viernes, 25 de abril de 2014

San Cefas

Los evangelios se escribieron en griego, lengua que no dominaba el Hijo del Hombre, de modo que tenemos muy pocas citas textuales. Entre ellas, podemos encontrar las transliteraciones de “Elí, Elí, ¿lama sabactani?” o “Talita cumi”. Esta última expresión llama la atención por la brevedad del arameo, pues mi Biblia dice que esas dos palabras significan “Muchacha, a ti te digo, levántate”.

Podemos estar seguros de que Simón, llamado Pedro, no fue llamado así. Para referirse a una piedra, los griegos usaban “lithos”, de donde nos viene “aerolito” o “litografía”. Esta forma griega se usa al hablar de la piedra angular que desecharon los constructores o sobre la piedra de molino que más valdría atarse al cuello para luego echarse al mar antes que hacer tropezar a uno de los pequeñitos que cree en Cristo. En griego también se empleaba la forma “petra”, que nos es más conocida, pero ésta aparece con menor frecuencia en los evangelios.

Sin embargo un carpintero o albañil de tierras palestinas emplearía su lengua madre al dirigirse a un pescador. Por eso Juan nos aclara que Simón no fue llamado Pedro, sino Cefas. Algunos traductores no captaron el juego de palabras griegas entre Pedro y piedra y terminaron escribiendo “tú eres Pedro y sobre esta roca…”. Así, de una vez pudieron llamar Rocco al buen Cefas o Pedro. Jesús también le llamó “hombre de poca fe” cuando lo vio hundiéndose en las aguas. Luego, cuando Pedro lo quiso desviar de su misión, Jesús pronunció un mote más diabólico. “Quítate de delante de mí, Satanás; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.” De nuevo quiso hacer tropezar a Jesús cuando le cortó la oreja a uno de los que venían a arrestarlo y Jesús una vez más lo regañó: “Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomaren espada, a espada perecerán”.

Sabemos que era asustadizo, aunque a la vez osado, que negó tres veces a Jesús y que le faltaba el aire para correr. Sabemos que en un principio no quiso permitir que Jesús le lavara los pies, pero ya entrados en limpiezas le pidió que de una vez le lavara cabeza y manos. Fuentes extra canónicas nos cuentan que estaba celoso de María Magdalena.

En la Última Cena, los discípulos comieron y bebieron hasta saciarse, por eso no pudieron mantenerse despiertos por más que Jesús los sacudía. Cuando fue a orar a Getsemaní, en aquella ocasión en que sudó sangre, le pidió a Pedro y a los hijos de Zebedeo: “Orad conmigo”.

Pero apenas estaba Jesús a medio decir “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz…”, Pedro se puso a roncar. Lo despertó, lo regañó, volvió a su oración y Pedro otra vez se durmió.

A muchos ha extrañado que, siendo Pedro el más amonestado de los apóstoles, haya sido al final el elegido. Por eso no hay que criticar a los papas por su comportamiento poco cristiano, pues ellos son sucesores de Pedro, no de Cristo. Tal como Pedro, no ponen la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres. Y aun pecando mucho llegan a santos.

Y así hay que amarlos y venerarlos por los siglos de los siglos. Amén.

viernes, 18 de abril de 2014

Infinito Gabo


El primer muerto fue Melquíades. Lo sepultaron en una tumba erigida en el centro del terreno que destinaron para el cementerio, con una lápida donde quedó escrito lo único que se supo de él: Melquíades. 

Luego vino Remedios, envenenada por su propia sangre con un par de gemelos atravesados. Visitación se dio el gusto de morirse de muerte natural, después de haber renunciado a un trono por temor al insomnio. Antes o después habrían de partir todos los Buendía. 

El coronel Aureliano se fue por mano propia. Se quitó la camisa, se sentó en el borde del catre, y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico personal le había pintado en el pecho. 

Mauricio Babilonia murió de viejo en la soledad, sin un quejido, sin una protesta, sin una sola tentativa de infidencia, atormentado por los recuerdos y por las mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado como ladrón de gallinas. 

