Cursé
la secundaria en los años setenta, para ser precisos, de 1973 a 1976. Supongo
que mi escuela no era muy dada a las artes literarias, pues de las aulas no
tengo el recuerdo de Sor Juana o Rulfo u Onetti o Fuentes o García Márquez,
sino de algunas lecturas que hoy me darían vergüenza.
En
1973 el libro de mayores ventas fue Juan
Salvador Gaviota, de Richard Bach. Y ahí estábamos todos leyendo,
explicando lo obvio, subrayando frases como “Juan evocó en su pensamiento la
imagen de las grandes bandadas de gaviotas en la orilla de otros tiempos, y
supo, con experimentada facilidad, que ya no era sólo hueso y plumas, sino una
perfecta idea de libertad y vuelo, sin limitación alguna”.
Sí,
muchachos, nos decía la maestra. Ustedes pueden ser lo que quieran ser, volar
alto, ser libres. Y nosotros nos creíamos Juanes Salvadores, cuando no éramos
sino la manada.
El
libro, además de cursi y lugarcomunesco, tenía malas fotografías e
ilustraciones ramplonas sin otro propósito que aumentarle páginas. Encima,
venía de una editorial española, con esos gachupinismos que nos causaban
erisipela:
“Para
comenzar”, dijo, con una sonrisa seca, “llegasteis todos un poco tarde al
momento de juntaros”.
Al año
siguiente leímos aquel de los supervivientes de los Andes. Y, pese a la queja
de algunas beatas, en algún momento nos encargaron Pregúntale a Alicia. Quizás eso nos mantendría fuera del mundo
de las drogas o quizás aprenderíamos algunas mañas. Del libro de los
supervivientes me quedaron muchas imágenes, del de Alicia no recuerdo casi nada.
Como todos,
hube de memorizar un poema. Declamé “El seminarista de los ojos negros”. Los
versos tenían la requerida carga sentimental, sobre todo ahí donde dicen:
La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos
el seminarista de los ojos negros.
Pero
apenas era para declamarse entre los compañeros. Si uno aspiraba a participar
en las asambleas con los padres de familia, eran dos los poemas reglamentarios:
“Por qué me quité del vicio” y el de “mamá, soy Paquito”. Si los respectivos
declamadores lloriqueaban, más se les aplaudía, aunque ya les brotara el
bigote, aunque nadie entendiera eso de “cubierto de jiras, al ábrego hirsutas”
ni mucho menos aquello de “y un cielo impasible despliega su curva”.
Y
entre todas las obras maestras de la literatura, ¿qué otra maravilla se eligió en
mi escuela como lectura obligatoria? El
triángulo de las Bermudas, que creo que todavía está de moda entre
algunos sobrenaturalistas.
A
veces pienso que la escuela debería ser el sitio donde la gente se educa; a
veces la idea me parece una utopía. Y sin embargo veo que hasta la mala
literatura deja alguna huella. Deja recuerdos del libro y de haberlo
compartido. Nos deja una frase que evoca algún tiempo.
El
propio bachiller Sansón Carrasco dice que: “No hay libro tan malo que no tenga
algo bueno”. Supongo que es verdad. Mas los malos libros han de servir como
escalón; jamás como cúspide. A cualquier lector ha de llegarle el momento en
que, como el cura y el barbero, deba enviar ciertos libros a la hoguera. Y ahí
donde hubo malos libros, cenizas quedarán.
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