viernes, 24 de julio de 2015

Saberes y sinsaberes


Esta mañana estuve en una terminal camionera de un pueblo de Cantabria. Mientras esperaba el autobús, dos malandros conversaban a mi lado. Se notaba que nunca se habían parado en una escuela, y sin embargo conversaban con la suficiencia de un Ignacio Burgoa vuelto de entre los muertos. ¿Sus temas? Los derechos de un preso, el comportamiento que debían mostrar los policías, las obligaciones de un juez o del defensor de oficio. Era obvio que nada habían aprendido en libros y todo en ellos era experiencia. Si por alguna mala pasada me tocara estar en una celda con ellos, mis lecturas de poesía mexicana se volverían una frivolidad y en cambio el conocimiento de ellos sería oro puro. “Todo en ella encantaba, todo en ella atraía, su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar...”, podría decir yo. En cambio ellos me enumerarían los derechos fundamentales de un detenido según la legislación española y de la Unión Europea.

Ya cuando el autobús avanzaba hacia Oviedo, escuché que la transmisión emitía ruidos poco sanos. Ociosamente me puse a pensar que entre los miles de libros que he leído, ninguno me informa cómo reparar un Mercedes Benz OC500RF.

Por la ventanilla miré muchas ovejas pastando. Me dije que no sabía trasquilar ni ordeñar ovejas. No sé si se reproducen en cualquier momento del año o tienen ciclos. No sé a qué edad se vuelven adultas ni de qué suelen enfermarse. Me confundo con los términos oveja, borrego, carnero y cordero. Apenas sé que cuando aún maman leche se les llama “lechazo”, y que cuando lo preparo al horno me queda delicioso.

Todo conocimiento es situacional. Alguien puede tener buena opinión de mí si el tema de conversación es Don Quijote. Estará seguro de que soy un ignaro si se habla sobre las series de HBO.

Los médicos gozan de privilegios situacionales, pues suelen estar bien informados de aquello que su interlocutor desconoce. Por eso hasta los charlatanes parecen genios.

Especialmente en España la gente habla en los bares como si fuesen autoridades incuestionables del tema que están tratando. A cinco mesas de distancia oigo sus categóricas afirmaciones. Todos orgullosos de saber lo poco que saben.

Supongo que la cantidad de conocimientos disponible es infinita. Eso haría que, matemáticamente, alguien a quien llamemos culto abarca tanto conocimiento como el ignorante. Pero más allá de una proporción matemática, lo cierto es que sí hay pocos sabelomuchos y muchos sabelopocos.

Se ha dicho que Da Vinci, Leibniz o Bacon llegaron a dominar todo el conocimiento de su época, cosa facilitada porque entonces nada podía saberse sobre física cuántica o telecomunicaciones o futbol, y la medicina era un embrión. Pero aun al hablar de estos polímatas resulta exagerado suponer que dominaron siquiera el uno por ciento de cuanto se podía saber.

Entonces la gran pregunta es: de esa infinidad de conocimientos disponibles, ¿qué debe formar parte del currículo en las escuelas? No lo sé. Pero hay que replantearse la pregunta desde cero y no desde la tradición. Lo que sí consta es que cualquier tipo de conocimiento se acumula y disemina en forma de palabras. Entonces la escuela debe enseñar letras, letras y más letras. Cualquier sistema que luego de doce años de estudio le entregue certificados a iletrados es absurdo e inútil; digno de la SEP, de políticos incompetentes, de maestros que no quieren ser evaluados. Digno de un país que cada vez tiene más especialistas en derecho penal, por experiencia, no por libros.


No hay comentarios:

Publicar un comentario