viernes, 29 de agosto de 2014

Condenados a la libertad

En su Leviatán, Hobbes decía que el peor enemigo de la monarquía eran los libros que hablaban de la Grecia y Roma antigua. “De la lectura de dichos libros, a los hombres les viene gana de matar a sus reyes, porque los escritores griegos y latinos, en sus libros y discursos sobre política, lo convierten en algo lícito y encomiable para cualquier hombre, siempre y cuando antes de matarlo le llame tirano”.

Hobbes era partidario del poder absoluto, por eso decía: “No puedo imaginar algo más perjudicial para la monarquía que permitir que esos libros los lea el público”, y sugería que algunos censores les quitaran el veneno, pues las ideas democráticas eran como la hidrofobia.

El mismo Platón no estaba en buenos términos con buena parte de sus clásicos de la literatura ni con los poetas en general, pues en sus obras representaban personajes con debilidades e inclinaciones nocivas. Pintaban a los dioses como seres caprichosos o moralmente desviados. En las narraciones aparecían hombres injustos y felices. Las tragedias hacían que el público experimentara emociones superfluas. Por eso había que censurar a los escritores y obligarlos a enaltecer los buenos valores.

Hobbes y Platón caían en una muy conocida trampa del ego. Ambos habían leído la literatura que criticaban, pero ellos eran lo suficientemente inteligentes para no dejarse contaminar. La paradoja está en que ellos eran lo suficientemente inteligentes precisamente porque habían leído esos libros que deseaban erradicar.

Lo mismo pasaba con el Index Librorum Prohibitorum. Los libros prohibidos formaban la parte más interesante de la biblioteca del Vaticano. Sin duda papas, cardenales y teólogos abrevaban en ellos, gozaban con ellos; pero el clero estaba vacunado contra su mala influencia. En cambio los desorientados lectores podían perder la fe, la vida eterna y las ganas de aportar el diezmo.

Cada uno en su versión, a Hobbes, Platón y la Iglesia les gusta el totalitarismo. Por mucho que quisieran razonar sus ideas, sus conclusiones sobre lo moralmente bueno se ajustaban a lo que más les convenía, a un modo de organización social que tuviera privilegios arriba y obediencia abajo.

Hizo falta una gran cantidad de libros censurables para mandar a esta gente al diablo. Un batallón de filósofos, poetas y novelistas enseñaron al hombre que debía ser libre. Y una gran cantidad de lectores inteligentes y con agallas llevaron a la práctica esta idea revolucionaria.

Hoy, el antropoide promedio no sabe qué hay de grandioso en el “Pienso, por lo tanto existo” de Descartes. Ni se le ocurriría que para escribir la dicha frase había que huir de Francia y meterse en Holanda. Ni entiende que somos consecuencia de una reacción en cadena que surgió con esa chispa.

Hoy, la cosa se ha vuelto extrañamente macabra. Quien desde el poder comparta las ideas platónicas, hobbesianas o clericales sobre el autoritarismo, sabe que debe predicar la libertad, la democracia, la igualdad.

Sartre tenía razón al decir que el hombre está condenado a ser libre. Lo que no dijo es que esto incluye la libertad de adormecer el espíritu y comportarse exactamente igual que si no fuese libre. Así, sin necesidad de prohibiciones, censuras y persecuciones, se volvieron inofensivos los libros que incomodaban a Hobbes, a Platón y al Vaticano.

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