viernes, 16 de enero de 2015

Cada quien su dios

Hace un mes presenté una de mis novelas en un sitio al norte de Portugal, llamado Covilhã. Una mujer percibió que algo había de inmoral en mi libro y me habló de Dios. Dijo que las flores silvestres eran prueba de su existencia.

La siguiente presentación fue en Lisboa. Era la hora pico, llovía a cántaros y justo frente a la entrada del auditorio había un sitio libre para estacionarse. “¡Dios existe!”, clamó mi editor.
Yo no tengo automóvil, así es que los lugares de estacionamiento no despiertan mi fe. Cuando salgo de excursión a las montañas, me asombran más las formaciones rocosas, los ríos y cascadas que las flores silvestres.

Pero hace tres semanas llegué a España. En mi primera noche cené una paella con bogavante. En el momento en que la probé escuché un coro celestial. Me sentí el hijo amado en el que alguien tomaba contentamiento. La señora y mi editor tenían razón: Dios existe.

Desde entonces soy un hombre nuevo. Sigo en la Madre Patria, donde me he dedicado a invocar a la sabrosa deidad. Compré una paellera y regularmente me hago de azafrán, arroz bomba, camarones, almejas, mejillones, calamares y diversos ingredientes más con los que voy procurando cada día superarme para que Dios se digne a entrar en mi casa.
Ayer lo logré. La cocción fue perfecta. También el trashumar de los sabores y hasta la justa cantidad de sal. Él estuvo en la mesa. La prueba es que la paellera es redonda, la forma perfecta. Cada grano de arroz es una estrella o constelación del cosmos. Incontables criaturas se sacrificaron para que yo entrara en éxtasis.

Flores, estacionamiento, paella. Tres formas plausibles de encontrarse con Dios. Mi deidad fue consumida por dos personas con la ayuda de un modesto Rueda verdejo, pero prometió renacer pronto para ser otra vez alabada y devorada. Mucho más sagrada me parece la transubstanciación de ciertos ingredientes incomibles en una deliciosa paella, que la de una hostia que no sabe a nada.

Pero es muy respetable que cada quien encuentre a su dios donde lo quiera ver.
Lo que no me parece respetable es que algunos piensen que su dios es omnipotente y luego lo traten como a una damisela petulante que se ofende con facilidad y pide que alguien dé la cara por ella. Piensan que su dios es perfecto y al mismo tiempo creen que posee las pasiones más bajas del ser humano.

Esos imbéciles tienen que entender que Dios se basta solo, se defiende solo, actúa solo. Si algo le llega a molestar, entonces envía plagas o hace llover azufre. Pero no necesita abogados ni sicarios ni esbirros ni pilmamas.


Lo que sin duda ofende a cualquier ser omnisciente es que otro hable por él, que otro juzgue por él, que otro condene por él, que otro ejecute por él. Y ese otro, llámese como se llame, más agradaría a su dios si él mismo se vuela la tapa de esos sesos que evidentemente no le sirven para nada.

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