Hace unos meses una amiga me preguntó si ya
había leído Tarabas, de Joseph
Roth. Le dije que no. Entonces fue a una librería, lo compró y me lo regaló.
Antes de terminar el primer capítulo estuve seguro de que ya conocía esa
novela, pero la había olvidado por completo. Como admirador de Joseph Roth era
natural que tuviera sus obras completas, pero para responder a mi amiga yo
había recurrido a la memoria, no a la lógica. A la mala memoria.
En esta nueva lectura pude anticipar lo que le
iba a ocurrir al personaje inmediatamente, pero no lo que le habría de suceder
en el siguiente capítulo ni, mucho menos, al final.
Este fin de semana saqué un volumen empolvado
con los ensayos de Francis Bacon. ¡Caramba!, me dije. Debo tener este libro
desde hace años y nunca me había dado por leerlo. Apenas abrí el libro y me di
cuenta de que estaba subrayado y comentado. Eran mis subrayados y mis
comentarios. Los reconocí por el pulso y la letra manuscrita, pero no porque
los recordara.
En el ensayo sobre la muerte, subrayé: “Los
adultos temen a la muerte como los niños temen a la oscuridad; y tal como ese
miedo se incrementa en los niños con los cuentos, pasa lo mismo con los
adultos”; y también “Las ceremonias en torno a la muerte crean más horror que
la propia muerte”. Hoy también hubiese subrayado esas dos líneas.
Lo curioso es que aunque no recordara el libro
de Bacon, sí tenía en mi conciencia esas dos ideas; no como citas textuales,
sino como conceptos.
Esta semana comencé a leer, tal vez por quinta
ocasión, Los hermanos Karamazov.
Más que en ninguna ocasión, me he reído con las impertinencias de papá
Karamazov, sobre todo durante la visita al monasterio y cuando se empeña en
llamarle Von Sohn al terrateniente Maximov.
Por supuesto que no tenía olvidada la novela de
Dostoievski, pero los detalles de la prosa se escapan, y muchos de ellos se
leen como la primera vez. Y, en todo caso, también hay mucho placer en repasar
cosas bien conocidas. ¿Qué hacen los antiguos compañeros de generación cuando
se reúnen? Hallan sumo placer en contar y escuchar las mismas anécdotas que
todos conocen. Prefieren evocar recuerdos que compartir novedades.
A finales de noviembre conocí al escritor
portugués José Riço Direitinho. Lo saludé como si escuchara su nombre por
primera vez. Ya para despedirnos, me regaló uno de sus libros: Breviario de las malas inclinaciones.
En el instante en que vi la portada de ese texto editado por Siruela supe que
ya lo había leído y que me había gustado muchísimo. Pero no supe decirle más.
Cuando comenté esto a mi editor, él me dijo: “Leí
el libro de Direitinho y lo considero una obra maestra, pero yo tampoco lo
recuerdo”. Entonces me alegré de no ser el único que lee y lee para retener
casi nada.
A veces pienso que nací sin memoria, a veces me
digo que los libros que me gustan me ponen a pensar en mil cosas y luego pierdo
el texto entre tantas ideas. A veces repaso los accidentes que he tenido desde
la infancia en que me he golpeado la cabeza. A veces creo que todo lo retengo,
pero en el inconsciente. A veces me digo, para consolarme, que soy un caballero
de las letras.
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