viernes, 29 de junio de 2012

Notas al pie



No dejo de gozar las prestaciones del internet. Estoy leyendo un pasaje más del diario de Dostoyevski. Habla de la exposición mundial de Viena en 1873 y de las obras rusas que participaron. Menciona, entre otras, Los cazadores, de Vasili Perov y Los amantes del canto del ruiseñor, de Vladimir Makovski.
Cuando leí el diario hace veinte años, me conformé con lo que Dostoyevski tenía que decir. No conocía una obra ni la otra, así es que había que imaginarlas o meterse en alguna exigua biblioteca regiomontana en la que sin duda no tendría álbumes de Makovski ni de Perov.
Hoy doy unos teclazos, miro los cuadros y, aunque nunca será lo mismo que apreciarlos en alguna galería, puedo convertir el monólogo de Dostoyevski en un diálogo. Ahora sí, mi querido Fiodor, sé de lo que me estás hablando cuando mencionas al mentiroso, al crédulo y al burlón en Los cazadores. Hasta puedo, con algunos retoques, transportar a los tres personajes a una cantina y convertir el cuadro en una escena mexicana.
Hace veinte años, me pasé de largo cuando Dostoyevski hablaba de un cuadro titulado, según el traductor, Los marineros. A partir de que imaginé unos personajes en un barco, no pude hacerme una imagen mental de la obra. Hoy sé que se refería a Los barqueros del Volga de Iliá Repin, o mejor traducción sería Los sirgadores del Volga. Entonces recordé su canto, aquel que siempre aparecía en los antiguos dibujos animados cuando alguien se enfrentaba a un trabajo duro y prolongado. Lo busqué en Youtube y encontré varias versiones. Escuché la del Ejército Rojo.
Ayer comencé a leer Sebastopol, de Tolstoi. Apenas en la primera página me detuve. Primero fui a Wikipedia a leer sobre Sebastopol. Luego me pasé a Google Maps para pasear por sus calles, ver edificios de la época.
Decidí que no estaba ese día para Tolstoi y pasé a Chéjov: Historia de mi vida. Nunca la había leído. El buen Chéjov me había malacostumbrado y siempre me dio pereza leer sus textos si pasaban de cincuenta páginas. Este tenía 170. Lo leí de corrido hasta las tres de la mañana. No me hizo falta ninguna consulta en internet. Acaso me dio curiosidad cuando el personaje dijo que su mujer cantó una canción de Tchaikovski, y citó un verso: “¿Por qué te amo tanto, noche clara?”.
Me di por vencido sin intentarlo, pues pasaría la noche ensayando traducciones de ese verso hasta dar con la música correcta.
No sé cuánto tardé la primera vez en leer el diario de Dostoyevski, pero sé que lo leí de continuo. Ahora me estaré deteniendo en cada dato o información que despierte mi interés más allá de las palabras de su autor.
La literatura no está en peligro con el internet. Lo que se volverá obsoleto es la nota al pie de página. El propio lector es el que pone en la balanza su curiosidad, decide si deja pasar la frase “Al anochecer llegamos a Yaroslavl”, como la mera idea de arribar a un sitio, o si quiere averiguar dónde queda tal ciudad, cuántos habitantes tiene, cómo era en la época de la narración, qué personajes ilustres ahí nacieron o vivieron.
Si hubiese ido a una escuela antigua, sabría si a escribir notas al pie se le llama podoanotar o anotapodizar. Ahora no lo sé; pero habré de buscarlo en internet.

