viernes, 19 de diciembre de 2014

Lexicón


Por los tiempos y las costumbres que corren, solemos leer y pronunciar la palabra “corrupción” todos los días. El diccionario de la RAE le da protagonismo al significado más popular, aunque con una redacción muy pobre: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”.

En cambio, allá en el siglo XVIII, cuando se publicó mi querido Diccionario de autoridades, la definición no invocaba asuntos legales o éticos. Y sin embargo daba mejor en el clavo: “Putrefacción, infección, contaminación y malicia de alguna cosa, por haberse dañado y podrido”. Cualquiera diría que estaba hablando de nuestro sistema político.
Covarrubias es más moralino y dice que “corromper a la doncella es quitarle la flor virginal” y, por lo tanto, “corrupta” es “la que no está virgen”.

Se dice que Cervantes es el escritor que más palabras distintas utilizó en español. Sin embargo, en su Quijote no aparece la palabrita de marras en ninguna de sus variantes.
Hoy hemos visto que el vocablo “casa” va de la mano con “corrupción” y es que los políticos tienen debilidad por poseer una aquí y otra allá, en el país y en el extranjero, con jardín y en condominio, en las montañas y junto al mar. Siempre, por supuesto, en zonas que los agentes de bienes raíces llaman “sector exclusivo”.

Covarrubias publicó su diccionario en 1611. En ese entonces, difícilmente irían juntas estas dos palabras, pues según él, “casa” era: “habitación rústica, humilde, pobre, sin fundamento ni firmeza, que fácilmente se desbarata”. Poco más de cien años después, el Diccionario de autoridades ya reconocía que una casa era cualquier edificio hecho para habitar en él.
El caso es que estos eruditos del pasado no nos entenderían si les habláramos de otros manjares que nos está cocinando este gobierno. “Devaluación” y “devaluar” apenas entraron en el DRAE en 1970. Y si les habláramos de inflación, no podrían imaginarse sino “el efecto de hincharse una cosa con el aire”. No les preocuparía que el petróleo bajara de precio, pues apenas se trataba de un “aceite que resuda de las piedras, por lo que se le dio este nombre. Es muy medicinal”. Por supuesto nada podían imaginarse de las tropelías de los líderes sindicales, puesto que no había sindicatos como hoy los conocemos, sino una mera “reunión de síndicos”.

A mediados del siglo XIX los diccionarios ya recogen la acepción de escuela normal “porque estos establecimientos deben servir de norma o modelo para los demás de su clase”. Por su parte, el secuestro aparecía tan solo con su acepción legal de “depósito judicial que se hace en un tercero de alguna alhaja litigiosa, hasta que se decida a quién pertenece”. Al discutir sobre el secuestro de una mujer, tal como hoy lo entendemos, Sancho Panza menciona que hay que “roballa y trasponella”. Si en aquel entonces alcanzaban a imaginar algo llamado “desaparición forzada” tendría que ser un acto de la ira divina.


Un lingüista me dijo que una lengua siempre dice lo que los hablantes necesitan decir. Muy cierto. Los últimos años han traído montones de neologismos que tienen que ver con la violencia porque necesitamos hablar de ella. Esperemos que muchos de ellos sean meras palabras de ocasión y que mañana no nos hagan más falta y que el grueso Diccionario mexicano de violencia, corrupción y actividades afines vaya perdiendo páginas hasta quedarse en mera papeleta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario