sábado, 18 de mayo de 2013

El corazón intelectual


Muchas veces me han cuestionado sobre qué tipo de música me gusta escuchar. Detesto esa pregunta. Supongo que pasaré por intelectual si menciono alguna corriente de música oriental que casi nadie conoce, o si, más allá de mencionar los clásicos de siempre, elijo algún oscuro compositor italiano que justo ahora se está redescubriendo. Para los eventos públicos y los micrófonos tendré planeada alguna respuesta inteligente.
Cualquiera que asista a una reunión de escritores notará que, efectivamente, el anfitrión recibe a sus invitados con alguna música de jazz que dé motivo para hablar de Rayuela, o algo en la escala pentatónica que justifique el álbum de Utamaro euclidianamente colocado sobre la mesa de centro.
Sin embargo, a medida que se va ingiriendo alcohol, los gustos musicales van cambiando. John Coltrane es sustituido por José José, Nina Simone por Manoella Torres, Ray Charles por Carlos Lico y el quinteto fulano de cuerdas por Los Terrícolas. Con buena o mala voz, se canta de todo corazón.
Y es que un gran pecado en la literatura: el sentimentalismo, puede ser un atributo en la música o al menos una concesión para momentos en que la vida es así: sentimental.
Resulta difícil y hasta artificial recurrir en la cama a ciertos versos de Octavio Paz como “Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida” o “En tus ojos navegan niños, sombras, relámpagos, mis ojos, el vacío” y parece más natural decir simplemente “Tus ojos son de colebrí”.
Cuando yo era joven y bonito, de poco me servía João Guimarães Rosa en asuntos amorosos, en cambio me hacía pasar por especialista en poesía brasileira y declamaba: “Falando serio, é bem melhor você parar com essas coisas, de olhar pra mim com olhos de promessa, depois sorrir como quen nada quer”. O Rey nunca me hizo quedar mal.
Es fecha que no puedo contener las lágrimas o al menos un nudo en la garganta cuando escucho algunas piezas clásicas o tantas arias de la ópera. Pero eso suele ocurrir en la soledad. Tratar de compartir cierta música con un grupo de borrachos resulta anticlimático.
Difícil que alguien se embarque a cantar Vesti la giubba. Y si se anda con humor de pagliacci, entonces se canta “Payaso, soy un triste payaso”. Aún en intensas libaciones no se acude a Libiamo ne’ lieti calici, sino a “Frente a una copa de vino yo me río de mí”, y antes que Una furtiva lágrima podremos escuchar “Una lágrima por tu amor, una lágrima lloraré”.
En esas noches de alcohol ninguna canción convoca tanto a los gritos desafinados como El triste. Ningún verso es tan catártico como “porque ya disfruto aún sin tu presencia”. Ninguna confesión tan sincera como “que fallé como amante”. Ninguna duda tan profunda como “en el fondo, ¿qué es la vida? No lo sé”.
Al día siguiente, con la cruda, hay que ir al librero. Buscar a Heidegger, repasar a Huidobro, continuar aquel ensayo de Barthes, demostrarnos que el corazón de un intelectual es algo más complicado y elevado que el del vulgo, que lo de anoche fue una borrachera en que salieron ciertos instintos primitivos. Que no volverá a ocurrir.

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