viernes, 8 de junio de 2012

Homo obliviosus



Ayer estaba leyendo un fragmento del diario de Dostoyevski, sus opiniones sobre Pushkin, cuando me llamó mi hermano desde Bogotá. Me comentó que había terminado de leer un libro: The story of Earth, y me disparó algunos datos. El elemento más pesado requerido para la vida es el yodo; si bien, algunas bacterias necesitan el tungsteno. Los tres elementos más abundantes en la corteza terrestre son el aluminio, oxígeno y el silicón. ¿Silicón? En español se dice silicona, pero no es elemento. Sí, claro, corregimos, se trata del silicio.

Más datos y de ahí pasamos a hablar del pozo profundo que hicieron los soviéticos en Kola. Llegaron a poco más de 12 mil metros de profundidad. Saqué la calculadora. Era apenas el 0.2 por ciento de la distancia hasta el centro de la Tierra. O sea: nada.

Sobre ese pozo, me dijo mi hermano, leí en Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. Tomé nota. Para después, me dije.

Luego puse mi cronómetro. Una hora para aprender algo de polaco. Entre otras cosas, ahora sé que sie spiesze significa que tengo prisa, y zwyczajny es ordinario. Me metí en la cabeza las conjugaciones de tres verbos más. En la otra habitación, mi mujer estudiaba turco. Vino más tarde a explicarme la cuestión del género y número en ese idioma.

Después fui a tomarme unas cervezas con dos traductores de poesía polaca al español y catalán. Hablamos de muchas cosas. También de cierto poema en que harp se había traducido como violín. Eso dio para una larga charla sobre criterios de traducción, diferencias insalvables de los idiomas, y terminamos especulando si los Amati fabricantes de violines eran judíos venidos de España.

Regresé a mis lecturas de Dostoyevski y Pushkin. De ahí me detuve en una frase sobre la universalidad de lo ruso, y entonces me vi impulsado a tomar el libro El baile de Natacha, de Orlando Figues, específicamente quería consultar un capítulo llamado “En busca del alma rusa”. Después…

Nada. Me detuve un rato a preguntarme qué caso tenía estarse enterando de cosas. ¿Por qué se experimenta un placer al conocer un dato? ¿Al averiguar el lugar en que nació alguien? ¿Una breve biografía del francés que mató a Pushkin? ¿La opinión de Dostoyevski sobre la educación? ¿Por qué, si nunca voy a hablar turco, me interesa la manera en que declinan los sustantivos?

Vaya uno a saber cuánto tiempo se dedica a aprender cosas que luego se olvidan. O cosas que sólo están ahí en la mente para saber que las sabemos.

Ahora sé que el yodo es el elemento más pesado requerido para la vida, ¿y qué hago con ese dato? Nunca será pertinente mencionarlo en una conversación. ¿Cuánto me tardaré en olvidarlo? ¿Qué hago con un arpa que se convierte en violín?
Si pudiera atomizar el conocimiento, diría que ayer me enteré de miles de cosas. Sin embargo, recuerdo apenas una fracción. Llegaré a echar mano acaso de una rebanada de esa fracción. En términos de eficiencia, se puede decir que desperdicié del 95 al 98 el por ciento del domingo. Por mucho que escarbe en los libros, mi conocimiento será más pobre que el pozo de Kola.

Hoy reinicié mi periplo. Comencé el día leyendo una ristra de aforismos de Stanislaw Jerzy Lech. De seguro los olvidaré, como olvidé casi todos los de Lichtenberg. Así que más vale no preguntarse por la utilidad de las cosas. Basta con el placer.

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