Hace
años leí en algún lugar que se hizo una encuesta entre escritores y académicos
sobre el mejor inicio de novela. Eligieron el de Ana Karenina. Tengo a la mano dos traducciones: “Todas las
familias dichosas se parecen entre sí, del mismo modo que todas las desgraciadas
tienen rasgos peculiares comunes” y “Todas las familias felices se parecen unas
a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse
desgraciada”. Mmm… suena mejor en la versión que tengo en inglés.
No sé
ruso, así que desconozco cómo hubiera traducido yo la frase, pero creo que habría
evitado la exactitud de “entre sí” o “unas a otras”, pues el texto se debilita
y a cambio no tenemos sino una obviedad. También habría recortado la parte de
la desgracia o infelicidad.
Dicho
arranque de novela funciona independientemente del resto del texto. En una
reunión, entre copa y copa, puedo soltar de pronto la frase con gente que no
conozca la novela y esto daría pie a una conversación sobre familias, penas y
alegrías.
Me
atrevo a decir que, aunque los lectores ya no podamos vivir sin ella, la frase
tiene tal vida individual que se siente como una intromisión dentro de la
novela. Una idea de Tolstoi que mejor funcionaría como epígrafe, y que, sin
embargo, decidió incluir por capricho, osadía, regodeo o defecto. La segunda
frase: “Todo era confusión en casa de los Oblonski”, ya suena a parte de la
narrativa.
No
pasaría lo mismo si en esa reunión me diera por pronunciar el inicio de novela
que quedó en segundo lugar. “Llámenme Ismael”. En vez de discusión, habría
silencio, extrañeza.
Si
tuviésemos un tic, algo así como un síndrome de Tourette que nos impulsase a
soltar de pronto inicios de novela, en la mayoría de los casos apenas daríamos
a entender que vamos a contar una historia. “Muchos años después, frente al
pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar…” o
“Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se
encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
En
ocasiones, parecería que queremos presumir algún conocimiento geográfico: “El pueblo de
Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona
solitaria que otros habitantes del estado llaman allá” o “A lo largo de la mayor parte de su curso, el Drina discurre
a través de estrechas gargantas, entre montañas abruptas, o atraviesa profundos
cañones entre ribazos verticales”.
Otros
impulsos parecidos nos podrían meter en líos judiciales: “Bastará decir que soy
Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne” o bien: “Nada como
matar a un hombre”.
Los
inicios pueden ser seductores, algunos mejores que otros; fuertes o débiles o
reveladores o meramente utilitarios. Para el escritor representan el impulso,
la inercia que ha de llevar toda la novela. La suerte queda echada cuando el
autor se decide entre “Vine a Comala” o “Fue a Comala”. Para el lector, la
primera frase es lo que es; para el escritor marca todo lo que no llegó a ser.
Quién
sabe qué hubiese sido de Ana Karenina
sin ese arranque intruso. Aunque viéndolo bien, no parece que Tolstoi le haya
puesto esa frase a la novela; más bien le puso una novela a la frase.
A mí me gusta: “Todas las familias felices son iguales; las infelices lo son cada una a su manera.”
ResponderEliminarPero creo que esta versión una descomposición hecha por mí a partir de alguna traducción española. El inicio en mi ejemplar (dos tomos de Ed. Aguilar) dice:
“Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia desdichada lo es a su manera.”