Aunque he visto con optimismo ciertos
movimientos sociales como el efímero Yo soy 132 y ahora el común hartazgo hacia
la violencia y corrupción, no me queda sino creer lo mismo que piensa el
gobierno: al rato se van a cansar. Y en el ínter se realizan marchas y
protestas que no van a obtener respuesta. Si Dios, que es amor, no atiende a
las plegarias, mucho menos el Estado.
Para taparle el ojo al macho, alguien regresa
una casa, se cancela un contrato, se desechan los servicios de una
constructora. Pero a cambio se sigue amasando una fortuna, se da el contrato a
otro compadre, se crea otra empresa con prestanombres. Lo más que se logra con
las protestas es afinar los mecanismos de la corrupción.
Además, hay que seguirles la pista a todos los
jóvenes que un día participaron en una marcha y mirarlos cuando pasan a ser
treintañeros. ¿Cuántos de ellos se acomodan en un puesto de gobierno y se
convierten en todo aquello contra lo que lucharon a los veinte años? Tan
sencillo como suponer que la mayoría de los políticos rapaces fueron algún día
jóvenes idealistas.
Excepto, claro está, los que desde siempre pertenecieron a
familias de tradición paleolítica priísta.
En sus trincheras de longeva oposición, los
panistas fueron siempre abanderados de la ética; como gobierno, ya no.
El idealismo de los jóvenes es natural, pues
viven en un mundo alterno en el que nadie se ha enfrentado a un cañonazo de
cincuenta mil pesos. A poca edad suena mal que un diputado tenga un auto de
lujo, pero cuando se es diputado parece justo poseerlo.
No me he encontrado con un niño ni un
adolescente que diga: “Cuando sea grande quiero ser un político corrupto”. Pero
la ocasión hace al ladrón. Ya hemos visto que un huracán convierte en ratas a miles
de personas que se creían honestas.
El único remedio que tiene este país es la
educación. Y sin embargo nadie mueve un dedo por ella. Las masas protestan por
la reforma energética, pero no por el bajo nivel de las escuelas. Nos indignan
los cuerpos muertos, pero no los cerebros igualmente muertos. Los maestros
marchan para conservar sus privilegios, no para exigir mejor capacitación. Marchan
para que les respeten el derecho a la mediocridad.
La misma mediocridad encontramos en la SEP. Basta ver algunos
nombres que la han encabezado en los últimos años: Emilio Chuayffet, Josefina
Vázquez Mota, Ernesto Zedillo, José Ángel Córdova, Manuel Bartlett… Algunos más
astutos que otros, pero a ninguno lo recordamos por su visión educativa.
Si en vez de marchar, pintar paredes, romper
cristales y cargar mantas con consignas con faltas de ortografía viéramos que
la gente se reúne en el Ángel a leer, en el zócalo a escuchar poesía, en sus
casas a devorar clásicos; si en vez de bloquear una caseta de cobro visitáramos
las bibliotecas, si nos ofendiera el precio del libro como nos ofende el alza
en impuestos, si nos interesara más lo que dice Juan Villoro que Eugenio Derbez, si le exigiéramos a Chuayffet lo que le exigimos al Piojo Herrera, entonces estaríamos
en el camino de una revolución lenta pero segura, discreta pero contundente.
Este remate no es sino un sueño nacido del
optimismo que suele brotar en el año nuevo. Un sueño irrealizable, porque al mirar
a través de la experiencia, y no de la esperanza, se percibe que vamos cuesta
abajo. El país no tiene remedio; el individuo sí. Los pocos salvos serán
aquellos que tomen un libro. Bienaventurados ellos.
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