viernes, 26 de septiembre de 2014

El peso de la literatura

La semana anterior escribí sobre un pasado en el que se podía vivir en los hoteles, antes de que su precio explotara más allá de la inflación. Hoy pienso en otro de los personajes que habitaron hoteles casi de manera permanente: Leó Szilárd. El mundo recuerda a este físico húngaro como el padre del reactor nuclear y por haber redactado la famosa carta a Roosevelt que Einstein firmó, pues nadie mejor que Szilárd se dio cuenta de que con uranio se podía construir lo que, años después, Sting llama en su canción “el juguete mortal de Oppenheimer”. Yo ahora lo invoco por algo mucho más terrenal: su austero modo de vida. Cuentan los que lo conocieron que todas sus pertenencias cabían en tres maletas.

Y así quisiera ahora que me pasara a mí, pues me estoy mudando de Varsovia a Cracovia.

Dice la vieja consigna que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Yo creo que nadie sabe lo que tiene hasta que se muda.

Apenas ahora que estuve metiendo libro por libro en las cajas me enteré de algunas joyas que hay en casa. Hay libros en ruso, latín, griego, italiano, árabe, turco, francés, inglés, portugués y, por supuesto, en polaco y español. Estos últimos son los míos. Junto a la cocina tenemos otra biblioteca con libros de cocina. Son los que más placer me dan.

Los libros no se empacan a granel. Hay que ir acomodando uno por uno, con el canto hacia la pared de la caja. Si hay dos filas, los libros no deben tocarse canto con canto, sino lomo con lomo. La teoría funciona bien con enciclopedias o ejemplares de una misma colección. Pero lo cierto es que los editores suelen publicar en una enorme variedad de formatos. Así, empacar libros de manera compacta para que puedan apilarse hasta cinco cajas, ya resulta un trabajo artesanal. Mal llenada, la caja de abajo se vence ante los cien kilos que lleva encima y toda la pila se cae.

Los mudanceros prefieren atender gente iletrada, pues las cajas con frivolidades suelen pesar menos que las de libros. El libro suele ser lo más pesado que se tiene en casa. Los mudanceros aman el libro electrónico.

No tengo ediciones de gran formato, pero el par de las Haciendas de México pesa cinco y medio kilos. Eso mismo pesa por sí solo un libro sobre la Edad Media en Francia, dos sobre la civilización otomana y otro más sobre cultura oriental. Los libros de arte tienen mayor volumen y peso atómico que los de literatura. Hay poemarios de apenas veinte gramos. Así, debo mezclar géneros para que cada caja ronde los veinticinco kilos.

En las parejas armónicas, la biblioteca es un continuum de libros. Pero a la hora de un rompimiento puede darse una reacción violenta como la que proyectó Leó Szilárd. En cuestión de dineros, los bienes mancomunados pasan a ser mita y mita. No es tan sencillo dividir libros.

Tengo un amigo que perdió toda su biblioteca en un divorcio. Luego sus libros aparecieron en varias librerías de viejo. Con gran esfuerzo económico alcanzó a recomprarse un treinta por ciento.


Mañana vendrá el mudancero. Cuando arreglamos el precio solo me pidió que le hiciera una lista de muebles con sus dimensiones. “También tengo libros”, le dije, pero a él le dio lo mismo, pensando que tendría la colección de Harry Potter y tres libros de vampiros. “Métalos en una caja”, me dijo. Sé que acabará cobrándome el doble. Y yo le pagaré contento de que no haya sido el triple.


viernes, 19 de septiembre de 2014

Sous le ciel de Paris

Hotel Saint James, París
Con frecuencia me dan ganas de visitar París, pero me disuaden los costos de los hoteles. La última vez que estuve por allá, los gastos corrieron por cuenta de mi editorial francesa. Estuve en un modesto hotel y la tarifa diaria por dos personas fue el equivalente de 3 mil pesos por noche. Eso haría 90 mil pesos al mes, y resulta que no soy hijo de sindicalista.

En cambio, cuando leo novelas de antes del medio siglo situadas en París, es muy fácil encontrar personajes de bolsillos áridos que vivían permanentemente en hoteles.

El protagonista de El infierno, de Henri Barbusse, es un bajo empleado bancario que habita en un hotel. Su cuarto es viejo y algo empolvado, pero al menos tiene un tapete oriental y el servicio parece bastante cálido. Además, en la pared hay un hueco por el que puede mirar hacia la habitación de al lado, la cual, por esas cosas de la literatura, suele estar ocupada por mujeres hermosas.

