sábado, 25 de mayo de 2013

Turquedades

En 1928, Atatürk mandó cambiar el alfabeto turco. En vez de usar la escritura árabe, pasarían a usar las letras latinas con algunas adaptaciones para representar sonidos específicos de su lengua. Esta reforma fue parte de una campaña de alfabetización. El pueblo turco tenía un ochenta por ciento de analfabetos y su líder suponía que era más sencillo educarlo con veintinueve signos latinizados que con las casi quinientas grafías árabes.
Atatürk convocó a lingüistas, profesores y demás educadores y les preguntó en cuánto tiempo estaría debidamente implantado el nuevo alfabeto. Los especialistas estimaron que en seis años. “De acuerdo”, les dijo Atatürk, “pero ahora supongan que ya pasaron cinco años y medio.”
De inmediato se lanzó la campaña de alfabetización. Se imprimieron libros con las nuevas letras. Hubo un cambio masivo de máquinas de escribir en las oficinas. Muy pronto los periódicos cambiaron su tipografía. Los calígrafos debieron adaptar su arte. Proliferó el oficio de rotulistas, pues todos los comercios hubieron de cambiar sus fachadas. La lectura y escritura que se hacía de derecha a izquierda ahora cambiaba de sentido.
Los que no sabían leer ni escribir entraron castos a ese nuevo mundo. Quienes ya dominaban la escritura tradicional se vieron obligados al reaprendizaje, sin importar la edad que tuvieran.
Por supuesto que hubo resistencia, empezando por los grupos religiosos. El Corán se había escrito por la mano de Alá en árabe. Y dado que el cambio no solo implicó la escritura, sino que los lingüistas también crearon una buena cantidad de palabras que parecieran más turcas y menos árabes, puedo suponer que algunos poetas se sintieron ultrajados.
Ahora mismo me espantaría que triunfaran las ideas simplificadoras del español: eso de desaparecer acentos, ciertas letras que comparten su sonido, alguna puntuación o caracteres que el Internet no acaba de aceptar.
No quiero hacer un juicio literario sobre el cambio del alfabeto turco. Quiero, en cambio, hacer notar la fuerza política necesaria para realizar una reforma de ese tamaño. Por supuesto, Atatürk estaba más cerca de la dictadura que de la democracia, pero su mayor fuerza venía de eso que hoy le falta a tantos y tantos políticos: liderazgo.
No voy a aceptar el argumento de que las democracias matan a los líderes. En cambio, sí es notorio que las democracias enfermas de partidismo se meriendan a quienes pretenden abanderar reformas. Además, el poder que busca su permanencia le teme a las medicinas amargas que, aunque buenas para la salud de un país, pueden promover la alternancia.
También es cierto que no puede haber liderazgo en un presidente que se hace el ciego ante la rapiña de tanto gobernador y demás colaboradores y amigos.
Las grandes reformas no son para petimetres que prefieren lucir en la televisión que en la historia. Por eso resulta claro que nos vamos a pasar de largo otro sexenio sin reforma educativa, una reforma educativa que ni siquiera está planteada, pues lo que así se llamó es apenas un ajuste en la administración del magisterio.

Pero qué daría Toscana por equivocarse una vez más.

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