jueves, 21 de junio de 2012

El alma rusa



“Si hay en el mundo un país desconocido para los demás países lejanos o vecinos suyos, ignoto, inexplorado, incomprendido e incomprensible, es, sin duda, Rusia… Se descubrirá el perpetuum mobile o el elíxir de la larga vida antes de que los hombres de Occidente lleguen a comprender la verdad rusa, el alma rusa”.
Dostoyevski da inicio a su diario con estas palabras; parecen exageradas, y de hecho en el resto de las páginas el escritor peca de ombliguismo o, más correctamente, umbilicalismo. Repite una vez tras otra la idea de “esto ocurre sólo en Rusia” y muy fácilmente salta a la conclusión de que el alma rusa es universal.
Algo de razón ha de tener, pues el mejor laboratorio de la condición humana, después de la guerra, es la literatura rusa. Podemos evaluar nuestra razón o sinrazón, nuestros ángeles o demonios según entendamos a Raskólnikov o los motivos del suicidio de Ana Karenina o dependiendo de nuestro Karamazov preferido.
¿Cómo podemos relacionarnos con la muy personal moralidad de Sanin? ¿Qué podemos sentir por el buen Oblómov, que tarda ochenta páginas en decidirse a salir de la cama? ¿Lo que me cuenta Chéjov es chistoso o tristísimo? ¿Turgénev es fino o bárbaro?
Se puede comparar Los Buddenbrook, de Tomas Mann, con Los señores Golovliov, de Mijaíl Saltykov. En ambas novelas asistimos a la decadencia de una familia. Los Buddenbrook nunca caerán tan bajo como los Golovliov; los primeros son intelectuales, los segundos, salvajes. A los germanos la religión les sirve de agarradera; a los rusos los lleva a la perdición.
Cualquier lector se puede sentir cómodo con El conde de Montecristo. Ahí las culpas están claramente repartidas y la justicia, la venganza, el perdón y hasta el honor llegan con criterios más o menos bien aceptados. ¿Pero qué diablos es la culpa o la justicia en Dostoyevski? ¿Por qué ciertos delitos caen como el pecado original? ¿Por qué es preferible la redención a la libertad?
Uno de los mejores respaldos a la idea de Dostoyevski sobre la incapacidad de Occidente de entender Rusia es la adaptación que en 1935 hizo Hollywood de Crimen y castigo. Apenas comienza el filme, le meten un cartel que dice: “Esta historia pudo ocurrir en cualquier sitio”. No es sino una burda forma de confesar: “No entendimos la novela, así que la vamos a convertir en una gringada”. Y sí, el cartel también es un modo de ahorrarse una lana con escenografías gringas que nada tienen que ver con San Petersburgo. Encima, el protagonista se parece a Ernesto Cordero, así que me fue imposible meterme en la historia.
Mucho mejor trabajo hicieron con la adaptación de Los hermanos Karamazov, en 1958; pero como no me gusta hablar bien del cine, no lo haré.
Buena parte de las ideas que en los textos periodísticos de Dostoyevski parecen simples, erráticas o descabelladas, son en su narrativa piedra angular. Él evidencia mejor que nadie la diferencia entre estos dos mundos. La complejidad del alma, la locura, las contradicciones son asunto novelesco. De un columnista de periódico, en cambio, esperamos puras tibiezas, puros llamados a la justicia y la paz.

jueves, 14 de junio de 2012

Recuerdos de la mala literatura


Cursé la secundaria en los años setenta, para ser precisos, de 1973 a 1976. Supongo que mi escuela no era muy dada a las artes literarias, pues de las aulas no tengo el recuerdo de Sor Juana o Rulfo u Onetti o Fuentes o García Márquez, sino de algunas lecturas que hoy me darían vergüenza.
En 1973 el libro de mayores ventas fue Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach. Y ahí estábamos todos leyendo, explicando lo obvio, subrayando frases como “Juan evocó en su pensamiento la imagen de las grandes bandadas de gaviotas en la orilla de otros tiempos, y supo, con experimentada facilidad, que ya no era sólo hueso y plumas, sino una perfecta idea de libertad y vuelo, sin limitación alguna”.
Sí, muchachos, nos decía la maestra. Ustedes pueden ser lo que quieran ser, volar alto, ser libres. Y nosotros nos creíamos Juanes Salvadores, cuando no éramos sino la manada.
El libro, además de cursi y lugarcomunesco, tenía malas fotografías e ilustraciones ramplonas sin otro propósito que aumentarle páginas. Encima, venía de una editorial española, con esos gachupinismos que nos causaban erisipela:
“Para comenzar”, dijo, con una sonrisa seca, “llegasteis todos un poco tarde al momento de juntaros”.
Al año siguiente leímos aquel de los supervivientes de los Andes. Y, pese a la queja de algunas beatas, en algún momento nos encargaron Pregúntale a Alicia. Quizás eso nos mantendría fuera del mundo de las drogas o quizás aprenderíamos algunas mañas. Del libro de los supervivientes me quedaron muchas imágenes, del de Alicia no recuerdo casi nada.
Como todos, hube de memorizar un poema. Declamé “El seminarista de los ojos negros”. Los versos tenían la requerida carga sentimental, sobre todo ahí donde dicen:

La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos
el seminarista de los ojos negros.

