viernes, 27 de julio de 2012

Yo marcho, tú marchas, él marcha



Uno de los movimientos sociales más ingenuos que ha visto la historia es el de Ocupar Wall Street. Muchachitos bien portados y ordenados que hasta recogían su basura. Se sentaban en una plaza, soltaban alguna cantinela y sanseacabó. ¿A quién presionaron? A nadie. ¿Qué cambiaron? Nada. ¿A quién ridiculizaron? A ellos mismos.
Lo curioso es que hubo una respuesta opresora y hasta violenta por parte de las autoridades sólo para dejar claro que la tierra de la libertad hace mucho que dejó de ser la tierra de la libertad.
Esos chicos saltaron de sus poltronas televisivas a las plazas públicas. Llevaban en la cabeza una idea tan guanga como aquella contra la que supuestamente luchaban. No habían leído a su propio Henry David Thoreau y seguro sólo conocían a Gandhi los que vieron la película. Si a esos chicos les hubiesen encargado la toma de la Bastilla, ahora en Francia gobernaría Luis XXXII.
La espontaneidad, la nobleza de las intenciones e incluso las agallas son poca cosa para lanzarse a un movimiento social. Hace falta inteligencia, mucha inteligencia. No por darle un manotazo a las piezas del contrario se siente que se ganó la partida de ajedrez.
Ahí está el hombre de Tiananmen. Un ejemplo de valentía. Una inspiración para todos. Y sin embargo, es probable que hace más de veinte años haya recibido un balazo en la nuca en alguna prisión oscura sin que nadie diera la cara por él.
Ahí están los españoles. Salen con mucha frecuencia a las calles, ¿y quién les hace caso? ¿Es que no acaban de entender que buena parte de los Estados son crimen organizado? ¿De veras creen que ir a una plaza a gritar consignas le quita el sueño a un pillo profesional?
En México hay plantones que se han prolongado por años. ¿Y qué reciben además de las promesas de un funcionario segundón?
Ahí está el gober precioso que se rió en la cara de los poblanos cuando hicieron un par de marchitas para solicitar su renuncia.
Antes se decía que a los políticos, como a las moscas, se les mataba a periodicazos. Ya ni siquiera la prensa tiene ese poder. ¿Cuántos periodicazos les tiraron a los Larrazábal en Monterrey y siguen tan campantes? ¿Cuántos en Coahuila a Moreira? ¿Cuántos…? La lista es interminable.
Las marchas, los plantones, los periodicazos, los discursos, las columnas en medios más o menos independientes, las críticas en redes sociales, a todo eso se volvieron inmunes las gentes de mero arriba, sean políticos, banqueros, narcos o empresarios. Además, aun si se reúnen 300 mil personas en una plaza, el político de colmillo retorcido dirá: Aquí faltan al menos otros 110 millones de mexicanos.
Cualquier movimiento social debe al menos asegurarse una buena cantidad de ideas en las cabezas de sus miembros; una buena cantidad de libros. Ya como mínimo, que todos sus integrantes lean a Sun Tzu. ¿Qué importan mis buenas intenciones si no conozco el punto débil del oponente? ¿Dónde le pego para que le duela? ¿Cómo hago para derrotarlo? ¿En qué términos defino mi victoria?
A gringos, franceses, españoles, griegos, mexicanos y tantos otros que en el mundo convocan a marchas multitudinarias hay que decirles que ya se inventen otro truco.

