jueves, 13 de junio de 2013

Los últimos días de Monterrey

Que la iglesia católica se haya equivocado con el movimiento astral y que haya condenado a Galileo es peccata minuta, consecuencia de la inercia ptolemaica. Que no aprueben las ideas científicas sobre la creación del mundo y la evolución también se entiende, pues ni la misma ciencia ha terminado de armar el rompecabezas.
El pecado histórico de la Iglesia es su respaldo al derecho divino de los monarcas, ese matrimonio entre lo terrenal y lo divino que durante siglos ha promovido el pisoteo de los derechos humanos de quienes no son nobles ni ricos ni clérigos. Tuvo su época de oro cuando tanto los del lado del César como los de Dios se dedicaron a torturar y asesinar a quienes se les atravesaran en el camino.
Cada rey o zar o emperador requería su misa de coronación. En ella bajaba la mano de Dios para darle iluminación al monarca y más aún, le daba el derecho de hacer su voluntad sin tener que rendirle cuentas a los súbditos; solo al final de su vida habría de negociar su más allá con el creador. En este maridaje la Iglesia recibía privilegios; el Estado recibía sumisión.
El rey Juan Carlos de España tuvo su misa el 27 de noviembre de 1975. En la homilía, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón le dijo que no iba a regatearle “su estima y oración ni tampoco su colaboración”. Agregó que la Iglesia pediría “a todas las autoridades que respeten, sin discriminaciones ni privilegios, los derechos de las personas, que protejan y promuevan el ejercicio de la adecuada libertad”.
Lo interesante vino enseguida, cuando el cardenal remata: “A cambio de tan estrictas exigencias a los que gobiernan, la Iglesia asegura, con igual energía, la obediencia de los ciudadanos”.
Caramba. ¿La Iglesia asegura la obediencia de los ciudadanos? Parece un buen negocio.
¿Qué quieres a cambio? Ah, pues muchas cositas: templos, obras de arte, impunidad para mis pederastas, firma de concordatos con el Vaticano, educación religiosa, exención de impuestos, contabilidad secreta, en fin, que todos mis crímenes sean materia de conciencia, no de derecho penal.
¿Dónde firmo? Dice el jefe de Estado a sabiendas de estar ante lo que los negociantes llaman un trato de ganar–ganar.
Hoy mismo, quienes buscan un puesto alto en las democracias procuran amarrar el favor de lo celestial: visitas al Papa, matrimonios religiosos previos a las elecciones, donaciones a grupos religiosos y, más recientemente, entrega de ciudades al todopoderoso.
Durante unos años la ciudad de Monterrey ha padecido la corruptoviolencia, pero ahora la alcaldesa se la ha entregado al cártel de Dios.
Ya sabemos que Cristo nunca procuró la obediencia de los ciudadanos. Todo lo contrario: tiene fama de sedicioso. Tampoco fue muy hábil contra el crimen. Apenas hizo una pataleta contra los cambistas en el templo de Jerusalén, sin solucionar nada, y terminó ejecutado entre dos ladrones, a los que trató como colegas.

Hoy Monterrey ha quedado en manos de un impulsivo omnipotente con fama de destructor de ciudades. Pero Toscana está tranquilo, pues aunque no es Lot sí se montó en un Boeing de Lot y reposa a diez mil kilómetros de su ciudad reinera a la espera de que comiencen a caer las primeras gotas de azufre ardiente sobre sus paisanos.

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