sábado, 29 de noviembre de 2014

El gobernador impune


En la literatura encontramos criminales que amamos a pesar de sus actos. Quizás el más emblemático sea Rodión Románovich Raskólnikov, que le parte la cabeza a dos mujeres, y sin embargo los lectores nos solidarizamos con él, pues conocemos sus argumentos para delinquir y además vemos que también tiene un buen corazón: ayuda a la familia de un alcohólico y ama a su madre y hermana al punto de volverles la vida imposible. Al final, nos causa pena que le caiga encima todo el peso de la ley.

Pensemos ahora en un novelista que quisiera novelar a algún truhán de nuestros días: digamos que a un gobernador. ¿Cómo diablos haría para volverlo querible? La novela comenzaría más o menos así:

“En un estado del norte de la república y después de haber rebasado todos los topes de campaña, la cual financió con recursos de dudosa procedencia, el gobernador resultó electo o al menos manoseó los resultados en conjunto con las autoridades electorales locales para dar la apariencia de que ganó la elección”.
Ya empezamos mal. No parece muy querible el personaje. ¿Cómo convertirlo en héroe y no en villano?

En el capítulo dos vendría la tentación que siente el hombrecito por desviar los recursos y embolsarse una cantidad descomunal. Tanta es su ambición que al notar que las arcas estatales no se pueden exprimir lo suficiente, decide contraer una deuda mayúscula.
Raskólnikov se vuelve absolutamente humano luego de matar a la prestamista; se compadece del sufrimiento humano. Se postra delante de una prostituta. “No me inclino ante ti”, le dice, “sino ante todo el dolor humano”. Se une el alma buena de la pecadora con el alma ruin del criminal.

El gobernador no se postra ante nadie. Se siente protegido por el partido. Obliga a su tesorero a firmar todos los papeles para no mancharse él las manos. “Tú pagarás los platos rotos”, dice en una frase muy distinta a la de Raskólnikov. Más dinero, quiere más. Qué importa que no se manden los recursos a las escuelas u hospitales o a los ancianos en necesidad.

Llegamos al capítulo tres y no hay modo de que el lector se encariñe con el personaje. Así es que el escritor decide presentarlo en su vida familiar. Tal vez eso funcione.
Mientras Raskólnikov está obsesionado con el posible matrimonio de su hermana con un viejo de mala reputación, los hijos del gobernador presumen en los medios sociales sus viajes, coches, joyas y casas que compraron en Estados Unidos. El escritor no puede hacer bien su trabajo. Le es imposible provocar empatía entre personaje y lector.

Al final, Raskólnikov asimila su culpa. Busca la expiación. Va a Siberia. El título de la novela, Crimen y castigo, le cae como anillo al dedo. El gobernador se esconde. Niega su responsabilidad. Huye al extranjero mientras la prensa se olvida de él. Si hubiese un sentimiento de culpa, regresaría la fortuna que se clavó. Construiría un hospicio. Se entregaría a la autoridad. Pero no, en el último capítulo manda gente a robarse cualquier documento que pueda inculparlo. Se ríe de los ciudadanos muertos de hambre. Los considera unos imbéciles. Demuestra que el crimen paga muy bien.

La novela titulada El gobernador impune es un fracaso editorial. Llena de clichés. Nadie la lee. Queda en el olvido. Solo sirve para demostrar que hay pillos que no los quiere ni su propia madre.


sábado, 22 de noviembre de 2014

¿Qué nos enseña Polonia?

Hace alrededor de cinco años fue asesinado un policía en Polonia. Tuvo entierro de Estado. En la caravana al cementerio iban el presidente y el primer ministro. Este mes unos revoltosos hirieron a un policía; la secretaria de gobernación lo visitó en el hospital. La semana pasada corrió la noticia de tres diputados que amañaron sus cuentas de viáticos. El partido los expulsó de inmediato. Los electores agradecieron la reacción del partido y lo premiaron dándole el primer lugar en las elecciones de este domingo.

Cuando la gente me pregunta por qué me gusta vivir en Polonia, cuento anécdotas como éstas. Si les hablo del policía muerto, aclaro que en ese momento no portaba su uniforme, pues de lo contrario ningún malhechor se habría atrevido a tocarlo. También les comento que el asunto de los diputados no terminó con su expulsión del partido. Ahora la PGR polaca investiga el alcance del fraude y pronto les aplicará la ley. Si alguien tiene curiosidad por los números, aclaro que el diputado mayor se clavó doscientos mil pesos. O sea, nada, para los estándares mexicanos.