viernes, 20 de julio de 2012

Primeras palabras


Hace años leí en algún lugar que se hizo una encuesta entre escritores y académicos sobre el mejor inicio de novela. Eligieron el de Ana Karenina. Tengo a la mano dos traducciones: “Todas las familias dichosas se parecen entre sí, del mismo modo que todas las desgraciadas tienen rasgos peculiares comunes” y “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Mmm… suena mejor en la versión que tengo en inglés.
No sé ruso, así que desconozco cómo hubiera traducido yo la frase, pero creo que habría evitado la exactitud de “entre sí” o “unas a otras”, pues el texto se debilita y a cambio no tenemos sino una obviedad. También habría recortado la parte de la desgracia o infelicidad.
Dicho arranque de novela funciona independientemente del resto del texto. En una reunión, entre copa y copa, puedo soltar de pronto la frase con gente que no conozca la novela y esto daría pie a una conversación sobre familias, penas y alegrías.
Me atrevo a decir que, aunque los lectores ya no podamos vivir sin ella, la frase tiene tal vida individual que se siente como una intromisión dentro de la novela. Una idea de Tolstoi que mejor funcionaría como epígrafe, y que, sin embargo, decidió incluir por capricho, osadía, regodeo o defecto. La segunda frase: “Todo era confusión en casa de los Oblonski”, ya suena a parte de la narrativa.
No pasaría lo mismo si en esa reunión me diera por pronunciar el inicio de novela que quedó en segundo lugar. “Llámenme Ismael”. En vez de discusión, habría silencio, extrañeza.
Si tuviésemos un tic, algo así como un síndrome de Tourette que nos impulsase a soltar de pronto inicios de novela, en la mayoría de los casos apenas daríamos a entender que vamos a contar una historia. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar…” o “Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
En ocasiones, parecería que queremos presumir algún conocimiento geográfico:El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes del estado llaman allá” o “A lo largo de la mayor parte de su curso, el Drina discurre a través de estrechas gargantas, entre montañas abruptas, o atraviesa profundos cañones entre ribazos verticales”.
Otros impulsos parecidos nos podrían meter en líos judiciales: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne” o bien: “Nada como matar a un hombre”.
Los inicios pueden ser seductores, algunos mejores que otros; fuertes o débiles o reveladores o meramente utilitarios. Para el escritor representan el impulso, la inercia que ha de llevar toda la novela. La suerte queda echada cuando el autor se decide entre “Vine a Comala” o “Fue a Comala”. Para el lector, la primera frase es lo que es; para el escritor marca todo lo que no llegó a ser.
Quién sabe qué hubiese sido de Ana Karenina sin ese arranque intruso. Aunque viéndolo bien, no parece que Tolstoi le haya puesto esa frase a la novela; más bien le puso una novela a la frase.

viernes, 13 de julio de 2012

La mejor novela del Holocausto


Siempre he tenido recelo de la literatura salida de los campos de concentración, pues por lo general es una antología de atrocidades. Lo que ocurrió fue terrible, tiene la fuerza de la verdad y de la historia, así que no hace falta un gran escritor para hacernos sentir algo con sus recuentos.

En sus relatos de Auschwitz, Tadeusz Borowski me parece un autor con apenas mejor pluma que un periodista de nota roja. Lo mismo pasa con el enorme compendio de brutalidades de Las benévolas, de Jonathan Littell. El propio Vargas Llosa lo dice bien: “Es un libro extraordinario por lo que hay en él de cierto y verdadero y no por la muy precaria estructura ficticia y truculenta que envuelve a la historia real”. Sí, es un libro revelador, pero una mala novela.
Tampoco me hallo bien con la prosa de Primo Levy. Él mismo, en su prólogo a Si esto es un hombre, dice:No lo he escrito con la intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana”. Sólo lo logra con muy buena voluntad del lector.
Mucho mejor arte encuentro en Imre Kertész. Él echa un vistazo más profundo, más artístico, a este mundo del ultraje. Toma más fuerza por el cómo del relato que por el qué de los hechos. Los académicos suecos formularon una bella frase para justificar su premio Nobel: “Por una escritura que ampara la frágil experiencia del individuo ante la bárbara arbitrariedad de la historia”.
Qué vulgar, en cambio, habría sonado que el comité Nobel entregara sus honores a un autor por: “Haber denunciado con todo lujo de detalles las atrocidades cometidas por los nazis”. Y, sin embargo, ese parece haber sido el criterio por el que los franceses dieron el Goncourt a Jonathan Littell.
En asuntos del individuo ante la arbitrariedad de la historia, siempre he preferido las novelas salidas de los gulags. Aquí me parece muy superior Un mundo aparte, de Herling-Grudzinski, que la literatura de su compatriota Tadeusz Borowski. Me gusta Solzhenitsyn, Shalámov, y ni se diga si podemos meter en este grupo a Dostoievski. Tal vez sea que aquí los escritores no se salvaron de llevar una pequeña culpa, tal vez sea que no tenían deshecha la esperanza o que estaban ahí como suma de individuos y no como parte de un pueblo, y seguramente fue algo más obvio: de los gulags sobrevivieron varios escritores; de los campos de concentración, casi ninguno.
Además, dirá alguien, no se pueden comparar los campos soviéticos con los nazis; unos eran de trabajos forzados, otros eran de exterminio. De acuerdo, no son lo mismo, pero todo es comparable. Discutir sobre la literatura salida de cada uno de ellos es un interesante ejercicio literario.
Por lo pronto, entrados en especulaciones, puedo imaginar cuál hubiese sido la mejor novela del holocausto. La habría escrito Irene Nemirovsky con tonos de rabia, injusticia, apego y desapego a su gente, incredulidad y muy tardía aceptación; mucho amor propio, más atención a los detalles que a las atrocidades; una distancia literaria, como si eso le ocurriera a otros, pero no a ella; una narración en tercera persona para no amedrentar su conciencia. Ah, mi querida Irene, qué maravillas del horror nos hubieses revelado.

