viernes, 16 de mayo de 2014

Medicina y literatura

Los avances médicos nos han dado posibilidades de una mejor vida, o al menos más larga, pero al mismo tiempo han deteriorado la literatura.

Si un moderno Tolstói escribiera La muerte de Iván Illich, no haría un diagnóstico al tanteo de que el hombre padece de riñón flotante, más bien nos haría peregrinar por montones de laboratorios, consultorios y hospitales, al modo de Philip Roth. Tan solo en su novela Patrimonio, Roth nos habla de la parálisis de Bell, un tumor masivo, neurocirujanos, resonancia magnética, radiólogos, una gran masa tumoral localizada principalmente en la región del ángulo pronto–cerebeloso derecho y la cisterna prepontina homolateral, con extensión al seno cavernoso derecho y compromiso de la arteria carótida, deterioro evidente del ápex pétreo, desplazamiento y compresión significativo del pons y del pedúnculo derecho del cerebelo, órgano bulboso, pabellón de oncología, tallo cerebral, parálisis cerebral, tumores benignos y malignos, quirófano, pabellón de convalecientes, cáncer… y apenas voy en la página diez.

Así, mientras la de Tolstói es una historia sobre un hombre que se ve abandonado por la familia, por el mundo, por la vida y hasta por los doctores; la de Roth es un relato excesivamente médico que acaba por desplazar los temas de que supuestamente se ocupa: la relación de un hijo con su anciano y enfermo padre. Al promoverla como “una historia verdadera”, se ocupa más de la verdad que del arte.

Ni La montaña mágica de Thomas Mann, cuya historia ocurre en un sanatorio, se consagra tanto a los asuntos medicinales.

La tuberculosis fue la enfermedad más romántica del romanticismo. La lista de narradores que se ocuparon de ella es muy larga, casi tanto como de personajes que la padecieron. Chéjov la trató como médico, escritor, paciente y difunto. Los médicos recetaban resignación a los pobres y viajes a Suiza para los ricos.

Precisamente de un sanatorio en Suiza llega el príncipe idiota de Dostoievski. En cambio su Katerina Ivánovna no tiene dinero para esos lujos. Muere patética y trastornada luego de obligar a sus hijos a cantar la versión original francesa de “Mambrú se fue a la guerra” en calidad de limosneros nobles, ya que “lo principal es que como está en francés, no tendrán más remedio que comprender en seguida que somos nobles y así se conmoverán más”.

Con la medicina moderna, Flaubert no habría podido cercenarle la pierna a Hippolyte; pero en caso de necesidad, un autor alla Roth le habría dedicado tantas líneas a los detalles de la amputación que se habría olvidado de que la atención debía estar en la vergüenza de Charles Bovary, en la mirada entre cruel, rencorosa y piadosa que le dedicaba Emma, confirmando una vez más cuán mediocre era su marido.

Don Quijote muere como solía morir la gente: en casa, no en un hospital; rodeado de su gente, no de enfermeras.


Comparando las enfermedades y la lucha contra ellas en las novelas del pasado y las contemporáneas, se puede ver que la medicina le ha dado dignidad a la vida, pero se la ha quitado a la muerte.

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