viernes, 27 de junio de 2014

El puto Siglo de Oro

Sin duda es mucho más agradable escuchar el grito de ¡puto! que las vuvuzelas del mundial pasado. Con sus burdas intromisiones, la FIFA solo consiguió que los sudafricanos soplaran más fuerte y que los mexicanos griten con más entusiasmo. 

Los que nos dedicamos a las letras estamos siempre discutiendo sobre tal o cual palabra, su definición, etimología, significado según el contexto, variaciones ortográficas, equivalentes en otras lenguas o culturas y demás matices que pueden contenerse en un vocablo. Por eso celebramos que los jerarcas futboleros hayan puesto en la mesa una discusión supuestamente moral que en realidad es lingüística. 

Ya en el primer diccionario que Nebrija publicó en 1495, podemos hallar “puto”, que nos refiere al término latín catamitus. O sea, el muchacho que en la antigua Roma y Grecia tenía una relación amistosa, sexual, subordinada con un hombre mayor que sería su maestro. El sueño de muchos curas católicos. 

Casi doscientos cincuenta años después, el Diccionario de Autoridades le dio una carga moral a la definición: “El hombre que comete el pecado nefando”. Da, además, una cita de La vida del Buscón, de Quevedo: “Decía que estaba preso por cosas de aire, y así sospeché yo que era por algunos fuelles, chirimías o abanicos, y a los que le preguntaban si era por algo desto; respondía que no, sino por pecados de atrás: y pensé que por cosas viejas quería decir, y al fin averigüé que por puto”. Aquí vemos no solo una acepción de la palabra, sino la constancia de que el amor de hombre era un delito. 

Góngora escribió: “¿Tan mal te olía la vida?, oh bien hideputa puto”, y en el propio Buscón, Quevedo suelta una ristra de improperios que hoy acabarían con la carrera de un político: “Algún puto, cornudo, bujarrón, judío ordenó tal cosa”. 

El diccionario de la academia que apareció justo cuando México se independizó de España, hizo a un lado la moral católica para definir puto como “El sujeto de quien abusan los libertinos”. 

El de 1936 detalla por primera vez la expresión “¡Oxte, puto!”, que podemos leerla o escucharla en labios del caballero andante don Quijote de la Mancha. “No os fiéis en eso, Sancho, porque la gente manchega es tan colérica como honrada y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que, si os huele, que os mando mala ventura. ¡Oxte, puto!” 
El mismo Quevedo había escrito en su romance LXXXVII:
Pidamos el oxte al puto, Demos a la vieja el oxte, De Satán el abrenuncio, Y el sal aquí de los gozques.
El diccionario de 1950 vuelve a las etimologías bíblicas para equiparar puto con sodomita. El de 1970 se pone guapo y dice “el que tiene concúbito con persona de su sexo” y solo a partir de 1984 se detalla una acepción “denigratoria” que nada tiene que ver con asuntos carnales. 

En estos días hemos leído varios artículos sobre la palabrita de marras, que seguirá evolucionando para adquirir más significados. En su acepción futbolera, quizá se haga vieja y desaparezca, como el casi olvidado oxte. Quizá se exporte y se emplee en otros países y tenga tan larga vida que merezca un inserto en el diccionario, aunque será todo un reto definir la dicha acepción en una línea. 

Por lo pronto agradezco a la FIFA que en vez de invitarme a ver el futbol me llevó a repasar mis lecturas del Siglo de Oro.

viernes, 20 de junio de 2014

Lloricones

Allá en los años setenta los balones de futbol eran todavía de cuero. Recién sacados de la tienda tenían algún barniz o pintura que les evitaba absorber el agua, pero en los llanos solíamos utilizar balones ya muy pateados, a veces comprados de segunda mano en algún “hospital de balones”. Antes de comenzar el partido, los equipos proponían uno o dos cada uno y entre los capitanes se ponían a rebotarlos, a comprobar su redondez, su peso, presión, y elegían uno. En mi opinión siempre optaban por un balón demasiado inflado. Quizás elegir uno que no semejara una piedra era acto de poca virilidad. 

Además, jugando a veces bajo un calor de cuarenta grados en el mediodía regiomontano, la presión del esférico aumentaba de acuerdo con la ley de Gay–Lussac. 

Había una película en la que Pelé aclaraba cómo debían cabecearse dichos balones para no sufrir una contusión. Si uno deseaba apenas peinarlo, seguro perdía un mechón de cabellos entre las irregularidades de la piel de vaca. 

Los pivotes eran inevitablemente defectuosos y dejaban escapar aire. Al medio tiempo había que reinflar las pelotas. 

En cambio, para un portero aquellos balones eran más fáciles de manejar que los sintéticos de hoy. Su rugosidad los hacía más fáciles de agarrar; su peso evitaba que hicieran extraños movimientos con cualquier corriente de aire. 

