jueves, 21 de junio de 2012

El alma rusa



“Si hay en el mundo un país desconocido para los demás países lejanos o vecinos suyos, ignoto, inexplorado, incomprendido e incomprensible, es, sin duda, Rusia… Se descubrirá el perpetuum mobile o el elíxir de la larga vida antes de que los hombres de Occidente lleguen a comprender la verdad rusa, el alma rusa”.
Dostoyevski da inicio a su diario con estas palabras; parecen exageradas, y de hecho en el resto de las páginas el escritor peca de ombliguismo o, más correctamente, umbilicalismo. Repite una vez tras otra la idea de “esto ocurre sólo en Rusia” y muy fácilmente salta a la conclusión de que el alma rusa es universal.
Algo de razón ha de tener, pues el mejor laboratorio de la condición humana, después de la guerra, es la literatura rusa. Podemos evaluar nuestra razón o sinrazón, nuestros ángeles o demonios según entendamos a Raskólnikov o los motivos del suicidio de Ana Karenina o dependiendo de nuestro Karamazov preferido.
¿Cómo podemos relacionarnos con la muy personal moralidad de Sanin? ¿Qué podemos sentir por el buen Oblómov, que tarda ochenta páginas en decidirse a salir de la cama? ¿Lo que me cuenta Chéjov es chistoso o tristísimo? ¿Turgénev es fino o bárbaro?
Se puede comparar Los Buddenbrook, de Tomas Mann, con Los señores Golovliov, de Mijaíl Saltykov. En ambas novelas asistimos a la decadencia de una familia. Los Buddenbrook nunca caerán tan bajo como los Golovliov; los primeros son intelectuales, los segundos, salvajes. A los germanos la religión les sirve de agarradera; a los rusos los lleva a la perdición.
Cualquier lector se puede sentir cómodo con El conde de Montecristo. Ahí las culpas están claramente repartidas y la justicia, la venganza, el perdón y hasta el honor llegan con criterios más o menos bien aceptados. ¿Pero qué diablos es la culpa o la justicia en Dostoyevski? ¿Por qué ciertos delitos caen como el pecado original? ¿Por qué es preferible la redención a la libertad?
Uno de los mejores respaldos a la idea de Dostoyevski sobre la incapacidad de Occidente de entender Rusia es la adaptación que en 1935 hizo Hollywood de Crimen y castigo. Apenas comienza el filme, le meten un cartel que dice: “Esta historia pudo ocurrir en cualquier sitio”. No es sino una burda forma de confesar: “No entendimos la novela, así que la vamos a convertir en una gringada”. Y sí, el cartel también es un modo de ahorrarse una lana con escenografías gringas que nada tienen que ver con San Petersburgo. Encima, el protagonista se parece a Ernesto Cordero, así que me fue imposible meterme en la historia.
Mucho mejor trabajo hicieron con la adaptación de Los hermanos Karamazov, en 1958; pero como no me gusta hablar bien del cine, no lo haré.
Buena parte de las ideas que en los textos periodísticos de Dostoyevski parecen simples, erráticas o descabelladas, son en su narrativa piedra angular. Él evidencia mejor que nadie la diferencia entre estos dos mundos. La complejidad del alma, la locura, las contradicciones son asunto novelesco. De un columnista de periódico, en cambio, esperamos puras tibiezas, puros llamados a la justicia y la paz.

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