sábado, 26 de octubre de 2013

Avérchenko

Arkadi Avérchenko sería un clásico de la literatura si hubiese aprendido a terminar sus cuentos. Era un ruso de sobrio y contundente sentido del humor que en 1925 perdió la vida luego de perder el ojo a los cuarenta y tres años. Su prosa es astuta, sus situaciones degeneran hasta la sinrazón, sus diálogos son muy divertidos, pero al final resuelve sus tramas con alguna simpleza. Al final, el lector se queda con la satisfacción de la risa o la sonrisa, pero no con el éxtasis de una epifanía, como sería el caso de Chéjov.
Aunque no suelo reír, los textos de Avérchenko son de los poquísimos que me hacen soltar ese resoplido de nariz que puede entenderse como risa.
Hoy me puse a releer uno de sus cuentos, titulado “Mexicano” o, mejor dicho, “Mejicano”, pues la traducción se hizo en España en 1921. Trata sobre un fallido donjuán que, para abordar a una bella mujer en una plaza pública, inicia así la conversación:
“¡No comprendo a esos mexicanos! ¿Por qué andan siempre a la greña? ¿Por qué se pasan la vida derribando gobiernos, matando presidentes y sustituyéndolos con otros? ¿Por qué vierten sin cesar torrentes de sangre? No acierto a explicármelo. Yo creo que todo ciudadano tiene derecho a una vida tranquila. Es un derecho elemental, ¿verdad, señora?”
Seguro que la idea le viene a Avérchenko porque en esos días llegaban al otro mundo noticias sobre la Revolución y bastaba conocer un poco de historia para saber que los presidentes solían llegar a Palacio Nacional por el sufragio de las balas. Pero, palabras más, palabras menos, hoy se podría decir lo mismo:
“¡No comprendo a esos mexicanos!”
Y, por supuesto:
“Yo creo que todo ciudadano tiene derecho a una vida tranquila.”
Otro cuento del libro se titula “Los ladrones”, que trata de un hombre que conversa por teléfono con un par de rateros que le están robando la casa. Los ladrones le mencionan lo que piensan robar y calculan que en el mercado negro no habrán de obtener más de cincuenta rublos por la mercancía. El dueño de la casa les ofrece decir dónde tiene escondidos 115 rublos a cambio de que no se lleven nada ni hagan destrozos. Pero solo habrán de llevarse cien, pues “los quince restantes me los dejarán para gastos urgentes”. Al terminar la llamada les pide que cierren la puerta con llave y revisen si el reloj sigue andando.
Aunque en su primera publicación fue sin duda un texto absurdo, hoy no podemos dejar de compararlo con una extorsión telefónica. El final feliz del relato se da porque Avérchenko creía en algo que en México ya dejó de existir: el ladrón honrado.
En otros cuentos, Avérchenko se ocupa de un sistema de justicia que no es tan justo y de la persecución a los periodistas.
Al principio, pensé que sólo quería leer “Mejicano”, pero el libro me sedujo y volví a leerlo por completo. Es la tercera vez que lo hago. De nuevo resulta que cosas escritas hace cien años me hacen pensar en el presente. Cosas escritas en Moscú y Praga me hacen pensar en México.

Así es que debo reconsiderar la primera frase de esta Toscanada. Avérchenko sí es un clásico. Hay que avisarle a los editores.

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