jueves, 26 de diciembre de 2013

Marcha fúnebre para el hombre común


Una de las formas musicales que menos me gusta es la fanfarria. Han sido populares entre la realeza europea y suelen sonar durante juegos olímpicos u otros eventos deportivos; también en desfiles militares y algunas campañas políticas. Lo mejor de la fanfarria es que suele ser breve.

Entre las más conocidas está la Fanfarria para el hombre común, de Aaron Copland. Comienza bien, pero se va desarticulando y termina con más ruido que música. Lo curioso es que alguien quiera celebrar al hombre común. O tal vez no sea curioso, pues la gran parte de los hombres que vienen al mundo son comunes, gente de dos fechas.

Más que la música, es la literatura la que ha homenajeado al hombre común: al empleado de oficina, al soldado sin valor, a la mujer sin rebeldía, al joven sin oficio ni beneficio. Esa gente de poca monta que de la mano de un James Joyce se convierte en obra maestra.

Y es que para la mayoría de los que vienen al mundo, lo más relevante que les ocurre en la vida es morirse.

En este año que recién termina habrán muerto unas cien millones de personas. Por mera estadística, suponemos China e India contribuyeron con al menos una tercera parte del total. Si suponemos que todo el mundo tiene nuestras costumbres, entonces son alrededor de trescientos mil velorios al día.
Dado que soy un mexicano común, o promedio, la Organización Mundial de la Salud me advierte que me quedan veinte años de vida.

Y como para los polacos la expectativa de vida es un tanto mejor, y aún más para las mujeres, he calculado que a mi polaquita le esperan veinticuatro años de viudez.

Así las cosas, recibo el 2014 con la fanfarria de marras para celebrar mi comunez y con la meta de llegar hasta el 2034. A ver si se puede. 

Y es que por más que cada fin de año se abran botellas, se brinde y se desee lo mejor y se tenga la expectativa de que el futuro es más brillante

que el pasado, es obvio que llega el momento cuando lo mejor ya quedó atrás, cuando sumar es restar. Los brindis, entonces, se vuelven una ironía. ¿Para qué voy a brindar

en el paso del 2033 al 2034? ¿Para que mis libros se vendan póstumamente? ¿Para que me compren un féretro de caoba? ¿Para no dejar deudas a mis herederos? ¿Por mi madre, bohemios?

Lo cierto es que me gustan más los adagios, réquiems y la música fúnebre que las fanfarrias. Aunque nunca voy a solicitar caprichos en mi funeral, opino que no hay mejores notas para acarrear un féretro, bajarlo al foso y echarle tierra que la música que Henry Purcell le compuso al cadáver de la reina María II hace más de tres siglos. Un bombón de mujer que murió a los treintaidós años, edad a la que es trágico morirse.

Si soy un mexicano promedio y muero a los setentaidós, entonces no será una tragedia. Estaré haciendo lo que la probabilidad y la OMS esperan de mí.

No me queda sino planear para estos veinte años que me quedan. Y por lo pronto advierto a lectores y editores que pueden esperar entre cuatro y cinco libros más del Toscana. Así sea.

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