Úrsula fue momificándose en vida, hasta el punto de que en sus últimos meses era una ciruela pasa perdida dentro del camisón. Santa Sofía de la Piedad se la sentaba en las piernas para alimentarla con cucharaditas de agua de azúcar. Parecía una anciana recién nacida. La acostaban en el altar para ver que era apenas más grande que el Niño Dios, y una tarde la escondieron en un armario del granero donde hubieran podido comérsela las ratas. Se murió gritando “¡Estoy viva!” sin que nadie la escuchara.

A Rebeca la encontraron en la cama solitaria, enroscada como un camarón, con la cabeza pelada por la tiña y el pulgar metido en la boca.

José Arcadio Segundo se fue de bruces sobre los pergaminos, y murió con los ojos abiertos. 

Pilar Ternera murió en el mecedor de bejuco, una noche de fiesta, vigilando la entrada de su paraíso. De acuerdo con su última voluntad, la enterraron sin ataúd, sentada en el mecedor que ocho hombres bajaron con cabuyas en un hueco enorme, excavado en el centro de la pista de baile. 

Yo no lo sé de cierto, pero supongo que García Márquez se nos fue como José Arcadio Buendía, con la muerte más bella que se ha contado: la del sueño de los cuartos infinitos.

El buen Gabo soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces Gabo regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero un 17 de abril del año de los escritores muertos, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y Gabo se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. 

viernes, 11 de abril de 2014

Guerra vitalicia

La visión menos glamorosa de la guerra  la dan los lisiados. Estos abundaron en la Primera Guerra Mundial y por esas fechas se publicaron algunos manuales sobre qué hacer con estos héroes lisiados. La patria no podía ser tan desagradecida como para no ocuparse de ellos.

Muchos campesinos sin piernas o brazos ya no pudieron ocuparse del campo y entonces hubo que 
adaptarlos a oficios vagamente industriales o como elevadoristas. La fabricación de prótesis se multiplicó más que en ninguna otra época.

Joseph Roth nos cuenta en su novela La rebelión la historia de un lisiado. Comienza por 
hablarnos de los heridos en el hospital al fin de la guerra.

“Ahora se preparaban para la siguiente guerra: contra el dolor, contra las prótesis, contra la invalidez, contra los jorobados, contra noches de insomnio, contra los sanos y 
robustos”.

Su personaje, Andreas Pum, se siente contento porque solo perdió una pierna. De cualquier modo finge tener neurosis de guerra para que lo declaren incapacitado. Consigue una licencia de 
organillero y así se gana la vida. Acaba por pensar que le hace un gran servicio a la patria, en especial cuando toca el Himno Nacional.

Una visión más negra del lisiado la da Erich María Remarque. En sus novelas De  regreso y El obelisco negro. En ésta última nos narra una protesta de mutilados que consideran insuficientes sus pensiones.

“Esta legión lastimera la encabeza, sobre un carrito, un tronco con una cabeza. Ni brazos ni piernas. No puede discernirse si el hombre al que perteneció ese tronco fue alto o bajo. Ni por los hombros puede uno discernirlo. Los brazos fueron amputados tan a ras de los hombros que no dejó espacio para la prótesis. Tiene el hombre la cabeza redonda, los ojos castaños muy vivos, está cuidadosamente rasurado y lleva un bigote recortado. El carrito, más exactamente una tabla provista de ruedecitas, es llevado por un manco. El amputado se mantiene muy erguido, y está alerta y no pierde detalle de todo lo que ocurre a su alrededor. Detrás de él desfilan los amputados de las dos piernas, en sus sillones de ruedas dobles que manejan con sus manos. Los delantales de cuero que, usualmente, ocultan sus muñones, están hoy replegados. Pueden verse muñones. Para ello se han arremangado cuidadosamente los pantalones. Siguen a éstos los amputados con muletas. Son las siluetas tan extrañamente distorsionadas que uno ve con tanta frecuencia: dos rectas muletas con un cuerpo retorcido entre ellas. A continuación los ciegos y los tuertos”.

