Francisco de
Borbón se fugó de la prisión de Vincennes en 1848. Dos años después, cuando
fueron arrestados el príncipe de Conti y el príncipe de Condé, se les preguntó
qué libros les gustaría tener en su celda. El primero solicitó Imitación de Cristo, de Tomás de
Kempis. El segundo dijo que prefería Imitación
de Francisco de Borbón.

La lista de
libros inexistentes es larga. Aparecen en la literatura de Borges, de Bolaño, de
Stanislaw Lem… En fin, más vale que cada quien la complete con su memoria.
Además de libros
ficticios, están los que nunca llegaron a escribirse por motivos naturales o
violentos. ¿Qué habría escrito Kafka si llega a los ochenta años? ¿Qué habría
publicado el buen Bruno Schulz si no le vuelan los sesos? ¿Acaso quien se iba a
convertir en el más grande escritor del siglo XIX murió de viruela a los cinco
años?
Aunque los
campos de concentración dieron mucha literatura sobre campos de concentración,
podemos preguntar ¿qué hubieran escrito en cambio esos escritores? ¿O acaso fue
esa experiencia la que los volvió literatos? ¿Tadeusz Borowski habría sido
escritor de no haber estado en Auschwitz? ¿Cuántos niños y jóvenes asesinados
hubiesen tenido una vocación literaria?
Cuando leo la
biografía de Cervantes me doy cuenta de cuán cerca estuvimos de quedarnos sin Don Quijote de la Mancha. Entre
azares de la navegación, batallas, prisiones, intentos de fuga y más prisiones,
el valeroso caballero andante pudo nunca ir más allá de una idea. Y aun escrita
la primera parte, bien pudimos quedarnos sin la segunda.
Hace años se me
ocurrió que quizás yo habría sido el mejor tenista del mundo, solo que nunca
jugué al tenis. La idea no es tan peregrina. De haber nacido en la Unión
Soviética, alguien se habría encargado de medir mis aptitudes para definir si
habría de dedicarme al tenis, al box, a la caminata o al gulag; y según fuera
el caso me comenzarían a inyectar sustancias mágico–deportivas o me pondrían a
pan y agua.
Tengo una conocida
que era nadadora olímpica en la camada de Kornelia Ender. Nadaba porque su
cuerpo era adecuado para nadar, no porque hubiese sido su sueño de la infancia.
Le dieron tantos esteroides que cuando el gobierno dejó de suministrarle sus ampolletas
pasó a ser una mujer de magna obesidad.
En cambio, sería
más difícil determinar quién tiene cerebro de escritor. Y vaya uno a saber qué sustancia
habría de suministrarse por vía intravenosa para desarrollar dicha facultad. Hasta
donde sé, no han funcionado el peyote ni el opio ni el LSD. Así es que por lo
pronto la fórmula sigue siendo la clásica: leer, leer y leer. Luego atreverse a
escribir.
Dice la vieja
consigna que un hombre debe plantar un árbol, tener un hijo y escribir un
libro. La mayoría termina más bien cortando un árbol, así sea indirectamente;
engendra más de un hijo y, por suerte, no escribe libro alguno.
Y sin embargo,
siempre queda la posibilidad de que no se dé a la luz la gran obra literaria de
nuestros tiempos simplemente porque la mente que pudo concebirla no la
concibió.
Los libros imaginarios del Ultimo lector son chistosos!
ResponderEliminarY me suena como que hay un poco de Lucio en David Toscana...
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