viernes, 15 de noviembre de 2013

Pólvora mojada


Otra vez leí Un puente sobre el Drina. Una vez más sentí asombro y envidia por esa novela que cuenta la historia de un puente que es la historia de un pueblo que es la historia de los Balcanes que es la historia de los imperios.

Me regodeé otra vez con mis subrayados e hice otros más. Creo que mi preferido es un párrafo que bien podría ser epígrafe para los cuentos de Eduardo Antonio Parra.

“Pero es por la noche, solo por la noche, al revivir e inflamarse los cielos, cuando se revelan la infinidad y la fuerza poderosa de este mundo en el que el hombre se pierde, sin tener conocimiento ni de sí mismo, ni del lugar al que ha ido, ni de lo que quiere o debe hacer. Solo por la noche se vive verdaderamente con serenidad, por largo tiempo; solo por la noche no existen las palabras que comprometen para toda la vida, ni las promesas mortales, ni las situaciones sin salida, con el breve plazo que corre y se escapa inexorablemente, y con la muerte o la vergüenza como único término y posibilidad de escape. Sí, por la noche no sucede como en la vida diurna, en la que lo que se dice una vez permanece irrevocable y convertido en ineludible promesa. Por la noche, todo es libre, infinito, anónimo y mudo.”

Y en términos más extensos, mi preferido es el capítulo quince. Al igual que amo el capítulo quince de El desierto de los tártaros, aquél en el que el teniente Angustina se deja morir luego del extremo heroísmo de haber marchado con unas botas que le machucaban los pies y dejando una frase a medias. “¿Qué querías decir, Angustina? Te has marchado sin terminar la frase; quizá era algo absurdo e insignificante, quizá una absurda esperanza, quizá incluso nada.”

Pero volviendo al quince del Drina, ahí tenemos la historia de un tuerto, pobre diablo, ingenuo y fracasado que se emborracha por cortesía de quienes lo torturan con sus burlas. Una oscura madrugada de invierno sus compañeros de juerga lo azuzan para que camine sobre el pretil del puente. Él, entre resbalones, cantos y bailes, va poco a poco avanzando, mientras el lector está seguro de que caerá a las aguas heladas del río.
Al final, llega al otro lado del puente sano y salvo, y Andrić convierte la travesura de borrachos en algo glorioso. Nos cuenta que los niños que a esa hora iban ya a la escuela “no podían comprender el juego de las personas mayores, pero en su memoria quedó grabada para toda la vida, junto al perfil de su puente natal, la imagen del Tuerto, de aquel hombre conocidísimo en la ciudad, el cual, tras una extraña transformación, ligero, transportado como por arte de magia, dando saltitos atrevidos y alegres, caminó por donde estaba prohibido caminar y llegó adonde nadie había llegado jamás.”

El que sepa de literatura sabrá que aquí hay una celebración por el ser humano y hay que alzar la copa porque derrotamos la imposibilidad de venir al mundo.

Pero ojo. Si usted tiene el libro, tache las últimas dieciocho palabras finales del capítulo y termínelo como yo lo escribí arriba. Verá la diferencia entre lo sublime y la versión floja de un excelente traductor, pero que derramó el agua cuando la pólvora estaba a punto de estallar.


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