viernes, 10 de agosto de 2012

Mozart y el ruido


Una de las muertes más romantizadas del arte es la de Mozart. Porque era un genio, porque era joven y porque se dice que acabó en una fosa común. Esto último lo ha convertido en el arquetipo del artista pobre, si bien aquí hay una dosis de leyenda.
Mozart terminó en algo que pudiéramos llamar tumba compartida, con otras cuatro o cinco personas. Cosa normal incluso en nuestros días, pues la mayor parte de la gente acaba en sepulcros ya ocupados por otros esqueletos.
Sin embargo, lo que ahora traigo en la cabeza no es su morada de muerto sino de vivo.
El último departamento que habitó Mozart, se ubicaba en la Rauhensteingasse, en el mero centro de Viena. Ya no existe, pero tuvo alrededor de 150 metros cuadrados. Busqué pisos equivalentes en esa zona, y la renta promedio es de 2,800 euros al mes, o sea, unos 46 mil pesos. El precio de venta se acerca a los 30 millones de pesos.
Sé que los bienes raíces no son comparables de modo directo, pero en cualquier momento de la historia, habitar un céntrico piso de Viena es señal de que no se vive en la miseria.
No me hubiese gustado ser su vecino. Podré admirar su música, pero escuchar sonsonetes y vibraciones tras las paredes dista mucho del placer de la música de cámara. Lo sé bien.
En términos sonoros, el mejor vecino es un escritor, pues nadie ama tanto el silencio y se dedica a una actividad tan silenciosa. ¿Qué batahola puede provocar con arrastrar la pluma, rasgar un papel, digitar un teclado? Y nadie sufre tanto por el ruido. Ahí está el cuento de Chéjov sobre un escritor que necesita silencio. Se titula “¡Chist!” o, al menos, así se tradujo.
Este es para mí un tema recurrente. El ruido. ¿Por qué nuestra sociedad está enamorada de él?
Los teléfonos pitan cada vez que oprimimos una tecla; la gente habla como si no confiara en el aparato sino en el volumen de su voz. La computadora dispara un sonido cada vez que abrimos o cerramos un programa, cometemos un error, y no sé cuántas alarmas más. Para trabajar en silencio, tuve que desactivarle más de sesenta sonidos. Los juguetes de los niños son un suplicio sonoro. ¿Y luego por qué hablan siempre con gritos? Se abren y cierran puertas con traqueteo de más.
Las cámaras digitales reproducen el rumor del movimiento del rollo. Algunos lectores de libros electrónicos incluyen un sonido de cambio de página. ¿La risa tiene que ser algo tan estrepitoso? ¿Por qué las damas confunden sus tacones con tambores?
En la escala de Toskanski, el sonido más desagradable es el ronquido; el más bello es el gemido de una mujer.
Cuando comencé estas líneas, tenía idea de describir el modo como han vivido los artistas pobres. Pensé en Van Gogh. Ya quisiera cualquier mortal vivir en el sur de Francia, mantenido, bebiendo vino y comiendo foie gras; en los poetas románticos ingleses, que habitaban lo que hoy son lujosas casas de campo; en Dostoievski que, pobre pobre, se la pasó viajando y apostando.
Pero se me metió en los oídos y en el hígado el sonsonete de mi vecino, que se esmera día y noche en dominar la guitarra; su voz que adelgaza para cantar como solterona católica; y terminé otra vez hablando de ese fenómeno vibratorio que un día me mandará al asilo de trastornados. Mientras que el resto del mundo seguirá cultivándolo, adorándolo, procurándolo y subiéndolo de volumen. No vaya a ser que en un momento de silencio les diera por pensar.

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