En la literatura encontramos criminales que amamos a
pesar de sus actos. Quizás el más emblemático sea Rodión Románovich
Raskólnikov, que le parte la cabeza a dos mujeres, y sin embargo los lectores
nos solidarizamos con él, pues conocemos sus argumentos para delinquir y además
vemos que también tiene un buen corazón: ayuda a la familia de un alcohólico y
ama a su madre y hermana al punto de volverles la vida imposible. Al final, nos
causa pena que le caiga encima todo el peso de la ley.
Pensemos ahora en un novelista que quisiera novelar
a algún truhán de nuestros días: digamos que a un gobernador. ¿Cómo diablos
haría para volverlo querible? La novela comenzaría más o menos así:
“En un estado del norte de la república y después de
haber rebasado todos los topes de campaña, la cual financió con recursos de
dudosa procedencia, el gobernador resultó electo o al menos manoseó los
resultados en conjunto con las autoridades electorales locales para dar la apariencia
de que ganó la elección”.
Ya empezamos mal. No parece muy querible el
personaje. ¿Cómo convertirlo en héroe y no en villano?
En el capítulo dos vendría la tentación que siente
el hombrecito por desviar los recursos y embolsarse una cantidad descomunal.
Tanta es su ambición que al notar que las arcas estatales no se pueden exprimir
lo suficiente, decide contraer una deuda mayúscula.
Raskólnikov se vuelve absolutamente humano luego de
matar a la prestamista; se compadece del sufrimiento humano. Se postra delante
de una prostituta. “No me inclino ante ti”, le dice, “sino ante todo el dolor
humano”. Se une el alma buena de la pecadora con el alma ruin del criminal.
El gobernador no se postra ante nadie. Se siente
protegido por el partido. Obliga a su tesorero a firmar todos los papeles para
no mancharse él las manos. “Tú pagarás los platos rotos”, dice en una frase muy
distinta a la de Raskólnikov. Más dinero, quiere más. Qué importa que no se
manden los recursos a las escuelas u hospitales o a los ancianos en necesidad.
Llegamos al capítulo tres y no hay modo de que el
lector se encariñe con el personaje. Así es que el escritor decide presentarlo
en su vida familiar. Tal vez eso funcione.
Mientras Raskólnikov está obsesionado con el posible
matrimonio de su hermana con un viejo de mala reputación, los hijos del gobernador
presumen en los medios sociales sus viajes, coches, joyas y casas que compraron
en Estados Unidos. El escritor no puede hacer bien su trabajo. Le es imposible provocar
empatía entre personaje y lector.
Al final, Raskólnikov asimila su culpa. Busca la
expiación. Va a Siberia. El título de la novela, Crimen y castigo, le cae como anillo al dedo. El gobernador
se esconde. Niega su responsabilidad. Huye al extranjero mientras la prensa se
olvida de él. Si hubiese un sentimiento de culpa, regresaría la fortuna que se
clavó. Construiría un hospicio. Se entregaría a la autoridad. Pero no, en el
último capítulo manda gente a robarse cualquier documento que pueda inculparlo.
Se ríe de los ciudadanos muertos de hambre. Los considera unos imbéciles.
Demuestra que el crimen paga muy bien.
La novela titulada El gobernador impune es un fracaso editorial. Llena de
clichés. Nadie la lee. Queda en el olvido. Solo sirve para demostrar que hay
pillos que no los quiere ni su propia madre.
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