A su vez, los polacos no alcanzan a concebir la corrupción en México. Creen que exagero cuando les digo que Granier malversó quinientos millones de zlotys; suponen que miento cuando les aseguro que no es el más ratero de los gobernadores. Les parece una fantasía que la señora presidenta reciba como obsequio una millonaria casa. El asunto de Ayotzinapa, ni se diga, lo creen una fábula macabra.

Alguien dirá que en los años de la Segunda Guerra Mundial Polonia conoció horrores peores que el de Ayotzinapa, y éstos se siguieron dando durante cincuenta años de comunismo. Es verdad, solo que en el primer caso se tenía claro que el enemigo venía de fuera; en el segundo, los ciudadanos se negaron a aceptar el gobierno corrupto–comunista y, paso a paso, acabaron por tumbarlo en 1989.

¿Y quién lo diría?, el movimiento libertario polaco tuvo su mayor empuje con un líder sindical, que en México es símbolo de lo más rastrero y podrido. Lech Walesa recibió el Premio Nobel de la Paz, mientras que en 2013 Forbes nombró a Elba Esther Gordillo y Carlos Romero Deschamps los dos personajes más corruptos de México. Creo que hay una profunda diferencia entre estos reconocimientos.

Ahora que aparentemente se derramó el vaso en México, y que los políticos, en vez de reaccionar parecen tener más hambre de rapiña, debemos echarle un ojo a la historia reciente de Polonia. Los polacos transformaron un sistema más poderoso que nuestro débil Estado. Lo hicieron sin violencia, sin niñerías. Lo lograron con agallas y mucha inteligencia. Sí: mucha inteligencia. Y también, claro, haciéndole honor al nombre de su sindicato: Solidaridad.


Comparar México con la Polonia de 1989 tiene una falla: la diferencia en educación. A pesar de la censura comunista, los intelectuales y ciudadanos en general siempre empujaron para que hubiese libros, arte y humanidades, a veces libremente, a veces de modo clandestino. En un mundo educado, se conoce, respeta y modela la historia. Si en vez de asumir su rol histórico, Lech Walesa hubiese quemado una puerta o se hubiese robado un sifón de gasolina, tal vez el Muro de Berlín estaría tan firme como el año en que lo construyeron.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Su pacto y nuestro pacto

Trato de pensar en cosas librescas para escribir mi columna de hoy, pero me asaltan ideas y dudas bastante más terrenales.

En primer lugar está el pacto para combatir la corrupción y cerrar el paso a la impunidad que Peña Nieto pretende cuajar para evitar otro caso como el de Iguala. ¿De qué diablos estamos hablando? ¿Si los partidos no se toman de la mano habrá otra masacre de estudiantes? ¿Para respetar la ley hace falta un pacto? ¿Entonces de qué sirve la propia ley? ¿Al fin van a pagar su rapiña los priistas corruptos o solo la desleal Elba Esther?

Nadie como el PRI ha dominado el arte de la impunidad, así es que olvidemos nuevos pactos estatales porque el pacto social se estableció hace ya mucho tiempo: un Estado pone orden y seguridad, y los ciudadanos pagamos impuestos y mantenemos a los políticos en sus oficinas.

Y hablando de pago de impuestos… Hacienda está publicando listas de contribuyentes incumplidos. Muy bien. ¿Quién nos publica ahora una lista de gobernadores desfalcadores, funcionarios rateros, alcaldes corruptos, jueces parciales, diputados comisionistas? Seguro la lista sería más larga que la de los malos contribuyentes; y siendo así, un contribuyente incumplido no es sino un ciudadano que no se presta a pagar el salario, las prestaciones y las vacaciones de quien no se los ha ganado.

México tiene treintaidós gobernadores y alrededor de 2 mil 500 alcaldes. Sumen diputados federales y locales, regidores, tesoreros y demás puestos corruptibles, tal como tesoreros, secretarios de cualquier cosa, jefes de policía... Agreguen que los mexicanos no confiamos en nuestros funcionarios y respondamos ¿dónde habrá más incumplimiento? ¿Entre los políticos o entre los contribuyentes?

Los estudiantes que saben de páginas web y tienen infinita energía podrían formar una lista alterna a la presentada por Hacienda.

