La reunión de los Karamazov en el monasterio es
una de las escenas más deliciosas de la literatura. Las impertinencias de papá
Karamazov, una detrás de otra, ante el asombro de los asistentes, sus anécdotas
personales o sobre santos o sobre Diderot que no vienen a cuento, la molestia
de Miusov y la paciencia del starets, se vuelven un laboratorio de pasiones
humanas, humor y sabiduría. Y sin embargo, pese al disfrute que nos proporciona
el bufón del patriarca Karamazov, lo cierto es que, de estar presentes, la mayoría
sentiríamos una molestia parecida a la que sufre el pesado de Miusov.
Otro personaje muy querido en la literatura es
el buen Ignatius J. Reilly, de La
conjura de los necios. Lo amamos durante más de cuatrocientas páginas,
pero si tuviéramos que tomarnos un café con él, no lo soportaríamos ni diez
minutos. Ni a él ni a su madre y menos aún a los dos juntos.
Si en nuestra familia hubiese un pariente que
frisara los cincuenta años y pretendiera reinstaurar la caballería andante y
salir a enderezar entuertos, preferiríamos encerrarlo en un centro de
ordinariedad mental antes que darle la oportunidad de ser loco y libre y
admirable. Nos gusta creernos quijotes, pero solemos ser como el cura y el
barbero.
Los católicos tienen dos mil años bautizándose
según su torcida interpretación del ritual que puso de moda el venerado Juan.
Pero imaginemos que el bautista de marras se nos aparece en una cena vestido
como troglodita y llamando a los comensales generación de víboras y preguntando
que quién les enseñó a huir de la ira que vendrá y dirigiendo sus amargas
amenazas a diestra y siniestra. Apenas sentiremos alivio cuando un Herodes le
corte la cabeza.
Verdad es que a Gregorio Samsa lo queremos
mucho, pero si se apersona en la habitación de al lado llamaremos a un servicio
de fumigación. A los héroes de la picaresca les daríamos su buen jalón de
orejas. Anna Karenina es seductora, pero a la vez insoportable, y sus allegados
se quitan un peso de encima cuando ella se tira a las vías del ferrocarril.
Sentimos que el mundo es injusto con el noble Quasimodo, pero a ver qué mujer
se lo quiere llevar a casa para llenarlo de besos y caricias. En A sangre fría, no nos fascina la
aburridísima familia Clutter, sino el par de asesinos. Quizá no apoyemos la
pena de muerte, pero qué bien que a esos dos los hayan ahorcado porque si no,
¿cómo termina la novela?
Nos conmueve el amor entre Florentino Ariza y
Fermina Daza, aunque nada nos seduce la forma en que se compenetraron: “ella lo
ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la
dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía”.
Y más o menos igual nos va con todos esos
personajes memorables que amamos en la literatura pero que no queremos
encontrarnos a la vuelta de la esquina.
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