centro del mundo. Varios estudios dicen que el exceso de interés en los deportes es síntoma y causa de un bajo cociente intelectual. Eso se sabía sin necesidad de estudios. Y entre más imbécil se vuelva un país, más contentos estarán los políticos. Las universidades se siguen viendo como nido de oposición; los estadios como corrales para borreguitos. Por eso vimos el domingo pasado a Bachelet apoyando a sus once analfabetas del modo como no apoya a los estudiantes. Por eso en México maestros y gobierno fingen ser antagonistas cuando lo cierto es que bailan pegados en su objetivo común de mandar al carajo la educación.

martes, 7 de julio de 2015

Perdidos en Tokio


Siempre he tenido un gran interés por la traducción. Valoro a quienes se dedican a tal oficio con ganas de hacerlo bien. Además, traducir es mucho mejor ejercicio para un escritor que el mentado periodismo. Comparo versiones de textos y me emociono o desilusiono tal como a otros les ocurre mirando algún deporte. Me da erisipela toparme con ciertas pifias. Algunas son de lenguaje; otras, meros vacíos de cultura general. En una novela que leía esta semana, Best Western Motels se convirtió en “los mejores moteles del Oeste”. Con tal criterio, una Apple Store sería una tienda de manzanas. Más adelante, se hablaba de los Pueblo Indians, y el traductor los convirtió en “indios de aldea”, sin que algún editor captara los gazapos.

Suele ocurrir que entre mejor sea la prosa de un autor, peor le va con las traducciones. La versión al inglés de Pedro Páramo pierde buena parte de los matices. Las conocidas primeras líneas del original, dicen así: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”.

La traducción de Margaret Sayers Peden, readaptada al español por mí, dice: “Vine a Comala porque me habían dicho que mi padre, un hombre llamado Pedro Páramo, vivía allá. Mi madre me lo dijo. Y yo le había prometido que después de que ella muriera iría a verlo”.

Aunque comienza con el mismo “Vine a Comala”, para Sayers Peden, el narrador “irá” a ver a su padre, que vive “allá”, cuando el de Rulfo ya está “acá”. Además, “un tal” se vuelve “un hombre llamado” y la inmediatez del “en cuanto” se vuelve un impreciso “después”.

Luego, Rulfo nos escribe el parlamento de la madre: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.

Según Sayers Peden, dijo: “No le pidas nada. Solo lo nuestro. Lo que me debió haber dado, pero no me dio… Hazlo pagar, hijo, por todos esos años que nos dejó en el olvido”.

Las últimas diez palabras del original son contundentes. Memorables. Tanto así que “Cóbraselo caro” es el título de una novela–homenaje a Rulfo de Élmer Mendoza. Ni por asomo la versión en inglés tiene tal fuerza. Donde además “un rencor vivo” se convierte en “bilis viviente”.

Como último ejemplo, menciono otra frase golpeadora del primer capítulo. El arriero dice: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”, lo cual cambia misteriosamente en inglés a “Pedro Páramo también es mi padre”. Biológicamente son frases equivalentes. Literariamente, no.

Más allá de considerar las posibilidades del inglés y el español, o de juzgar mis propias traducciones literales, puse estos ejemplos en los que Sayers Peden cree saber mejor que el propio autor lo que se debe decir.

Además preferí hablar sobre la traducción de Pedro Páramo al inglés que de la de Don Quijote al español, lo cual parece una mala broma de Andrés Trapiello. No tuve hígado ni para terminar de leer su primer capítulo, en el que cree universalizar la obra de Cervantes con gachupinismos, y además muestra poderes para leer la mente del difunto manco de Lepanto al convertir un “sayo de velarte” en un “sayo de velarte negro”.


En fin, hay cirujanos plásticos que desfiguran rostros perfectos.