Siempre
he tenido recelo de la literatura salida de los campos de concentración, pues
por lo general es una antología de atrocidades. Lo que ocurrió fue terrible,
tiene la fuerza de la verdad y de la historia, así que no hace falta un gran
escritor para hacernos sentir algo con sus recuentos.
En sus
relatos de Auschwitz, Tadeusz Borowski me parece un autor con apenas mejor
pluma que un periodista de nota roja. Lo mismo pasa con el enorme compendio de
brutalidades de Las benévolas, de
Jonathan Littell. El propio Vargas Llosa lo dice bien: “Es un libro
extraordinario por lo que hay en él de cierto y verdadero y no por la muy
precaria estructura ficticia y truculenta que envuelve a la historia real”. Sí,
es un libro revelador, pero una mala novela.
Tampoco
me hallo bien con la prosa de Primo Levy. Él mismo, en su prólogo a Si esto es un hombre, dice: “No lo he escrito
con la intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar
documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana”. Sólo
lo logra con muy buena voluntad del lector.
Mucho mejor
arte encuentro en Imre Kertész. Él echa un vistazo más profundo, más artístico,
a este mundo del ultraje. Toma más fuerza por el cómo del relato que por el qué
de los hechos. Los académicos suecos formularon una bella frase para justificar
su premio Nobel: “Por una escritura que ampara la frágil experiencia del
individuo ante la bárbara arbitrariedad de la historia”.
Qué
vulgar, en cambio, habría sonado que el comité Nobel entregara sus honores a un
autor por: “Haber denunciado con todo lujo de detalles las atrocidades
cometidas por los nazis”. Y, sin embargo, ese parece haber sido el criterio por
el que los franceses dieron el Goncourt a Jonathan Littell.
En
asuntos del individuo ante la arbitrariedad de la historia, siempre he preferido
las novelas salidas de los gulags. Aquí me parece muy superior Un mundo aparte, de Herling-Grudzinski,
que la literatura de su compatriota Tadeusz Borowski. Me gusta Solzhenitsyn,
Shalámov, y ni se diga si podemos meter en este grupo a Dostoievski. Tal vez
sea que aquí los escritores no se salvaron de llevar una pequeña culpa, tal vez
sea que no tenían deshecha la esperanza o que estaban ahí como suma de
individuos y no como parte de un pueblo, y seguramente fue algo más obvio: de
los gulags sobrevivieron varios escritores; de los campos de concentración,
casi ninguno.
Además,
dirá alguien, no se pueden comparar los campos soviéticos con los nazis; unos
eran de trabajos forzados, otros eran de exterminio. De acuerdo, no son lo
mismo, pero todo es comparable. Discutir sobre la literatura salida de cada uno
de ellos es un interesante ejercicio literario.
Por lo
pronto, entrados en especulaciones, puedo imaginar cuál hubiese sido la mejor
novela del holocausto. La habría escrito Irene Nemirovsky con tonos de rabia,
injusticia, apego y desapego a su gente, incredulidad y muy tardía aceptación; mucho
amor propio, más atención a los detalles que a las atrocidades; una distancia
literaria, como si eso le ocurriera a otros, pero no a ella; una narración en tercera
persona para no amedrentar su conciencia. Ah, mi querida Irene, qué maravillas
del horror nos hubieses revelado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario