viernes, 2 de mayo de 2014

Sofía

Si alguna persona de intelecto medio se mete en un aula universitaria donde se discuten asuntos físico–matemáticos y después en otra donde se habla de filosofía, es probable que entienda mejor lo que ocurre en la primera. Lo que es más, se quedará con la sensación de que los números sirven para algo, pero ¿de qué diablos hablaban los otros?

Más fácil es entender el teorema de Pitágoras que sus ideas sobre la transmigración de las almas o la prohibición de comer frijoles.

Es más accesible el cálculo diferencial de Leibniz que su concepto de mónadas. Supongamos que entramos al tal salón de clases cuando el buen Bertrand Russell dice: “Leibniz creía en un número infinito de sustancias, que llamó mónadas. Cada una de éstas tendría algunas de las propiedades de un punto físico, pero solo cuando se las consideraba abstractamente; de hecho, cada mónada es un alma. Esto procede, naturalmente, del hecho de rechazar la extensión como un atributo de la sustancia; el único atributo restante, esencial, posible parecía ser el pensamiento. De este modo, Leibniz se vio arrastrado a negar la realidad de la materia y a sustituirla por una familia infinita de almas”.

Cuando los filósofos hablan de las posibilidades de conocer algo, de la diferencia entre una palabra y su significado, de la esencia de las cosas, de las causas últimas o razones suficientes, del mal como un defecto de la razón, del tiempo, del ser, de la relación entre ambos, de la prueba de que existimos y tantas otras cosas, la gente de mente apática suele decir que se pierde el tiempo. Y sin embargo, buena parte de estas discusiones filosóficas le llegan a todos por contagio.

En una misa de muerto, la gente reza por el alma del difunto sin darse cuenta de que la idea de un alma inmortal nos viene mayormente de Platón y otros filósofos griegos, no de la Biblia. La gente cree en dios sin conocer la prueba ontológica de San Anselmo; piensan que dios sabe lo que hace sin asumir las ideas de Leibniz sobre el mejor de los mundos posibles. Los creyentes se ven en un lío para explicar el libre albedrío contra la mano del omnipotente porque la propia teología no lo ha resuelto satisfactoriamente.

Buena parte de quienes marchan al Zócalo, jamás han leído a Locke, Hobbes o Rousseau, y sin embargo están ahí para exigir el cumplimiento de un contrato social. Deshacerse del derecho divino de los reyes o de la inmovilidad social también costó mucha filosofía, aunque aún haya reyes y millones de personas vivan como predestinados en el entorno socioeconómico en que nacieron.

Muchos pueden armar una lógica básica sacando conclusiones con dos premisas, aunque a la mayoría les falle la cabeza para distinguir entre premisas verdaderas, falsas y probables.


La diferencia entre entrar al aula de físicos y la de filósofos es que el ignorante se queda callado ante los primeros, pero siempre querrá opinar y juzgar a los segundos aunque nada entienda, pues filosofar,  como cantar, es algo que todo mundo intenta y cree que lo hace mejor de lo que en verdad lo hace. Basta un par de cervezas para que alguien quiera dar su “original” punto de vista sobre los asuntos profundos del ser humano sin que se acerquen, ni remotamente, a lo que ya se dijo hace dos mil quinientos años.

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