viernes, 14 de septiembre de 2012

El baño de mujeres


Los escritores no solemos ocuparnos de las necesidades fisiológicas de nuestros personajes. Si bien, hay muchas excepciones.
La mejor recordada es la penosa situación de Sancho Panza en aquel capítulo de los molinos de batán, cuando “le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él”. Así, en lo que exoneraba el vientre, don Quijote le pregunta si tiene miedo.
—Sí tengo —respondió Sancho—; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
—En que ahora más que nunca hueles y no a ámbar —respondió don Quijote.
En el cuento “Como el mundo”, Jesús Gardea nos cuenta la historia de dos hijos que deciden dejar a su gordo padre encerrado en una letrina. El hombre sobrevivió ahí apenas un día, y “la noche siguiente, de madrugada, un soplo de viento nos trajo una hedentina atroz, como si se estuviera pudriendo el mundo entero”.
Luis Arturo Ramos se ocupa de la micción en su novela La casa del ahorcado, mientras que en Palinuro de México, Fernando del Paso dedica un buen tramo a necesidades más etéreas.
Luego de pasar hambre, Eric María Remarque relata en Sin novedad en el frente el afortunado encuentro de unos soldados con un lechón. “Pasamos una mala noche. Hemos comido demasiada grasa. La carne fresca de lechón recarga los intestinos. Es un continuo entrar y salir del refugio. Fuera hay siempre dos o tres hombres en cuclillas, con los pantalones bajados y blasfemando. Yo mismo he de salir nueve veces. Hacia las cuatro de la mañana batimos el récord: los once hombres, centinelas e invitados, estamos agachados fuera del refugio”.
Entre más pienso más ejemplos se me ocurren, al punto de que podría olvidarme de la primera frase de este texto. No he hecho un esfuerzo ensayístico para saber hasta dónde los escritores han considerado los asuntos fisiológicos o si lo han hecho de modo elegante o vulgar, lo que sí me consta es que los arquitectos lo han hecho muy mal.
Cada vez que paso por aeropuertos, centros comerciales, salas de exposiciones u otros lugares de reunión masiva, me topo con la misma escena: el baño de hombres está casi vacío, mientras en el de mujeres hay una fila para siquiera poder entrar.
Quienquiera que escriba los nuevos libros de arquitectura, ha de dedicar algunas líneas en el capítulo sobre baños con las siguientes indicaciones:
Las mujeres tienen más motivos para ir al baño que los hombres.
Las mujeres suelen asistir en mayor número a los sitios públicos.
Ellas requieren más espacio para realizar aquello que otro no pudiera hacer por ellas.
A ellas les toma más tiempo; eso lo sabe cualquier ingeniero que conozca el análisis de tiempos y movimientos.
Y sin embargo, el área que se asigna para uno y otro sexo suele ser la misma cuando, según mis cálculos, la equidad se alcanzaría en el tres por uno.
Mientras los arquitectos prefieran la simetría al funcionamiento, el asunto quedará en la inequidad. Si yo fuese arquitecto, queridas damas, buscaría el equilibrio. Pero sólo soy un poverino escritorzuelo.

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