En su novela Arco de Triunfo, Erich Maria Remarque tiene un médico refugiado sin empleo fijo que vive en un hotel en la avenida Wagram, detrás de la Place des Ternes. Hoy día, el hotel que mejor responde a esas señas anuncia que tiene habitaciones desde 373 euros la noche. O sea, alrededor de 6 mil 400 pesos.

Cuando eran dos aspirantes a la filosofía y las letras, Jean–Paul Sartre y Simone de Beauvoir rentaron durante al menos dos años un par de habitaciones en el hotel Mistral. Hoy, la renta diaria por esas dos piezas sería un mínimo de 6 mil pesos. En aquel entonces, Sartre se costeó su estancia con su sueldo de profesor de liceo.

A juzgar por lo que cuentan novelas y biografías, el hospedaje incluía los alimentos y alguna botella de vino.

Entiendo que París se ha inflado por razones turísticas, especulativas y fiscales, entre otras, pero con los hoteles ocurrió algo más. Han desaparecido aquellos que tenían viso de posada, atendidos por una propietaria que no aspiraba a volverse millonaria. La señal de que los hoteles no eran grandes negocios es que no había cadenas hoteleras. En aquel entonces, Paris Hilton sería la mucama.

Hoy, una persona con suficiente dinero para montar un hotel no está dispuesta a tender las camas de sus clientes.

Hubo una época en que si el cliente se molestaba, podía decir: “Quiero hablar con el dueño”. Hoy, si bien nos va, nos dejan hablar con el subgerente del tercer piso.

Por eso a los escritores nos borraron la fantasía de habitar durante meses en un hotel de  la rue fulané o mengané para escribir una obra maestra en tanto nos impregnamos de los aires parisinos.

Durante muchos años el ambiente intelectual bullía en los cafés de la Rive Gauche. Entre ellos estaba el muy longevo Café Procope, que ostenta con orgullo haber sido frecuentado por la crema y nata de la intelectualidad parisina; pero hoy la crema y nata de la intelectualidad no puede costearse una tarde en este café y ha de cederles el sitio a turistas y gente de sanas finanzas.

París se ha vuelto inaccesible incluso para los parisinos. Y sin embargo, como dice la chanson: “Paris sera toujours Paris, la plus belle ville du monde”. Y yo la miro como a una mujer codiciada y espero con paciencia que un día me abra los brazos.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Libros imaginarios

Francisco de Borbón se fugó de la prisión de Vincennes en 1848. Dos años después, cuando fueron arrestados el príncipe de Conti y el príncipe de Condé, se les preguntó qué libros les gustaría tener en su celda. El primero solicitó Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. El segundo dijo que prefería Imitación de Francisco de Borbón.

En la novela Rasero, de Francisco Rebolledo, el personaje central es un intelectual de la era de la Revolución francesa que escribe un libro titulado Por qué os desprecio. Se nos antoja infinitamente el texto de marras, pero nunca tendremos oportunidad de leerlo.

La lista de libros inexistentes es larga. Aparecen en la literatura de Borges, de Bolaño, de Stanislaw Lem… En fin, más vale que cada quien la complete con su memoria.

Además de libros ficticios, están los que nunca llegaron a escribirse por motivos naturales o violentos. ¿Qué habría escrito Kafka si llega a los ochenta años? ¿Qué habría publicado el buen Bruno Schulz si no le vuelan los sesos? ¿Acaso quien se iba a convertir en el más grande escritor del siglo XIX murió de viruela a los cinco años?

Aunque los campos de concentración dieron mucha literatura sobre campos de concentración, podemos preguntar ¿qué hubieran escrito en cambio esos escritores? ¿O acaso fue esa experiencia la que los volvió literatos? ¿Tadeusz Borowski habría sido escritor de no haber estado en Auschwitz? ¿Cuántos niños y jóvenes asesinados hubiesen tenido una vocación literaria?

Cuando leo la biografía de Cervantes me doy cuenta de cuán cerca estuvimos de quedarnos sin Don Quijote de la Mancha. Entre azares de la navegación, batallas, prisiones, intentos de fuga y más prisiones, el valeroso caballero andante pudo nunca ir más allá de una idea. Y aun escrita la primera parte, bien pudimos quedarnos sin la segunda.

Hace años se me ocurrió que quizás yo habría sido el mejor tenista del mundo, solo que nunca jugué al tenis. La idea no es tan peregrina. De haber nacido en la Unión Soviética, alguien se habría encargado de medir mis aptitudes para definir si habría de dedicarme al tenis, al box, a la caminata o al gulag; y según fuera el caso me comenzarían a inyectar sustancias mágico–deportivas o me pondrían a pan y agua.