Pero apenas era para declamarse entre los compañeros. Si uno aspiraba a participar en las asambleas con los padres de familia, eran dos los poemas reglamentarios: “Por qué me quité del vicio” y el de “mamá, soy Paquito”. Si los respectivos declamadores lloriqueaban, más se les aplaudía, aunque ya les brotara el bigote, aunque nadie entendiera eso de “cubierto de jiras, al ábrego hirsutas” ni mucho menos aquello de “y un cielo impasible despliega su curva”.
Y entre todas las obras maestras de la literatura, ¿qué otra maravilla se eligió en mi escuela como lectura obligatoria? El triángulo de las Bermudas, que creo que todavía está de moda entre algunos sobrenaturalistas.
A veces pienso que la escuela debería ser el sitio donde la gente se educa; a veces la idea me parece una utopía. Y sin embargo veo que hasta la mala literatura deja alguna huella. Deja recuerdos del libro y de haberlo compartido. Nos deja una frase que evoca algún tiempo.
El propio bachiller Sansón Carrasco dice que: “No hay libro tan malo que no tenga algo bueno”. Supongo que es verdad. Mas los malos libros han de servir como escalón; jamás como cúspide. A cualquier lector ha de llegarle el momento en que, como el cura y el barbero, deba enviar ciertos libros a la hoguera. Y ahí donde hubo malos libros, cenizas quedarán.

viernes, 8 de junio de 2012

Homo obliviosus



Ayer estaba leyendo un fragmento del diario de Dostoyevski, sus opiniones sobre Pushkin, cuando me llamó mi hermano desde Bogotá. Me comentó que había terminado de leer un libro: The story of Earth, y me disparó algunos datos. El elemento más pesado requerido para la vida es el yodo; si bien, algunas bacterias necesitan el tungsteno. Los tres elementos más abundantes en la corteza terrestre son el aluminio, oxígeno y el silicón. ¿Silicón? En español se dice silicona, pero no es elemento. Sí, claro, corregimos, se trata del silicio.

Más datos y de ahí pasamos a hablar del pozo profundo que hicieron los soviéticos en Kola. Llegaron a poco más de 12 mil metros de profundidad. Saqué la calculadora. Era apenas el 0.2 por ciento de la distancia hasta el centro de la Tierra. O sea: nada.

Sobre ese pozo, me dijo mi hermano, leí en Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. Tomé nota. Para después, me dije.

Luego puse mi cronómetro. Una hora para aprender algo de polaco. Entre otras cosas, ahora sé que sie spiesze significa que tengo prisa, y zwyczajny es ordinario. Me metí en la cabeza las conjugaciones de tres verbos más. En la otra habitación, mi mujer estudiaba turco. Vino más tarde a explicarme la cuestión del género y número en ese idioma.

Después fui a tomarme unas cervezas con dos traductores de poesía polaca al español y catalán. Hablamos de muchas cosas. También de cierto poema en que harp se había traducido como violín. Eso dio para una larga charla sobre criterios de traducción, diferencias insalvables de los idiomas, y terminamos especulando si los Amati fabricantes de violines eran judíos venidos de España.

Regresé a mis lecturas de Dostoyevski y Pushkin. De ahí me detuve en una frase sobre la universalidad de lo ruso, y entonces me vi impulsado a tomar el libro El baile de Natacha, de Orlando Figues, específicamente quería consultar un capítulo llamado “En busca del alma rusa”. Después…

Nada. Me detuve un rato a preguntarme qué caso tenía estarse enterando de cosas. ¿Por qué se experimenta un placer al conocer un dato? ¿Al averiguar el lugar en que nació alguien? ¿Una breve biografía del francés que mató a Pushkin? ¿La opinión de Dostoyevski sobre la educación? ¿Por qué, si nunca voy a hablar turco, me interesa la manera en que declinan los sustantivos?

Vaya uno a saber cuánto tiempo se dedica a aprender cosas que luego se olvidan. O cosas que sólo están ahí en la mente para saber que las sabemos.