miércoles, 11 de julio de 2012

La squadra azzurra



Hubo una época en que el futbol me fascinaba, y entonces quería ser futbolista. Practicaba con tenacidad en el jardín de mi casa sin evolucionar gran cosa. Acabé por sentir rabia contra todos esos predicadores de la motivación que aseguran que “querer es poder”. Luego de mi fracaso me refugié en la literatura y ahora el futbol me parece poquita cosa.
Es más, acabé por no entender cuál es la fascinación que tanta gente siente por veintidós iletrados corriendo tras un balón. El futbol es un poco como las religiones. Se puede sentir intensamente, pero no aguanta un cuestionamiento racional, y siempre habrá predicadores que nos empujen a creer en él.
Además me maravilla lo poco que los futbolistas dominan su oficio. Lo normal en ellos es la mala puntería y mesarse los cabellos. Un pianista que cometiera tantos errores sería abucheado. Un médico perdería la licencia. Un piloto estaría muerto.
Algo tiene que haber mal en la manera en que se aprende, se entrena y se planea el futbol. No es posible que tras años de profesionalismo, los jugadores tengan tan poco acierto en el cobro de tiros libres. Si adoptaran los modos, la disciplina y la mentalidad de los artistas del circo de Pekín, otro gallo cantaría.
Conozco a muchos intelectuales apasionados por el balompié, pero de seguro se aburrirían si tuvieran que conversar más de media hora con algún goleador; pues es obvio que en cualquier encuentro de ese tipo no se puede hablar de poesía ni filosofía ni historia; no, señor, se tiene que hablar de pelotazos. Así suele ocurrir: la mente semivacía marca la pauta.
Supongo que en Uruguay están más orgullosos del Maracanazo que de Onetti; en Brasil, la fama de Machado de Assis va muy a la zaga que la de cualquier zaguero; ni siquiera en Argentina Borges puede compartir la palestra con Maradona.
Despotrico contra el futbol porque al fin este domingo se jugó la final de la Eurocopa. Luego de años de preparación, de tantas conversaciones casuales sobre este deporte que aquí en Polonia se pronuncia algo así como “piwka noshna”, luego de una burda campaña de desprestigio de la BBC contra los amigabilísimos polacos, de helicópteros que traqueteaban todo el día cuando había partido, de gente de más en las calles, de explicarle a muchas personas que ser mexicano no me obliga a irle a España; luego de tanta expectativa por ese juego ratonero en el que cada patadita duele como un balazo, en el que los jugadores se acusan como niños ante el árbitro y en el que el árbitro ve lo que quiere ver, finalmente se metieron cuatro goles y colorín colorado.
Despotrico contra el futbol porque el domingo sucedió en México algo mucho más importante que esa escaramuza entre españoles e italianos. También en México hubo partidos, patadas, árbitros y bufones e intereses que van mucho más allá de los goles o de los votos. Despotrico contra el futbol porque no sabría sumar una palabra a las millones de millones que se dijeron y escribieron y leyeron y tuitearon sobre las elecciones.
Despotrico porque mi estado de ánimo se parece mucho más al de la squadra azzurra que al de la furia roja.