sábado, 25 de octubre de 2014

Mundo tibio


Esta semana un autor inglés que responde al nombre de Nick Hornby dijo que había que quemar los libros excesivamente complicados o que se leen por puro esnobismo, que en las escuelas no había que obligar a los alumnos a leer lo que no quieren, que un libro debería ser como la televisión.

Los comentarios no son originales. Los dice cualquier pelmazo para justificar su rechazo a la lectura. Sin embargo, pronunciados por un autor de éxito, suenan más preocupantes. Son una justificación a la mediocridad. O quizás una invitación a que dejen las obras maestras y se pongan a leer las simplezas que seguramente ha de escribir el tal Hornby.
También es un apoyo al mundo editorial, que lanza incontables novedades en un intento por sepultar a los clásicos, pues éstos son menos rentables.

Además respalda la patanería de tanto maestro de escuela que apenas aprendió a balbucear. Cuán feliz se sentirá el tal maestro de disertar acerca de una infranovelita juvenil y no sobre Pedro Páramo.

Es verdad que la lectura puede ser un placer; pero también es cierto que la letra con sangre entra. Comer puede ser placentero, ¿pero qué madre respeta el gusto de sus hijos si solo quieren golosinas?

Si los matemáticos hablaran como Hornby dirían que no se debe presionar a los niños con los números, y basta con que lleguen a la tabla del diez. ¿Que los niños no disfrutan la historia? Entonces llenemos sus mentes con chismorreos de las estrellas. ¿Prefieren una biografía del Chicharito a la de Benito Juárez? No se preocupen; estamos para complacer a los chamacos.

Un columnista de El País se sumó al llamado de Hornby y puso una lista de diez títulos que considera muy complicados. Incluye maravillas como Don Quijote, Crimen y castigo, Guerra y paz, Paradiso, La Divina Comedia y Moby Dick. A su vez, algunos lectores de El País se pusieron a agregar más títulos, y acaso unos cuantos protestaron por la inclusión de Crimen y castigo en la lista de marras.
Quien quiera celebrar su ignorancia es libre de hacerlo. Quien quiera confesar que su cabecita consideró Cien años de soledad como algo demasiado complicado, hágalo; aunque en otros tiempos hubiese sido motivo de vergüenza. Quien guste ver la televisión siete horas al día, adelante. Pero no me digan que la escuela ha de ser un sitio para apapachar la brutez o, peor aún, para propiciarla.

En el siglo XIX, Matthew Arnold dijo que cultura es “lo mejor que se ha pensado y dicho”. Pero con el tiempo ha prevalecido una idea más antropológica que establece que cultura es todo aquello que hace el hombre. En esta generalización, acabamos por tenerle miedo a los juicios de valor. Así, ninguna manifestación cultural es superior a otra: solo son diferentes.
Y ya en este mundo tibio, vale más que alguien lea una facilona novela de Nick Hornby que El gatopardo. Vale más que disfrute a Los Bukis y no que se complique la vida con Bach. Vale más que se quede idiota y no que ejercite un poco las neuronas.

En la vida privada, que cada quien haga lo que quiera. Pero si aceptamos estas ideas en la escuela, ¿entonces para qué sirve una escuela?

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