viernes, 4 de mayo de 2012

Desaprender

Se supone que el mundo avanza. La ciencia descubre cosas. Sabemos más de lo que se sabía antes. O tal vez no. Quizás hemos aprendido cosas a cambio de desaprender muchas otras.
Dependiendo del tema o la situación, al conversar con un maestro de secundaria del siglo XIX, podríamos apabullarlo con nuestros conocimientos, o bien, él podría hacernos sentir que somos unos idiotas.
La Nasa habrá llegado muy lejos, pero ¿cuánta gente medianamente educada sabe hoy señalar las constelaciones? ¿Podemos decir sin titubear cuándo la Luna está creciente o menguante?
Si por un lado los diccionarios han de actualizarse con neologismos, también terminan por eliminar una serie de voces que han caído en desuso. No sé cómo vendrá el nuevo diccionario de la RAE, pero recuerdo que la edición del 2001 eliminó alrededor de 6 mil voces con respecto a la anterior. Y yo me pregunto si no son precisamente esas 6 mil voces las que más pudieran interesarnos a quienes tenemos afición por leer textos antiguos en español.
Hace poco me topé con esta antigua expresión: “Sin decir oxte ni moxte” que creo equivale a nuestro actual “Sin decir agua va”. Para salir de dudas, consulté el DRAE y me encuentro con que planean desaparecer “moxte” en la siguiente edición.
Hoy sabemos treparnos a un coche, meterle la llave a la ignición y conducir por las calles transitadas. En cambio, muchos ya no sabemos ensillar un caballo, ni montarlo como se debe.
Si hoy naciera un genio de la arquitectura y quisiera construir la más bella de las iglesias, habría que decirle que ya los artesanos no saben hacer lo que sabían; que se conforme con un diseño cuadrado, planchas de concreto y estatuillas hechas en China. ¿O por qué será que entre más mano le meten los contemporáneos a la Sagrada Familia de Barcelona, más fea la dejan?
¿Qué haría un papa contemporáneo si apenas hoy surgiera la idea de decorar la capilla Sixtina?
Cuando camino por las calles del viejo Monterrey, me topo con casas que se construyeron a finales del siglo XIX o principios del XX. En su sencillez, todas muestran un gusto por las proporciones, los detalles, la selección de materiales. No son casas diseñadas por arquitectos, sino por amas de casa, maistros, oficinistas de medio pelo.
¿Por qué todas esas casas antiguas son bellas? ¿Por qué ahora esa misma gente levanta casas espantosas? ¿Qué desaprendimos acerca de la belleza?
¿Por qué patanes con dinero pagan millones por una mamarrachada de Andy Warhol? ¿Qué hubiesen pensado los Medici?
Con tantos miles de títulos que se publican cada año, resulta que el precio de conocer la literatura contemporánea es descuidar a los clásicos. ¿Por qué diablos alguien que no ha leído Don Quijote querría leer la última novedad?
Tengo que sentir agradecimiento hacia aquellos lectores que van a la librería y salen con alguna novela del Toscana. Pero también me veo obligado a recordarles que mis libros suelen estar entre los de Tolstoi y Turgueniev. De todas todas, yo elegiría a mis vecinos.
Es un hecho que como lectores nos estamos desclasicando, del verbo desclasicar, palabra que tal vez un día aparezca en el DRAE, y a cambio otra tendrá que morir.

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