En la maravilla de novela Casa de campo, de José Donoso, tenemos a la familia
adinerada de los Ventura. A decir de sus miembros: “Los libros son cosas de
revolucionarios y de profesorcillos pretenciosos”; “Mediante los libros nadie
puede adquirir la cultura que nuestra exaltada cuna nos proporcionó”.
En cierta ocasión le llaman “ignorante, como
todos los de su casta” al patriarca de los Ventura. “En revancha, el abuelo
empleó un equipo de sabios de la capital, muchos de ellos liberales, para que
compilaran una lista de libros y autores que compendiaran todo el saber humano.
Se corrió la irrisoria voz de que el abuelo se proponía ilustrarse. Pero lejos
de leer nada propuesto por los sabios, mandó fabricar en cuero de la mejor
calidad, copiando exaltados modelos franceses, italianos y españoles, paneles
que fingieran los lomos de estos libros, grabando en ellos con el oro de sus
minas los nombres de obras y autores”. Dejaban que sus niños entraran en esa
biblioteca, pues “sabían que detrás de esos miles de lomos de soberbias pastas
no existía ni una sola letra de molde”.
Ahí donde Donoso parece hacer una caricatura,
dice una gran verdad. La clase social de las alturas siempre ha visto como una
amenaza la lectura. En estas fechas, a muchos de ellos se les ha filtrado el
desprecio que sienten por los normalistas, usando para descalificar las mismas
palabras del autor chileno: “revolucionarios” y “profesorcillos pretenciosos”.
Para ellos, billete mata todo. Mata libro, por supuesto.
Es difícil entrar en sus casas, pues solo abren
las puertas a sus iguales y a la servidumbre. Pero esta semana me puse a hurgar
entre sus paredes a través de los anuncios de bienes raíces. Casi todas las
casas se exhiben amuebladas, tal como las utilizan sus habitantes. Encontré
“acabados de superlujo”, “mobiliario importado”, habitaciones que llaman
“family”, un exceso de mesas de billar, cavas, jacuzzis, gimnasios, vapores,
cocinas con capacidad para cinco sirvientas, salas de cine. En su mayoría
estaban decoradas con gusto infraneroniano; las casas viejas solían ser
bonitas, las nuevas eran apenas un infonavit agigantado.
¿Y dónde están los libros?, me pregunté. Había
estantes para exhibir estatuillas, trofeos, adornos o recuerdos de viaje. En
muy pocas ocasiones hallé libreros que sí tuvieran libros, pero mayormente se
trataba de esas ediciones en serie, bien encuadernadas, que llamamos “tomos” y
se lucen más que se leen, como en la novela donosiana. Si bien eso no es
obstáculo para que en muchas casas se muestre un espacio llamado “biblioteca”,
y en el que se ve algún televisor, varios sillones y dos cuadros sin chiste. O
sea, después de cenar, el anfitrión dice “pasemos a la biblioteca”, pero no van
a leer sino a beber un tequila o un café.
Me asomé en las casas que costaran más de tres
millones de dólares. Solo una superaba en precio a la famosa casa blanca; la
cual, según recordaremos, tampoco tenía biblioteca pero sí una indispensable
chimistreta para que la luz cambie de colores.
Pero estos benditos no necesitan libros para
cultivar lo que “su exaltada cuna les proporcionó”. Por eso, durante este
sexenio y los siguientes, a ellos se les dará más; y a los que no tienen nada,
aun eso poco se les quitará.
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