Ahora sé que el yodo es el elemento más pesado requerido para la vida, ¿y qué hago con ese dato? Nunca será pertinente mencionarlo en una conversación. ¿Cuánto me tardaré en olvidarlo? ¿Qué hago con un arpa que se convierte en violín?
Si pudiera atomizar el conocimiento, diría que ayer me enteré de miles de cosas. Sin embargo, recuerdo apenas una fracción. Llegaré a echar mano acaso de una rebanada de esa fracción. En términos de eficiencia, se puede decir que desperdicié del 95 al 98 el por ciento del domingo. Por mucho que escarbe en los libros, mi conocimiento será más pobre que el pozo de Kola.

Hoy reinicié mi periplo. Comencé el día leyendo una ristra de aforismos de Stanislaw Jerzy Lech. De seguro los olvidaré, como olvidé casi todos los de Lichtenberg. Así que más vale no preguntarse por la utilidad de las cosas. Basta con el placer.

viernes, 1 de junio de 2012

Voto por Yosoy132

Acá en Polonia, por estas fechas, suelo recibir un sobre en mi buzón. Al abrirlo, encuentro que contiene una tarjeta con una sola palabra: Solidarność. Solidaridad. Un discreto homenaje al sindicato de los astilleros de Gdansk fundado en 1980. Nadie imaginaba que ese grupo de obreros iba a terminar, nueve años después, por desmoronar el comunismo.
Tenían todos los medios oficiales en su contra. Tenían tanques soviéticos en las esquinas, el servicio secreto a sus espaldas. Tenían compañeros desaparecidos, torturados, muertos.

También tenían las agallas bien puestas y un ideal inquebrantable.

Entonces no había medios electrónicos para convocarse, pero hicieron un concienzudo trabajo con las imprentas clandestinas y el pasa la voz.

El momento emblemático llegaría cuando una linda actriz llamada Joanna Szczepkowska anunció por la televisión con suma inocencia y encanto: “Señoras y señores, el 4 de junio de 1989 terminó el comunismo en Polonia”.
En México, los columnistas, opinadores, editorialistas teníamos años lamentándonos de que no hubiese sociedad civil. De la poca participación de los jóvenes en la vida del país. Yo mismo escribí hace seis meses en mis profecías para el 2012: “México no cambiará. Para eso nos haría falta aquella juventud de los sesenta y los setenta, y no esta debilucha, pusilánime, acomodaticia, simplona, domesticada”.

Nunca me he alegrado tanto de estar equivocado. Y me extraña que buena parte de los moralizadores mediáticos ahora estén nerviosos ante los cientotreintaidoseros. En algunos columnistas leo supuestos elogios en el primer párrafo que se van convirtiendo en crítica, denostación y condena a medida que avanza el texto.

Por ser de la generación que soy, inevitablemente pienso en Shape of things to come, de Max Frost and the Troopers. Un himno de los jóvenes cuando se hablaba de una gran verdad: no puedes confiar en nadie mayor de treinta años.
Cuando se pasa de cierta edad, se sigue hablando de justicia, libertad, derechos, democracia, pero el corazón se pone en el salario, la seguridad, la renta, las mensualidades de una deuda. En el billete.

Sólo cuando se es joven se tienen ideales a prueba de fuego. Con los años llegan las conveniencias. José Emilio Pacheco lo resume en sus versos de los antiguos compañeros que se reúnen: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años”.

Pienso con envidia en aquel poema de Wordsworth, cuando atestiguaba la Revolución francesa y hablaba de la dicha de estar vivo en ese amanecer, “pero ser joven era el mismo cielo”.
Yo no voto por los políticos. Voto por ustedes, los jóvenes, los estudiantes, los universitarios, los idealistas. Voto por que, sea cual sea el resultado de las elecciones, los tengamos a ustedes durante todo el sexenio en las calles, en los foros, en las redes, en los medios, en el ¡ya basta! a la clase política, empresarial y financiera. Que ustedes nos digan a nosotros, los rucos, los oxidados, los acomodaticios, los rateros, los asalariados, los vendidos, los timoratos, los corruptos, los cobardes, cuál será el espíritu de los tiempos por venir.

Quiero un día encontrar un sobre en mi buzón. Abrirlo. Hallar una tarjeta que simplemente diga: Yosoy132.