La escena parece sacada del grabado de Otto Dix, pero lo cierto es que tanto la escena como el grabado salieron de la vida real. Una vida real tan cruda que por eso en épocas hitlerianas la obra de Otto Dix se consideró arte degenerado y los libros de Remarque pararon en la hoguera junto con los de Roth. Por esas fechas, Remarque se retiró a su plácida villa en Suiza. Dix perdió su trabajo en la universidad y hubo de pelear en la Segunda Guerra. Roth optó por una festiva y melancólica muerte a los cuarentaicuatro años.

A los muertos les levantaban monumentos. Les dedicaban discursos. A los lisiados había que ocultarlos a pesar de ser quienes se echaron la guerra a cuestas por el resto de sus días. 

viernes, 4 de abril de 2014

Tres ojos para la guerra

Ahora que se van a conmemorar los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, no está de más echarle un ojo a varios de los muchos libros que se ocupan de ella. El que quiera perder el tiempo, también puede ver una película.

En los libros de historia, la parte más interesante suele ser desde el prólogo hasta el momento en que se enfrentan los ejércitos. Ningún historiador omite el azaroso día en que Gavrilo Princip asesina al archiduque Francisco Fernando de Austria, pero de ahí en adelante tendrá una visión particular sobre la manera en que este evento precipitó la historia.

Las intrigas entre emperadores, zares, primeros ministros y presidentes, decisiones de aliarse con tal país, despertares nacionalistas, grupos opositores a la guerra, revoluciones comunistas en el horno, la visión de la guerra como un instrumento natural de la política, deseos y revanchas territoriales son la arena natural de los debates entre historiadores.

El desplazamiento de tropas, los enfrentamientos a bombazos, gases y balazos, pierden en la historia cierta dosis de valor polémico y en cambio se acomodan en el terreno de lo testimonial o estadístico.

Esta parte es la favorita del cine. Ahí se gastan medio presupuesto en recrear las explosiones, convertir a cien extras en cien mil y hacer correr a los actores entre gritos de angustia, frases de valor y lamentos de muerte. Nunca ha de faltar la escena del hombre que pierde las piernas tras una explosión. El director se siente orgulloso de los efectos especiales y la sala de cine de sus estruendosas bocinas.

La novela se ubica entre estos dos mundos. No habla de las Fuerzas Expedicionarias Británicas, sino de un soldado de estas fuerzas. Si la historia habla sobre las órdenes del general Haig, la novela relata las miserias de un soldado que hubo de cumplir con dichas órdenes. Mientras el cine se regodea en la violencia de batalla, la novela trata de adentrarse en las emociones y pensamientos del soldado ante la metralla. Lo ensordecedor se troca por el silencio.

Ahora estoy leyendo 1914 El año de la catástrofe, de Max Hastings. Los subrayados que hago no son de historiador sino de novelista. Por ejemplo, en dos líneas el autor cuenta que siempre había el modo de llevarse los cadáveres de los soldados, pero nadie se ocupaba de los caballos muertos. De esa línea sale un capítulo para una novela. Un hombre camina entre los despojos de quinientos caballos. Quizás da el tiro de gracia a los moribundos, o reflexiona sobre la cultura europea que considera una barbaridad comer esa carne.

La historia cuenta que los franceses iniciaron la guerra con vistosos uniformes rojiazules, mientras los alemanes se supieron disimular con una mezcla de tonos de pasto, tierra y horizonte. El gobierno francés comprendió el error y mandó de inmediato a fabricar cientos de miles de uniformes más discretos. También es novelesco convertir este detalle en una conversación entre dos soldados que se saben casi con un letrero que dice “aquí estoy” a los tiradores alemanes, criticar a un gobierno que pensó más en la gloria napoleónica que en salvarles el pellejo.


Cada ojo persigue algo distinto: la historia, la verdad; la novela, lo humano; el cine, los dólares.