Por los tiempos y las costumbres que corren,
solemos leer y pronunciar la palabra “corrupción” todos los días. El
diccionario de la RAE
le da protagonismo al significado más popular, aunque con una redacción muy
pobre: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica
consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”.
En cambio, allá en el siglo XVIII, cuando se
publicó mi querido Diccionario de autoridades,
la definición no invocaba asuntos legales o éticos. Y sin embargo daba mejor en
el clavo: “Putrefacción, infección, contaminación y malicia de alguna cosa, por
haberse dañado y podrido”. Cualquiera diría que estaba hablando de nuestro
sistema político.
Covarrubias es más moralino y dice que “corromper
a la doncella es quitarle la flor virginal” y, por lo tanto, “corrupta” es “la
que no está virgen”.
Se dice que Cervantes es el escritor que más
palabras distintas utilizó en español. Sin embargo, en su Quijote no aparece la palabrita de marras en ninguna de sus
variantes.
Hoy hemos visto que el vocablo “casa” va de la
mano con “corrupción” y es que los políticos tienen debilidad por poseer una
aquí y otra allá, en el país y en el extranjero, con jardín y en condominio, en
las montañas y junto al mar. Siempre, por supuesto, en zonas que los agentes de
bienes raíces llaman “sector exclusivo”.
Covarrubias publicó su diccionario en 1611. En
ese entonces, difícilmente irían juntas estas dos palabras, pues según él,
“casa” era: “habitación rústica, humilde, pobre, sin fundamento ni firmeza, que
fácilmente se desbarata”. Poco más de cien años después, el Diccionario de autoridades ya
reconocía que una casa era cualquier edificio hecho para habitar en él.
El caso es que estos eruditos del pasado no nos
entenderían si les habláramos de otros manjares que nos está cocinando este
gobierno. “Devaluación” y “devaluar” apenas entraron en el DRAE en 1970. Y si
les habláramos de inflación, no podrían imaginarse sino “el efecto de hincharse
una cosa con el aire”. No les preocuparía que el petróleo bajara de precio,
pues apenas se trataba de un “aceite que resuda de las piedras, por lo que se
le dio este nombre. Es muy medicinal”. Por supuesto nada podían imaginarse de
las tropelías de los líderes sindicales, puesto que no había sindicatos como hoy
los conocemos, sino una mera “reunión de síndicos”.
A mediados del siglo XIX los diccionarios ya
recogen la acepción de escuela normal “porque estos establecimientos deben
servir de norma o modelo para los demás de su clase”. Por su parte, el
secuestro aparecía tan solo con su acepción legal de “depósito judicial que se
hace en un tercero de alguna alhaja litigiosa, hasta que se decida a quién
pertenece”. Al discutir sobre el secuestro de una mujer, tal como hoy lo
entendemos, Sancho Panza menciona que hay que “roballa y trasponella”. Si en
aquel entonces alcanzaban a imaginar algo llamado “desaparición forzada”
tendría que ser un acto de la ira divina.
Un lingüista me dijo que una lengua siempre dice
lo que los hablantes necesitan decir. Muy cierto. Los últimos años han traído
montones de neologismos que tienen que ver con la violencia porque necesitamos
hablar de ella. Esperemos que muchos de ellos sean meras palabras de ocasión y
que mañana no nos hagan más falta y que el grueso Diccionario mexicano de violencia, corrupción y actividades afines
vaya perdiendo páginas hasta quedarse en mera papeleta.
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