Tengo una conocida que era nadadora olímpica en la camada de Kornelia Ender. Nadaba porque su cuerpo era adecuado para nadar, no porque hubiese sido su sueño de la infancia. Le dieron tantos esteroides que cuando el gobierno dejó de suministrarle sus ampolletas pasó a ser una mujer de magna obesidad.

En cambio, sería más difícil determinar quién tiene cerebro de escritor. Y vaya uno a saber qué sustancia habría de suministrarse por vía intravenosa para desarrollar dicha facultad. Hasta donde sé, no han funcionado el peyote ni el opio ni el LSD. Así es que por lo pronto la fórmula sigue siendo la clásica: leer, leer y leer. Luego atreverse a escribir.

Dice la vieja consigna que un hombre debe plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. La mayoría termina más bien cortando un árbol, así sea indirectamente; engendra más de un hijo y, por suerte, no escribe libro alguno.

Y sin embargo, siempre queda la posibilidad de que no se dé a la luz la gran obra literaria de nuestros tiempos simplemente porque la mente que pudo concebirla no la concibió.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Pedagogía efectiva

En una famosa entrevista que habría de publicarse en forma de libro, Richard Feynman cuenta algunos fragmentos de su infancia, acerca del modo como su padre le enseñaba algo sobre las ciencias al tiempo que le azuzaba la curiosidad.

George Steiner también habla de las tácticas de su padre para interesarlo en el mundo del conocimiento. Cuando tenía cinco años, le contaba anécdotas de la Ilíada y le leía algunos fragmentos, pero se cuidaba de no darle el libro para que la curiosidad lo devorara. Para su cumpleaños número seis, le regaló su primer Homero.

No sé si exista en español el libro de Feynman; el de Steiner se llama Errata. El examen de una vida. Aunque para serle fiel al título original y al parafraseo socrático debió llamarse Errata. Una vida examinada.

En apenas unas líneas de este par de libros se despliega más sabiduría sobre la educación de los niños que en no sé cuántos tratados de pedagogía. De hecho, la razón para que existan mil teorías sobre cómo educar a los niños es síntoma de que se busca una solución mágica a un asunto sencillo.

Sencillo, sí, pero para muchos imposible. ¿Por qué?

Porque la mayoría de los padres están lejos de ser los padres de Feynman o de Steiner. Un patán promedio no sabría sentar en sus rodillas al hijo de cinco años y leerle un fragmento de la Ilíada.

Entonces los hijos van a educarse a las escuelas. Pero ahí el promedio de los maestros apenas sabe enseñarles a sus alumnos cómo bloquear avenidas, robar gasolina y saquear oficinas impunemente, y tal vez deletrear mi mamá me mima.

Por eso aparecen libros como Todos los niños pueden ser Einstein. El cual dice en la solapa: “Albert Einstein no aprendió a leer hasta los siete años ni a hablar con fluidez hasta los nueve, su maestra lo calificó como ‘mortalmente lerdo’. A pesar de ello Einstein acabó convirtiéndose en uno de los científicos más geniales del mundo”.

Hago reseña de solapa porque no pienso leer el libro.

El autor miente, pues Einstein no fue un rezagado en la escuela. Albertito, al igual que Feynman y Steiner, tuvo un padre que lo supo llenar de curiosidad y fomentó su creatividad y su interés por las matemáticas, la física y la filosofía.

Pero aun aceptando que Einstein hubiese sido lento a temprana edad, estoy apenas dispuesto a conceder que todos los niños pueden ser Einstein, pero el Einstein de siete años. A ver qué joven iguala a Einstein en su annus mirabilis.

El tal libro, supongo, ha de ser una obra engañosamente motivacional. Pero a la gente le gusta que le doren la píldora. Si yo escribiera un libro más cercano a la realidad, titulado Su hijo será un pelmazo, difícilmente llegaría a los estantes de las librerías. Eppur

Cuando comencé a escribir este artículo, eché mano de mis recuerdos sobre estos tres hombres que admiro y sobre el hecho de que cada uno tuviese un padre que de algún modo los empujó al mundo de la inteligencia. Solo ahora caí en la cuenta de que los tres son judíos.

Tal vez un libro que proponga ideas sólidas y debidamente demostradas para educar a los hijos habría de titularse Cómo ser un buen padre judío.