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Uta, qué bien se siente uno en México.
De inmediato se trata con agentes de migración humanos y amables, diferentes,
supongo, de los que encuentran los migrantes de Centroamérica. Luego voy por
unos tacos. Disfruto la carne de ínfima calidad, el olor de las tortillas
recién hechas, salsas mágicas que todo lo vuelven delicioso. Recupero el modo
familiar para hablar con desconocidos, las conversaciones espontáneas.
En la avenida Universidad un anciano
tiene dificultad para abrocharse las agujetas; una mujer deja su prisa y se
acuclilla para atárselas en una escena casi bíblica. A otra señora se le
desfonda la bolsa de la basura y llegan tres mujeres a ayudarle. Veo otras
escenas de solidaridad espontánea. Amo mi país, me digo.
Pero ni modo, también me pongo a leer la
prensa, que me dice shakespeareanamente que algo está podrido en México.
En esta columna suelo hablar de
literatura, de libros, del acto de leer, de mis autores preferidos entre los
que suelo mencionar por sobre todos a Cervantes y Dostoievski, pues son dos
autores que, más que en mi memoria, están en mi conciencia.
Pero hoy tengo en mi conciencia a los
normalistas de Guerrero. Por sí sola, la suma de corrupciones, violencias,
complicidades, incompetencias, injusticias, silencios, disimulos,
distracciones, mentiras y represiones que llevaron a estos jóvenes a ser
torturados, asesinados y calcinados es para indignar y atemorizar a cualquiera;
pero además, estos asesinatos ya tienen el volumen de la gota que derramó el
vaso.
Hay que recordarle a los gobiernos
municipales, estatales y federal que la única razón de su existencia es cumplir
con un pacto que comienza con la seguridad. No se trata de que se declaren con
las manos limpias, pues en estas circunstancias la incompetencia no se
distingue de la complicidad. Y sin embargo, como si estuviese realizando un excelente
trabajo, el Estado se recetó un aumento de sueldo vía Hacienda.
Pese a lo que escribo, siento algo
parecido a la felicidad por estar en México. Es un país seductor como mala
mujer.
José Emilio Pacheco escribió en su poema
“Alta traición”: “No amo mi patria./ Su fulgor abstracto/ es inasible./ Pero
(aunque suene mal)/ daría la vida/ por diez lugares suyos,/ cierta gente,/
puertos, bosques de pinos,/ fortalezas,/ una ciudad deshecha,/ gris,
monstruosa,/ varias figuras de su historia,/ montañas/ —y tres o cuatro ríos”.
Yo siento que sí la amo, pues desde
fuera su fulgor abstracto se vuelve asible; pero apenas daría la vida por tres
personas; nunca por un río. Por eso respeto y admiro a los que sí se están
jugando el pellejo a las órdenes de un Estado ambiguo, y no los juzgo si un día
se les pasa la mano.
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