sábado, 30 de mayo de 2015

Derecho ajeno


Esta semana en Irlanda se consultó a la ciudadanía para decidir si se aprobaban las bodas entre personas del mismo sexo. La mayoría votó que sí. Esto habla bien de los irlandeses, que pese a su fama de país católico, se quitó de encima la sombra de supersticiones heredadas al mundo por unos pastores que vivieron hace cuatro mil años.

Lo malo fue que el gobierno de ese país les preguntara a sus habitantes si debía respetar los derechos humanos. ¿No pudieron ellos solitos tomar la decisión? Poca importancia tiene lo que piense la mayoría cuando se trata de respetar lo que una minoría prefiere o no prefiere en el amor.

Cualquier gobierno que no otorgue los mismos derechos a los homosexuales que a los heterosexuales muestra una diferencia apenas de grado con aquellos países en que los primeros son perseguidos, encarcelados y lapidados. Cualquier ciudadano que en Irlanda votó “no” o cualquiera en otro lugar del mundo que simpatice con ese “no” es un inquisidorzuelo al que le gustaría tomarse una frívola revancha por aquel día en que llovió azufre.

Un jefe de Estado que consulte la Biblia o el Corán antes que la Carta Internacional de los Derechos Humanos gobierna con idolatría. El mundo ha hecho guerras para deshacerse de esos fanáticos, pero también las ha hecho para ponerlos en el poder. México tuvo las suyas y por suerte prevalecieron los liberales. Si bien algunos presidentes no saben de historia.

Este fanatismo no es exclusivo de países con tradición islámica. Es muy probable que los Estados Unidos elijan el año entrante a un presidente que no distinga entre un huracán y la ira de dios. El parlamento polaco es títere del episcopado en todo lo que tenga que ver con homosexuales y la entrepierna femenina. En Rusia, Putin y el patriarca de la iglesia ortodoxa promueven la homofobia. Y los rusos responden a esa propaganda. Un referendo en ese país hubiera dado al “sí” apenas un cinco por ciento.

En estos asuntos, el papa Francisco deja asomar una incipiente tolerancia que no llega a nada en concreto. En primer lugar porque se le amotinan los ancianos conservadores de su iglesia, y hasta es extraño que no lo hayan ya envenenado. En segundo lugar, porque le toca gobernar con una constitución que no acepta reformas a sus artículos.

Yo sería papista si Francisco, en vez de ser un simpático coleccionista de camisetas de futbol, ordenara sacerdotisas y abriera su iglesia a los homosexuales y persiguiera a sus curas pedófilos; o de una vez que el famoso voto de castidad incluyera un machetazo, pues como dijo el jefe de todos ellos: “Mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno”.

En fin, volviendo al asunto irlandés, ya va siendo hora de que todos los estados de México dejen de vivir en el pasado y den a sus habitantes derechos iguales. Y de pasada, que los más retrógradas abandonen para todo matrimonio sus prácticas obsoletas de exigir humillantes exámenes médicos y seguir recetando la estúpida epístola de Melchor Ocampo. Pero no esperen a que vote la gente. Tengan pantalones, integridad e inteligencia.

Todo lo que nos haga avanzar hacia el respeto al derecho ajeno es civilización; cualquier paso atrás es oscurantismo.

viernes, 8 de mayo de 2015

Derecho de lector

Ante los medios cada vez más accesibles para reproducir y compartir una obra literaria, va tomando más importancia el debate sobre el derecho de autor. Durante ferias de libro y otros foros se trata el tema. Sin embargo, por lo general los participantes en dichas discusiones son principalmente editores; y es que aquello que normalmente se llama “derecho de autor” es más bien derecho de editor o de librería o, acaso, derecho de viudez. ¿De qué otra forma se le puede llamar a una ley que protege la comercialización de una obra setenta años después de que el autor se volvió un cadáver?

Desde que se firma un contrato, se sabe que al autor le toca entre un siete y un diez por ciento del precio de venta; el otro noventaitantos se lo distribuyen entre editorial y librería. A esta última le corresponde la mayor parte. 

La gran masa de autores sabe que no se va a enriquecer con sus libros y prefiere tener más lectores que más dinero. Y, en todo caso, esa gran masa de autores sabe que pierde menos dinero por la piratería que por las cuentas chuecas que le hace su propia editorial. 

Muchas veces, caminando por entre los libros pirata que se venden en las aceras del centro del DF, los escritores buscan ilusionadamente alguno de sus títulos. Pues reza la máxima que solo un autor de éxito tiene el honor de ser pirateado. 

El escritor de literatura se dedica en cuerpo y alma a su oficio por razones que no obedecen al dinero o la fama, pues de lo contrario se hubiese dedicado a otra cosa. No obstante, hay veces que llegan el dinero y la fama. Aun en esos casos, los grandes autores no suelen perseguir a toda costa lo económico con sus libros. Suelen negarse a contratos jugosos con tal de permanecer con el editor que los apoyó cuando eran nadie. Son fieles a sus agentes que también les han sido fieles. Prefieren una portada elegante que una comercial. No solicitan grandes adelantos. Tan verdadero es lo que digo, que el cien por ciento de los editores prefiere tratar con los autores que con sus viudas.

Así, el tal derecho de autor está mejor bautizado en inglés, con el nombre de copyright, o sea, el derecho de hacer y vender copias. Y ese derecho hay que hacerlo armonizar con el principal de todos: el derecho de lector, que consiste en que cada quien pueda leer lo que quiera, cuando quiera a un precio módico o gratuitamente.

Desde los primeros días de la imprenta de Gutenberg, alguien podía comprar un libro y, luego de leerlo, dárselo a un amigo. La pregunta difícil de responder es: ¿al maximizar nuestra capacidad de compartir un libro, perdemos el derecho de compartirlo?


Alguien dirá que en otros tiempos se prestaba el libro; ahora se presta una copia del libro. Es verdad. Pero también puedo decir que quien hoy amanezca con ganas de leer La marcha Radetzky, de Joseph Roth, tiene el derecho de hacerlo, sin importar que las librerías le digan que no la tienen, o sin importar que viva en un sitio sin librerías, sin bibliotecas, y sin importar que no tenga cuatrocientos pesos en la cartera. Ningún editor, ningún abogado, ningún escritor tiene derecho de impedírselo.