En aquellos años me gustaba jugar de portero. Quizás era un acto de haraganería porque entonces los porteros casi no corrían. La pasaban muy cerca de la línea de meta. Salir más allá del área era una aventura irresponsable. La FIFA no había prohibido que se tocara el balón con las manos cuando venía de un compañero, así que en cualquier situación de mediana dificultad uno gritaba ¡portero! y el defensa me lo retrasaba para que yo lo abrazara y luego lo despejara. 

La vida de un portero era feliz. A menos que lloviera. Entonces el balón se convertía en un obús capaz de noquear. 

En cierta ocasión cayó un chubasco. La esférica cuadruplicó su peso. Se presentó una jugada en la que alguien remató de volea a boca de jarro y el portero Toscana atravesó el brazo para detener el inminente gol. El antebrazo me quedó en forma de L. “Creo que me lo torcí”, dije. El partido continuó con otro portero. Yo me fui caminando a casa bajo la lluvia. Fue hasta la noche cuando mi madre me llevó al hospital. 

Lo que más procuré en todo momento fue ocultar el dolor. Que nadie vaya a decir que lloriqueo por un brazo roto. Eso era lo más natural. En cualquier situación deportiva o de pleito callejero lo esencial siempre fue ocultar el dolor. 

En mi carrera de futbol llanero vi severas patadas, sangre, moretones, cabezazos, puñetazos, fracturas, pero nunca vi a un lloricón. Y es que parte de practicar cualquier deporte es demostrar hombría o valentía, así sea de manera inane. 

¿Por qué el futbolista habría de comportarse como una doncellita, cosa que no hacen los boxeadores, luchadores, jugadores de rugby o futbol americano o de cualquier otro deporte?

Antes de que el futbol profesional pierda su hombría por completo, la FIFA tendría que considerar tarjetas amarillas y rojas para comportamientos de lloriqueo extremo. Al principio, cada equipo terminaría con dos jugadores; pero luego se acostumbrarían al nuevo reglamento, pues hasta los niños pequeños aprenden a no chillar.

viernes, 6 de junio de 2014

Auroras que son puñaladas

Según el Centro Internacional de Estudios Carcelarios, en el mundo hay poco más de 10.2 millones de personas en prisión. Esto indica que uno de cada 687 habitantes del mundo está tras las rejas. 

El país con más prisioneros es el que también se hace llamar The Land of Liberty. Ahí hay un total de 2.2 millones. O sea, uno por cada 140 habitantes. Esto significa que si usted quisiera organizar una enorme fiesta con mil invitados, al menos siete de ellos no asistirían con la excusa de estar purgando una condena. Si bien, esto depende de la raza de sus invitados. Si usted invitara a mil negros, serían 35 los que se ausenten, y de los que asistan uno de cada tres hombres podrá contar sus experiencias de cuando estuvo encarcelado. 

Apenas cuatro países: Estados Unidos, China, Rusia y Brasil contribuyen al cincuenta por ciento de los prisioneros del mundo.

En cambio, la población carcelaria de México es de un cuarto de millón. La cifra no es pequeña, pues equivale más o menos a meter tras las rejas a toda la población de Pachuca, pero sabemos que sería muy fácil aumentarla con algunos gobernadores, alcaldes, regidores, diputados, senadores, líderes sindicales y demás políticos con ingresos parasalariales.

En Estados Unidos la cantidad de literatura que tiene que ver con presos y prisiones es descomunal. Nada raro, si consideramos que en cada generación pueden ser más de veinte millones quienes pisan la cárcel. Además, allá saben que nadie está a salvo de pasar un tiempo entre cuatro muros, pues una broma o equivocación bastan para tal suerte.

Hay quien dice que uno de los momentos más afortunados para la literatura fue cuando mandaron a Dostoievski como preso a Siberia. Ahí aprendió algo sobre la vida para después darnos sus memorias y crear los personajes más llenos de humanidad que nos ha dado la novela. De esa Siberia también nos llegó Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn y Un mundo aparte, de Gustav Herling–Grudzinski.

En México, desde la época de José Revueltas nuestros presos no se han caracterizado por una gran altura intelectual; por eso hoy nos es más fácil conocer a través de la literatura las prisiones cubanas que las nuestras.

Si queremos tener cierta hegemonía en la literatura carcelaria del mundo, necesitamos un gobierno que nos persiga; pero últimamente le da por ignorar a los escritores hasta que se mueren. No estaría mal, por bien de las letras nacionales, arrestar arbitrariamente a alguien como Eduardo Antonio Parra y llevarlo a uno de los llamados centros de readaptación. Echarle encima diez años, nomás porque sí. Darle papel, pluma y llevarle cigarros los días de visita, pues encima sale barato, ya que Parra no usa computadora para escribir.

Al final tendríamos un clásico de la literatura mexicana, y eso bien vale una condena injusta. Así es que, si nuestras autoridades no se mueven, vayamos pensando de qué podemos acusar al honesto Parra.