Esta mañana estuve en una terminal camionera de un
pueblo de Cantabria. Mientras esperaba el autobús, dos malandros conversaban a
mi lado. Se notaba que nunca se habían parado en una escuela, y sin embargo
conversaban con la suficiencia de un Ignacio Burgoa vuelto de entre los
muertos. ¿Sus temas? Los derechos de un preso, el comportamiento que debían
mostrar los policías, las obligaciones de un juez o del defensor de oficio. Era
obvio que nada habían aprendido en libros y todo en ellos era experiencia. Si
por alguna mala pasada me tocara estar en una celda con ellos, mis lecturas de
poesía mexicana se volverían una frivolidad y en cambio el conocimiento de
ellos sería oro puro. “Todo en ella encantaba, todo en ella atraía, su mirada,
su gesto, su sonrisa, su andar...”, podría decir yo. En cambio ellos me
enumerarían los derechos fundamentales de un detenido según la legislación
española y de la Unión
Europea.
Ya cuando el autobús avanzaba hacia Oviedo, escuché
que la transmisión emitía ruidos poco sanos. Ociosamente me puse a pensar que
entre los miles de libros que he leído, ninguno me informa cómo reparar un
Mercedes Benz OC500RF.
Por la ventanilla miré muchas ovejas pastando. Me dije
que no sabía trasquilar ni ordeñar ovejas. No sé si se reproducen en cualquier
momento del año o tienen ciclos. No sé a qué edad se vuelven adultas ni de qué
suelen enfermarse. Me confundo con los términos oveja, borrego, carnero y
cordero. Apenas sé que cuando aún maman leche se les llama “lechazo”, y que
cuando lo preparo al horno me queda delicioso.
Todo conocimiento es situacional. Alguien puede tener
buena opinión de mí si el tema de conversación es Don Quijote. Estará seguro de que soy un ignaro si se habla
sobre las series de HBO.
Los médicos gozan de privilegios situacionales, pues
suelen estar bien informados de aquello que su interlocutor desconoce. Por eso
hasta los charlatanes parecen genios.
Especialmente en España la gente habla en los bares
como si fuesen autoridades incuestionables del tema que están tratando. A cinco
mesas de distancia oigo sus categóricas afirmaciones. Todos orgullosos de saber
lo poco que saben.
Supongo que la cantidad de conocimientos disponible es
infinita. Eso haría que, matemáticamente, alguien a quien llamemos culto abarca
tanto conocimiento como el ignorante. Pero más allá de una proporción
matemática, lo cierto es que sí hay pocos sabelomuchos y muchos sabelopocos.
Se ha dicho que Da Vinci, Leibniz o Bacon llegaron a
dominar todo el conocimiento de su época, cosa facilitada porque entonces nada
podía saberse sobre física cuántica o telecomunicaciones o futbol, y la medicina
era un embrión. Pero aun al hablar de estos polímatas
resulta exagerado suponer que dominaron siquiera el uno por ciento de cuanto se
podía saber.
Entonces la gran pregunta es: de esa infinidad de
conocimientos disponibles, ¿qué debe formar parte del currículo en las
escuelas? No lo sé. Pero hay que replantearse la pregunta desde cero y no desde
la tradición. Lo que sí consta es que cualquier tipo de conocimiento se acumula
y disemina en forma de palabras. Entonces la escuela debe enseñar letras,
letras y más letras. Cualquier sistema que luego de doce años de estudio le
entregue certificados a iletrados es absurdo e inútil; digno de la SEP , de políticos
incompetentes, de maestros que no quieren ser evaluados. Digno de un país que
cada vez tiene más especialistas en derecho penal, por experiencia, no por
libros.
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