sábado, 11 de octubre de 2014

Alta traición


Llegué a México este primero de octubre. Cuando tomé el avión en Cracovia se decía que los normalistas de Ayotzinapa se habían ocultado y poco a poco irían apareciendo. Con ese toque de optimismo, no pude evitar sentir que había aterrizado en un paraíso.
Uta, qué bien se siente uno en México. De inmediato se trata con agentes de migración humanos y amables, diferentes, supongo, de los que encuentran los migrantes de Centroamérica. Luego voy por unos tacos. Disfruto la carne de ínfima calidad, el olor de las tortillas recién hechas, salsas mágicas que todo lo vuelven delicioso. Recupero el modo familiar para hablar con desconocidos, las conversaciones espontáneas.
En la avenida Universidad un anciano tiene dificultad para abrocharse las agujetas; una mujer deja su prisa y se acuclilla para atárselas en una escena casi bíblica. A otra señora se le desfonda la bolsa de la basura y llegan tres mujeres a ayudarle. Veo otras escenas de solidaridad espontánea. Amo mi país, me digo.
Pero ni modo, también me pongo a leer la prensa, que me dice shakespeareanamente que algo está podrido en México.
En esta columna suelo hablar de literatura, de libros, del acto de leer, de mis autores preferidos entre los que suelo mencionar por sobre todos a Cervantes y Dostoievski, pues son dos autores que, más que en mi memoria, están en mi conciencia.
Pero hoy tengo en mi conciencia a los normalistas de Guerrero. Por sí sola, la suma de corrupciones, violencias, complicidades, incompetencias, injusticias, silencios, disimulos, distracciones, mentiras y represiones que llevaron a estos jóvenes a ser torturados, asesinados y calcinados es para indignar y atemorizar a cualquiera; pero además, estos asesinatos ya tienen el volumen de la gota que derramó el vaso.
Hay que recordarle a los gobiernos municipales, estatales y federal que la única razón de su existencia es cumplir con un pacto que comienza con la seguridad. No se trata de que se declaren con las manos limpias, pues en estas circunstancias la incompetencia no se distingue de la complicidad. Y sin embargo, como si estuviese realizando un excelente trabajo, el Estado se recetó un aumento de sueldo vía Hacienda.
Pese a lo que escribo, siento algo parecido a la felicidad por estar en México. Es un país seductor como mala mujer.
José Emilio Pacheco escribió en su poema “Alta traición”: “No amo mi patria./ Su fulgor abstracto/ es inasible./ Pero (aunque suene mal)/ daría la vida/ por diez lugares suyos,/ cierta gente,/ puertos, bosques de pinos,/ fortalezas,/ una ciudad deshecha,/ gris, monstruosa,/ varias figuras de su historia,/ montañas/ —y tres o cuatro ríos”.

Yo siento que sí la amo, pues desde fuera su fulgor abstracto se vuelve asible; pero apenas daría la vida por tres personas; nunca por un río. Por eso respeto y admiro a los que sí se están jugando el pellejo a las órdenes de un Estado ambiguo, y no los juzgo si un día se les pasa la mano.

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