viernes, 11 de octubre de 2013

Hombros de gigantes


En un gesto de modestia que a veces tienen los genios, Isaac Newton dijo que él estaba parado sobre hombros de gigantes. Esta metáfora, atribuida a Bernardo de Chartres, significa algo muy certero: los científicos han venido acumulando conocimiento a través de los siglos y cada uno comienza su carrera con la estafeta que le legaron sus antepasados.
Un físico de hoy sabe más que el propio Newton sobre la inercia, la aceleración o atracción gravitacional, si bien es probable que por sí mismo nunca hubiese podido descubrir alguna ley del movimiento.
Hoy cualquier aplicado niño de primaria sabe más sobre la circulación sanguínea que Galeno. Aunque ya casi nadie sepa identificar constelaciones, cualquier neófito sabe sobre los astros algunas cosas que Ptolomeo nunca imaginó. Un matemático bien entrenado conoce, y quizás entienda, la solución de varios de los problemas con los que David Hilbert retó a la comunidad matemática en 1900.
Me gustaría decir que en el mundo del arte también podemos montarnos en los hombros de gigantes, pero no. A veces parece lo contrario: que esos gigantes nos pisotean.
Y es que según seamos músicos, pintores, arquitectos o escritores, podemos decir que el clímax de nuestra actividad se alcanzó hace cien, doscientos, quinientos o tal vez dos mil años.
El arquitecto de hoy prefiere olvidar a sus clásicos. Ya no lee a Vitruvio en la universidad y se olvidó de que el hombre es la medida de todas las cosas. Visita alguna ciudad antigua y mira los edificios con admiración y envidia, pero no pretende emularlos. Acepta su derrota desde que comienza a dibujar los planos. Tiene como excusa los costos, los materiales, la mano de obra no calificada, el maligno espíritu de Bauhaus, y acaba por diseñar una mamarrachada que más valdría no construir.
El compositor llora con Mahler, Bach, Verdi, pero son genios que se daban en otras épocas. ¿Quién va a ponerme hoy una orquesta de setenta músicos para estrenar mis partituras? Además, los padres de hoy no son como Leopold Mozart. Más vale afiliarse a la sociedad de compositores y hacer baladas para alguna cantante de falda corta.
Un astrónomo lee hoy el Almagesto con sana curiosidad. En cambio, un escritor lee la Odisea o Don Quijote o Los hermanos Karamazov con reverencia, con la certeza de presenciar lo inalcanzable, y ante el pisotón de los gigantes opta por seducir lectores de imaginación igualmente ajada con historietas de policías y ladrones.
Cada año, los premios Nobel de ciencia van a personas que en algo superaron a sus antepasados. No podemos decir lo mismo sobre los de literatura.

Por supuesto estoy haciendo una comparación trucosa, pero que sirve como obertura para una discusión eterna. Armas y letras, comparó Cervantes, o quizás lo hizo don Quijote, y sin duda el manco de Lepanto se sentía más orgulloso de su espada que de su pluma, o quizás era don Quijote. Alguien dirá que no se comparan peras con manzanas, pero sí puede y debe hacerse, en sabor, cáscara, precio, peso, dulzura, forma y muchos aspectos más y gracias a eso decidimos comer una u otra, o una después de otra o preparar un coctel o desechar ambas.

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