viernes, 18 de mayo de 2012

Fuentes y Napoleón


Leí un periódico del día en que nació Carlos Fuentes. Habían coronado a Hirohito. Se conmemoraban diez años del fin de la Primera Guerra Mundial, que entonces se llamaba la Gran Guerra. Portes Gil estaba próximo a asumir interinamente la presidencia y se preparaba un homenaje para el mandatario saliente: Plutarco Elías Calles. León Toral y la madre Conchita estaban en la cárcel por el reciente asesinato de Obregón. También se daba cuenta del retorno al país de José Vasconcelos como candidato de oposición a la presidencia, en unas elecciones que resultarían fraudulentas y llevarían a Pascual Ortiz Rubio a la silla del águila.
En las páginas de cultura se celebraba la aparición de sendos libros de Henry Bordeaux, Tristan Bernard, Philippe Soupault.
Quizá lo único que anunciaba la llegada al mundo de Carlos Fuentes eran dos anuncios. Uno de Remington, “La mejor máquina de escribir que el mundo produce”, y otro de Smith Premier “de construcción sencilla, maciza y fuerte… construida para que funcione sin esfuerzo, reduce la fatiga producida por un largo día de trabajo, es la más suave, la más veloz”.
No sé si eran tan maravillosas como decía su publicidad. Lo que sí sabemos es que Carlos Fuentes se convirtió en el mejor y más fiel usuario de máquinas de escribir. Sus índices chuecos eran la cicatriz de sus batallas con las palabras.
Yo estaba en un bar de Bastia, en la isla de Córcega, cuando me llegó la noticia. Carlos Fuentes est mort, me susurró alguien. Sí, le dije, ayer fue García Márquez y mañana será Vargas Llosa. Seguí bebiendo como si nada, aunque me quedé pensando en la muerte.
Se confirmó la muerte de Fuentes cuando ya estábamos algo ebrios. Alguien se puso de pie y dijo de memoria: “¡Oh derrota mía, mi derrota, que a nadie sabría comunicar, que me coloca de cara frente a los dioses que no me dispensaron su piedad, que me hicieron apurarla hasta el fin para saber de mí y de mis semejantes! ¡Oh, faz de mi derrota, faz inaguantable de oro sangrante y tierra seca, faz de música rajada y colores turbios!”.
Esa noche bajó de las montañas un viento de cien kilómetros por hora. La marcha por la ciudad fue la de un cortejo fúnebre. Lentos, encorvados, sin hablar. Nos paramos frente a la estatua de Napoleón. Ahí, vaya uno a saber la razón, recordé las palabras que Emmanuel Carballo pronunció hace catorce años. “El rey ha muerto,” dijo en aquel entonces. “Viva el rey, que es Carlos Fuentes”.
“Tuna incandescente”, alcé una copa invisible. “Águila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer”.
¿Al hotel?, sugirió alguien. La respuesta fue un rotundo no. Esa noche había muerto un novelista, un fabulador, un palabrista. Allá en México y ahí mismo, en Bastia y dondequiera que exista un abecedario. Nos habíamos quedado sin vino. A como diera lugar, teníamos que encontrar una botella, así hubiera que romper el cristal de una tienda. Dirigirnos a aquella casona antigua donde Victor Hugo pasó su infancia. Brindar por Fuentes.
Más viento, polvo, polen en el aire. Uno del grupo dijo que no podía respirar. Se asfixiaba. Qué le vamos a hacer, dijimos. Y seguimos buscando la botella de vino.

1 comentario:

  1. Excelente, David, leer después de un año y medio este elogio de Fuentes. Junto a Juan Gabriel Vásquez, no olvidaré las palabras que le has dedicado. Tienes mi gratitud eterna y en tu honor leeré pronto El ejército iluminado, que me recomienda y obsequia un amigo con las palabras "es una obraza maestra".

    ResponderEliminar