viernes, 7 de junio de 2013

Romanée–Conti

En su novela Arco de Triunfo, Erich Maria Remarque nos narra una comilona que se lleva a cabo en un burdel: “Siguió después una vichyssoise de primerísima calidad. Luego rodaballo con Meursault 1933… Sirvieron después espárragos verdes, delgados. Vinieron luego los pollos asados y tiernos, una ensalada con una pizca de ajo y, para acompañar todo ello, Château St. Emilion. En el extremo principal de la mesa bebieron una botella de Romanée–Conti 1921. «Las muchachas no aprecian esto», dijo Madame. Ravic sí lo apreciaba. Le trajeron una segunda botella.”
La escena ocurre en 1938. Ravic es un culto médico alemán, pero pobre, pues debe trabajar ilegalmente en la Francia de tiempos de la inminente guerra. Aunque el vino superior no alcanzaba los precios a los que se cotiza hoy, ni existía un Robert Parker que corrompiera gustos y mercados, es evidente que en la cabecera están bebiendo algo sublime, mientras que a las prostitutas, o sea, a las “muchachas que no aprecian esto” les dan un vino regular.
Para un novelista es difícil situar su novela en París sin caer en la tentación de hablar de vinos, pues con esto demuestra que no es un mero turista.
Fernando del Paso tiene fama de connoisseur y nos presenta en Linda 67 una serie de viandas bien acompañadas de algunos vinos, con el infaltable Château La Fleur–Pétrus 82.
He visto botellas de este vino en la mesa contigua en un restaurante, donde algunos políticos se lo bebían como coca cola, sin detenerse a degustarlo, a disfrutar de sus bondades mientras se conversa con inteligencia, pero eso sí: aclarando que era carísimo. Solo mi alicaída dignidad evitó que fuera a probar los remanentes de las botellas una vez que los falsos servidores públicos se habían marchado.
Tengo la impresión de que en buena medida estos excelentes vinos acaban por convertirse en perlas para los puercos, pues ya lo sabemos: las clases altas son cada día más vulgares.
Quienes regentean los viñedos se esmeran en obtener una calidad que impresione a los críticos, y una vez conseguido esto, el precio se eleva más allá de los bebedores sensibles.
En mi infancia solía ver un programa llamado Reino salvaje. Era muy común que Marlin Perkins, el entonces director del zoológico de San Luis, anestesiara algún animal para ponerle en la oreja una placa metálica con alguna inscripción. En aquel entonces ni soñar con un dispositivo electrónico. Y aunque vaya uno a saber lo incómodo que resultaba llevar tremendo arete de por vida, el buen Marlin aclaraba que el animal no sufriría. Si alguien veía o cazaba ese animal, reportaba el sitio del hallazgo y entonces los zoólogos sabrían cuánto se había desplazado.
¿Qué tal si le pusieran a cada botella de Romanée–Conti o Château Margaux o Pétrus una diminuta tarjeta de localización? Se encontraría que algunas botellas acabarían con nuevos ricos chinos, otras con gente que hizo fortuna en la bolsa, otra más con empresarios que no pagan impuestos, otras con mafiosos rusos. Muchas, claro, con políticos ladrones. Y muy pocas con los verdaderos amantes del vino.

En el burdel político y financiero de nuestra época, el Romanée–Conti no termina en manos de ese Ravic, que lo disfrutaba, sino del lado de las prostitutas que no aprecian esto. Pero tienen con qué.

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