Ojalá Luis Videgaray recuerde que el diez por ciento del PIB se va en corrupción. ¿Qué tal si la reforma fiscal hubiese incluido un impuesto del 30% a los ingresos non sanctos, al moche directo, a la sustracción de las arcas públicas, desvío de fondos, escamoteo de cuotas sindicales, pagos desproporcionados a asesores que no hacen nada, a constructoras que levantan castillos en el aire?

No sé en qué quede el pacto de los partidos políticos. Pero el pacto que haremos nosotros, los ciudadanos, será no quedarnos callados, no dejar de presionar, no dejar de criticar. Un pacto para usar la palabra, pero también la acción. Todos los estudiantes de Derecho sabrán que marchar en las calles, alzar la voz es una forma digna de participar, pero también sabrán que hay formas más potentes de moldear un nuevo México. Ahí está la ley. Ustedes la conocen. Utilícenla. Presenten propuestas de leyes, denuncias en la PGR; convoquen a organismos y cortes internacionales. Diseñen mecanismos contra la impunidad.

El pacto que hagan los políticos será mero disimulo. El que hagamos nosotros puede funcionar.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Tres escenas chilangas

Primera escena: fui a renovar mi credencial de elector en una lamentable sucursal del IFE en Tlalpan. Las filas salían hasta la calle. El edificio estaba sucio, deteriorado, no respondía a un diseño necesario para hacer cómoda la espera. Ahí sostuve esta conversación con uno de los empleados:

¿Por qué no avanza la fila?
Es que solo tenemos una persona para buscar y entregar las credenciales.
¿Y por qué no ponen otra?
Ahí hay un buzón para que se lo pregunte al IFE.
Segunda escena: ya con mi credencial fui a Coyoacán. Estoy comiendo un tamal oaxaqueño en la plaza. Se acerca un joven con una caja de cartón.
Soy estudiante de Ingeniería Química y hago estos jabones para ayudarme con los estudios.

Veo los jabones de distintas formas y colores. No compro ninguno.
Pero ahí en la banca de la plaza me puse a pensar. Si el empleado del IFE no me hubiese enviado al buzón, y en vez me hubiese dado otra explicación; si hubiese notado desde hace mucho tiempo que el sistema de trabajo es ineficiente; si en vez de excusa hubiese buscado una solución, entonces ese hombre un día sería el jefe de la oficina, otro día sería el jefe de sección, llegaría a ser director de servicios al público del IFE y quizás algo más. 
Pero no. Dentro de diez años, cuando renueve mi credencial, me lo encontraré en el mismo escritorio dando las mismas excusas en una oficina todavía más deteriorada.

También pensé que si el estudiante de Química me hubiese hablado de las bondades de sus productos, de por qué son mucho mejores que una pastilla suave cual crema limpiadora en forma de jabón, si me hubiese hablado de su composición e incluso me hubiese contado una mentira como “las mujeres se sienten irresistiblemente atraídas por el aroma”, entonces le habría comprado al menos uno.

Concluí lo que ya se sabe: una gran mayoría de mexicanos no tiene ganas de comerse el mundo. Recordé aquel cuento de Chéjov que se titula “Poquita cosa”. Mentira que el país esté para niños Gates. Claro que alguien puede acumular una fortuna mayúscula, pero no a través de la innovación, sino mediante otras mañas; o sea, criamos niños Slim Fast.
Tercera escena: me pasé a la librería Educal. Un guardia me dice que deje mi mochila y señala una ventana.

¿No me da la presunción de inocencia?
Yo no sé si vienes a robar libros.
Venía a comprarlos, pero mejor me voy a Gandhi.

El guardia, entonces, sale sobrando, pues no vigila sino que controla. En Gandhi sí me dejan entrar con mochila y yo, agradecido, compro un montón de libros.

Los defeños entregan en diversos negocios sus mochilas, bolsas y credenciales sin chistar; se extrañan de que yo me indigne y prefiera salir. Ya se acostumbraron a que los traten como ladrones. Tal como los viajeros nos acostumbramos a que nos traten como terroristas.


Pero mis escenas chilangas son pequeñeces delante de la escena nacional. Hoy lo relevante es que no hay Estado, no funciona el sistema de justicia, hablamos de 43 muertos aunque quizá sean 150 mil, los políticos ven la tempestad y siguen robando, los partidos quieren su hueso, se promueven reformas para que haya más rapiña y encima se vislumbra una buena crisis económica, de esas que sabe cocinar el PRI. Dios nos coja confesados.