Ahora que se volvió a pelar el Chapo, se comentó en muchos
artículos de prensa que se trató de una fuga “de película”, haciendo mención de
El conde de Montecristo, Papillón o Shawshank Redemption. La gran mayoría de los textos se
referían precisamente a sus versiones fílmicas y no a las literarias. Las
mismas referencias hollywoodenses se dieron un mes antes, cuando dos presos
gringos se fugaron de una prisión en Nueva York; y seguirán dándose cada vez
que alguien se fugue, ya sea con un túnel tecnológicamente avanzado o a punta
de pistola o en helicóptero o con cañonazos de cincuenta mil pesos o mediante
el inverosímil truco del carrito de lavandería.
Tres cosas ocupan obsesivamente la mente del ser
humano: la comida, cuando se tiene hambre; el sexo, cuando se anda ganoso; la
libertad, cuando se está en prisión. La primera es la peor. Por eso en gulags y
campos de concentración se mataba a la gente de hambre; así los obligaban a
pensar más en comer que en fugarse. Claro que muchos también terminaban soñando
con la fuga para poder comer.
Primo Levi estuvo preso en Auschwitz y con mala
prosa escribió: “El concepto de evasión como obligación moral está
continuamente reafirmado en la literatura romántica (¿se acuerdan del conde de
Montecristo?), en la literatura popular, en el cine, donde el héroe,
injustamente (o justamente) encarcelado, intenta siempre evadirse, aun en las
circunstancias menos verosímiles, y su tentativa se ve siempre coronada por el
éxito”. Y en verdad, por severos que fuesen los campos de concentración
alemanes, hay muchas historias de gente que se fugó.
Hoy mismo, con más de diez millones de presos en
el mundo, todos soñando con fugarse, lo más natural es que se realicen muchos
intentos fallidos y algunos exitosos.
Hace tiempo me interesé en la historia del Gardenia
Davis, un glamoroso luchador texano que participó con éxito en la lucha libre
mexicana de los años cuarenta y cincuenta. Cuando su hijo fue arrestado en
México por narcotráfico y echado en una prisión de Piedras Negras, el Gardenia
se dedicó a maquinar la fuga. Para su sorpresa, se enteró de que en México no
era delito participar en una fuga, siempre y cuando no hubiese heridos o
muertos ni daños en propiedad ajena. Se puso a reclutar mercenarios, género que
abunda en Estados Unidos. Él mismo tuvo que desechar a algunos que le proponían
entrar a México con toda clase de metralletas, explosivos y bazucas. Al final,
contrató a un ex marine que
había luchado en Vietnam.
Siempre que voy contando esta historia, alguien
me interrumpe en este momento con el comentario: “Ah, como Rambo”. Y se me
quitan las ganas de continuar. “No”, digo. “Un ex marine que luchó en Vietnam no es como Rambo; acaso Rambo
sea como un ex marine que
luchó en Vietnam”.
En México se pierde la cuenta de los reos
fugados. Si a un periodista, historiador o escritor le interesa, podría
escribir un libro muy gordo. Estas incontables fugas son vida cotidiana. Solo
son “de película” para el que subvive delante de una pantalla. Cualquiera que
se fugue, es hombre de acción. El cinéfilo, lo sabemos, es cuasi un vegetal.
Sin el cuasi. Cosa paradójica, porque según la etimología griega “cine”
significa “movimiento”.
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