Hace un mes presenté una
de mis novelas en un sitio al norte de Portugal, llamado Covilhã. Una mujer
percibió que algo había de inmoral en mi libro y me habló de Dios. Dijo que las
flores silvestres eran prueba de su existencia.
La siguiente
presentación fue en Lisboa. Era la hora pico, llovía a cántaros y justo frente
a la entrada del auditorio había un sitio libre para estacionarse. “¡Dios
existe!”, clamó mi editor.
Yo no tengo automóvil,
así es que los lugares de estacionamiento no despiertan mi fe. Cuando salgo de
excursión a las montañas, me asombran más las formaciones rocosas, los ríos y
cascadas que las flores silvestres.
Pero hace tres semanas
llegué a España. En mi primera noche cené una paella con bogavante. En el
momento en que la probé escuché un coro celestial. Me sentí el hijo amado en el
que alguien tomaba contentamiento. La señora y mi editor tenían razón: Dios
existe.
Desde entonces soy un
hombre nuevo. Sigo en la
Madre Patria , donde me he dedicado a invocar a la sabrosa
deidad. Compré una paellera y regularmente me hago de azafrán, arroz bomba, camarones,
almejas, mejillones, calamares y diversos ingredientes más con los que voy
procurando cada día superarme para que Dios se digne a entrar en mi casa.
Ayer lo logré. La
cocción fue perfecta. También el trashumar de los sabores y hasta la justa
cantidad de sal. Él estuvo en la mesa. La prueba es que la paellera es redonda,
la forma perfecta. Cada grano de arroz es una estrella o constelación del
cosmos. Incontables criaturas se sacrificaron para que yo entrara en éxtasis.
Flores, estacionamiento,
paella. Tres formas plausibles de encontrarse con Dios. Mi deidad fue consumida
por dos personas con la ayuda de un modesto Rueda verdejo, pero prometió
renacer pronto para ser otra vez alabada y devorada. Mucho más sagrada me
parece la transubstanciación de ciertos ingredientes incomibles en una deliciosa
paella, que la de una hostia que no sabe a nada.
Pero es muy respetable
que cada quien encuentre a su dios donde lo quiera ver.
Lo que no me parece
respetable es que algunos piensen que su dios es omnipotente y luego lo traten
como a una damisela petulante que se ofende con facilidad y pide que alguien dé
la cara por ella. Piensan que su dios es perfecto y al mismo tiempo creen que
posee las pasiones más bajas del ser humano.
Esos imbéciles tienen
que entender que Dios se basta solo, se defiende solo, actúa solo. Si algo le
llega a molestar, entonces envía plagas o hace llover azufre. Pero no necesita
abogados ni sicarios ni esbirros ni pilmamas.
Lo que sin duda ofende a
cualquier ser omnisciente es que otro hable por él, que otro juzgue por él, que
otro condene por él, que otro ejecute por él. Y ese otro, llámese como se
llame, más agradaría a su dios si él mismo se vuela la tapa de esos sesos que
evidentemente no le sirven para nada.
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