viernes, 12 de septiembre de 2014

Libros imaginarios

Francisco de Borbón se fugó de la prisión de Vincennes en 1848. Dos años después, cuando fueron arrestados el príncipe de Conti y el príncipe de Condé, se les preguntó qué libros les gustaría tener en su celda. El primero solicitó Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. El segundo dijo que prefería Imitación de Francisco de Borbón.

En la novela Rasero, de Francisco Rebolledo, el personaje central es un intelectual de la era de la Revolución francesa que escribe un libro titulado Por qué os desprecio. Se nos antoja infinitamente el texto de marras, pero nunca tendremos oportunidad de leerlo.

La lista de libros inexistentes es larga. Aparecen en la literatura de Borges, de Bolaño, de Stanislaw Lem… En fin, más vale que cada quien la complete con su memoria.

Además de libros ficticios, están los que nunca llegaron a escribirse por motivos naturales o violentos. ¿Qué habría escrito Kafka si llega a los ochenta años? ¿Qué habría publicado el buen Bruno Schulz si no le vuelan los sesos? ¿Acaso quien se iba a convertir en el más grande escritor del siglo XIX murió de viruela a los cinco años?

Aunque los campos de concentración dieron mucha literatura sobre campos de concentración, podemos preguntar ¿qué hubieran escrito en cambio esos escritores? ¿O acaso fue esa experiencia la que los volvió literatos? ¿Tadeusz Borowski habría sido escritor de no haber estado en Auschwitz? ¿Cuántos niños y jóvenes asesinados hubiesen tenido una vocación literaria?

Cuando leo la biografía de Cervantes me doy cuenta de cuán cerca estuvimos de quedarnos sin Don Quijote de la Mancha. Entre azares de la navegación, batallas, prisiones, intentos de fuga y más prisiones, el valeroso caballero andante pudo nunca ir más allá de una idea. Y aun escrita la primera parte, bien pudimos quedarnos sin la segunda.

Hace años se me ocurrió que quizás yo habría sido el mejor tenista del mundo, solo que nunca jugué al tenis. La idea no es tan peregrina. De haber nacido en la Unión Soviética, alguien se habría encargado de medir mis aptitudes para definir si habría de dedicarme al tenis, al box, a la caminata o al gulag; y según fuera el caso me comenzarían a inyectar sustancias mágico–deportivas o me pondrían a pan y agua.

Tengo una conocida que era nadadora olímpica en la camada de Kornelia Ender. Nadaba porque su cuerpo era adecuado para nadar, no porque hubiese sido su sueño de la infancia. Le dieron tantos esteroides que cuando el gobierno dejó de suministrarle sus ampolletas pasó a ser una mujer de magna obesidad.

En cambio, sería más difícil determinar quién tiene cerebro de escritor. Y vaya uno a saber qué sustancia habría de suministrarse por vía intravenosa para desarrollar dicha facultad. Hasta donde sé, no han funcionado el peyote ni el opio ni el LSD. Así es que por lo pronto la fórmula sigue siendo la clásica: leer, leer y leer. Luego atreverse a escribir.

Dice la vieja consigna que un hombre debe plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. La mayoría termina más bien cortando un árbol, así sea indirectamente; engendra más de un hijo y, por suerte, no escribe libro alguno.

Y sin embargo, siempre queda la posibilidad de que no se dé a la luz la gran obra literaria de nuestros tiempos simplemente porque la mente que pudo concebirla no la concibió.

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