Ante los medios cada vez más accesibles para
reproducir y compartir una obra literaria, va tomando más importancia el debate
sobre el derecho de autor. Durante ferias de libro y otros foros se trata el
tema. Sin embargo, por lo general los participantes en dichas discusiones son principalmente
editores; y es que aquello que normalmente se llama “derecho de autor” es más
bien derecho de editor o de librería o, acaso, derecho de viudez. ¿De qué otra
forma se le puede llamar a una ley que protege la comercialización de una obra
setenta años después de que el autor se volvió un cadáver?
Desde que se firma un contrato, se sabe que al
autor le toca entre un siete y un diez por ciento del precio de venta; el otro
noventaitantos se lo distribuyen entre editorial y
librería. A esta última le corresponde la mayor parte.
La gran masa de autores sabe que no se va a
enriquecer con sus libros y prefiere tener más lectores que más dinero. Y, en
todo caso, esa gran masa de autores sabe que pierde menos dinero por la
piratería que por las cuentas chuecas que le hace su propia editorial.
Muchas veces, caminando por entre los libros
pirata que se venden en las aceras del centro del DF, los escritores buscan
ilusionadamente alguno de sus títulos. Pues reza la máxima que solo un autor de
éxito tiene el honor de ser pirateado.
El escritor de literatura se dedica en cuerpo y
alma a su oficio por razones que no obedecen al dinero o la fama, pues de lo
contrario se hubiese dedicado a otra cosa. No obstante, hay veces que llegan el
dinero y la fama. Aun en esos casos, los grandes autores no suelen perseguir a
toda costa lo económico con sus libros. Suelen negarse a contratos jugosos con
tal de permanecer con el editor que los apoyó cuando eran nadie. Son fieles a
sus agentes que también les han sido fieles. Prefieren una portada elegante que
una comercial. No solicitan grandes adelantos. Tan verdadero es lo que digo,
que el cien por ciento de los editores prefiere tratar con los autores que con
sus viudas.
Así, el tal derecho de autor está mejor bautizado
en inglés, con el nombre de copyright,
o sea, el derecho de hacer y vender copias. Y ese derecho hay que hacerlo
armonizar con el principal de todos: el derecho de lector, que consiste en que
cada quien pueda leer lo que quiera, cuando quiera a un precio módico o
gratuitamente.
Desde los primeros días de la imprenta de
Gutenberg, alguien podía comprar un libro y, luego de leerlo, dárselo a un
amigo. La pregunta difícil de responder es: ¿al maximizar nuestra capacidad de
compartir un libro, perdemos el derecho de compartirlo?
Alguien dirá que en otros tiempos se prestaba el
libro; ahora se presta una copia del libro. Es verdad. Pero también puedo decir
que quien hoy amanezca con ganas de leer La
marcha Radetzky, de Joseph Roth, tiene el derecho de hacerlo, sin
importar que las librerías le digan que no la tienen, o sin importar que viva
en un sitio sin librerías, sin bibliotecas, y sin importar que no tenga
cuatrocientos pesos en la cartera. Ningún editor, ningún abogado, ningún
escritor tiene derecho de impedírselo.
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